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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Necrópolis (3 page)

La batalla que sucedió entonces puso en jaque a todo el campamento. Afortunadamente, Carranque tenía sus defensas. José, Uriguen, Dozer y Susana se habían convertido, con el tiempo, en unos excelentes tiradores. No se sobrevive mucho tiempo en un mundo infectado por muertos vivientes sin gente acostumbrada a usar armas, y usarlas bien. Recibieron el ominoso nombre de
El Escuadrón de la Muerte,
que aunque al principio les fue otorgado entre risas y alcohol, después de un tiempo resultó ser un sobrenombre, aunque lúgubre, bastante acertado. Aquél día hubo bastantes héroes por destacar en la contienda más frenética que ninguno pudiera recordar, pero fueron ellos los que, básicamente, consiguieron detener a los
zombis
y capturar al Padre Isidro.

Desde aquél momento, el sacerdote pasó a las expertas manos del doctor Rodríguez que había trabajado como médico forense en el cercano hospital Carlos Haya. Fueron muchos días duros de intenso trabajo, pero sus exámenes, unidos a lo que ya sabía por los cadáveres de los
zombis
que le habían procurado, le permitió lo imposible; lograr una vacuna basada en la sangre y el sistema inmunológico del padre. Aranda, que había asumido el papel de líder de la comunidad, aquejado por sentimientos de culpa por haber permitido que los muertos vivientes entraran en el campamento no tardó en inyectarse varias dosis espaciadas. Tras varios intensos días en los que todos pensaban que su salud se había resentido demasiado y que no lo conseguiría, los resultados fueron impecables: Aranda pudo caminar entre los muertos sin ser visto, exactamente igual a como lo había hecho el sacerdote antes que él.

La inesperada victoria les infundió renovadas energías. Ahora había reuniones casi todos los días, y ya no trataban problemas de angustiosa premura o ideas descabelladas, fruto de mentes que están entre la espada y la pared y se enfrentan a situaciones de estricta supervivencia, sino planes de futuro. Todos ellos involucraban operaciones que llevarían a cabo cuando fueran inmunes a los
zombis.
Se hablaba de recuperar Málaga poco a poco, entregados a unas tareas de limpieza por sectores cuidadosamente estudiados. La idea les entusiasmaba. Todos habían perdido familiares, amigos, vecinos... los zombis les habían arrebatado sus vidas, sus ilusiones, sus planes de futuro, y exterminarlos de la faz de la Tierra como quien arranca las malas hierbas de un jardín, era un concepto que les hacía estallar el corazón.

Pero en su celda, un Padre Isidro delgado y decrépito expurgaba sus pecados. Mascullaba su venganza con oscuras promesas y se negaba a hablar con nadie excepto con Él, en oraciones privadas a las que se entregaba todo el día. El doctor Rodríguez lo visitaba a diario interesado por su estado de salud; tenía anemia galopante, y el recuento de glóbulos rojos arrojó una cifra que apenas superaba el millón por milímetro cúbico. Sus deposiciones eran una inmundicia líquida.

Al caer la tarde, Rodríguez anunció a Aranda su preocupación.

—Creo que no le queda mucho —dijo.

—¿Qué tiene?

—No tengo los medios que necesitaría para estar seguro, pero diría que está al borde de un
shock
séptico.

—¿Es por su...? —preguntó Aranda, pero no se atrevió a terminar la frase.

—No lo sé. Quién sabe qué ha estado comiendo, dónde ha dormido. Pudo haber estado escondido en cualquier lugar, pudo haberle picado un insecto. Su dentadura es buena, pero sus muelas del juicio están completamente deterioradas, y esa infección también puede ser una de las causas. Quizá el contacto con esas cosas... ha estado siempre rodeado de ellas. ¿Quién sabe lo que el contacto prolongado con esos tejidos necróticos puede haber causado?

—Pero no está pensando en eso —dijo Aranda despacio.

—No, efectivamente. Lo que estoy pensando es que quizá su degradación pueda ser debida al virus controlado que lleva dentro —exclamó con gravedad.

—Entiendo.

Aranda, como el resto de la Comunidad, deseaba fervientemente que todos pudieran recibir la vacuna que les conduciría a una nueva vida. Comprendía que el doctor Rodríguez tuviera sus reservas, desde luego, pero hasta ese momento no se había planteado seriamente que el virus que se había inoculado pudiera acabar con él. No al menos desde las fiebres y sueños intranquilos que superó los primeros días.

—¿Cuánto más tendremos que esperar para estar seguros?

El doctor Rodríguez meditó, reflexivo.

—Me encantaría contar al menos con dos o tres meses.

—Eso es demasiado... —exclamó Aranda, más sorprendido que otra cosa.

—Lo que queráis —contestó Rodríguez levantando los hombros imperceptiblemente— pero es mi opinión médica.

—Puedo llevarle —dijo al fin con determinación. Sus ojos brillaban de esa forma que el doctor conocía tan bien. —Puedo llevarle a su consulta, doctor. Puedo llevarle allí de alguna manera, ya idearemos cómo, para que pueda analizar a nuestro padre y estar seguros.

Aranda se volvió para mirarle a los ojos.

—No sería tan fácil. Hay sistemas vitales que no funcionan, habría que revisar los generadores de emergencia, ponerlos en funcionamiento. Gran parte del material esencial habrá expirado en este tiempo, y por lo demás, ¿merece la pena semejante riesgo? ¿llevarme allí escoltado por el Escuadrón? Yo escapé de ese hospital a duras penas, Aranda. Cuando pude salir, estaba lleno de
zombis
y las salas de diagnóstico, de análisis, el equipo... estaba todo hecho trizas y tirado por el suelo, un batiburrillo informe de jeringas, gasas, cristales, tubos y sangre.

Aranda asintió.

—De todas maneras, sería gracioso —dijo entonces.

—¿El qué? —preguntó Rodríguez pestañeando.

—Que fuera otra cosa la que afecta al padre Isidro. Que fuera la muela del juicio la que acabará matándolo.

Rodríguez puso los ojos en blanco.

3. La idea de Aranda

Uno de aquellos días, durante una de las reuniones generales a las que asistía absolutamente todo el mundo, Juan Aranda propuso un nuevo y polémico plan.

—Como hemos hablado muchas veces ya —les dijo a todos desde el extremo de la sala, un entarimado al que se accedía subiendo unos cuantos escalones— uno de nuestros propósitos más urgentes es localizar a otros supervivientes. El plan de la radio funcionó bien, nos trajo a Moses e Isabel... un simple mensaje lanzado al aire para aquellos que tenían aún esperanza y confiaban recibir algún rastro de civilización.

La audiencia pareció corroborar sus afirmaciones con un clamor de aprobación generalizado. Tanto Moses como Isabel, que habían llegado a la Comunidad no hacía mucho, recibieron palmadas en la espalda y sonrisas de aprobación de los que eran ya parte de su familia.

—Si hay supervivientes ahí fuera —continuó— estoy seguro que sobreviven con una infraestructura similar a la nuestra. Es más que probable que tengan electricidad gracias a generadores como los que nosotros tenemos. Y es probable que estén a la escucha, con radios. Es sencillo hacer funcionar una radio, hay transistores por todas partes, y la producción mundial de pilas convencionales, gracias a Dios, nos ha dejado un legado que durará muchos años todavía.

Hubo miradas encontradas entre los asistentes, seguidas de un rumor apagado. En su atrio ligeramente elevado, Juan Aranda hizo una pausa hasta captar de nuevo toda la atención.

—Nuestra radio tenía un alcance muy limitado, pero sería posible llegar a mucha más gente, mucho más lejos, si pudiéramos llegar hasta los estudios de televisión de Canal Sur y, de alguna forma, reactivar los sistemas para poder emitir. Estamos hablando de una radio de verdad. Estamos hablando de toda Andalucía.

El comentario fue acogido en el más profundo de los silencios. Todos miraban a Aranda; parecían contener la respiración. Hasta que alguien, en la segunda fila, soltó una sonora exclamación de sorpresa que sonó como
"¡Hostias!".

—No sé si es factible o no —declaró entonces Aranda—. No sé nada de estudios de radio o de cómo funcionan. Si dependen de un sistema central en Madrid, o de un satélite que probablemente vague ahora por el espacio con todas las luces apagadas. Es algo que tendremos que hablar entre nosotros, si hay alguien que entienda de esto. Pero esos estudios no están lejos, están ahí mismo, en la Carretera de Cádiz, y alguien como yo debería ser capaz de ir allí a ver cómo están las cosas.

Entonces todos comenzaron a hablar con todos. Algunos de los rostros parecían encendidos de la emoción, otros, como es normal, se mantenían cruzados de brazos con una expresión de manifiesto rechazo.

—Joder, Juan —dijo alguien— los estudios podrían haber ardido hasta los cimientos por lo que sabemos...

—¿Cómo vamos a poner todo en marcha? ¡Es una locura!

—¡Tendríamos que llevar unos generadores de los grandes en un camión! —dijo un tercero, visiblemente entusiasmado.

—¡Los repetidores estarán tan apagados como vuestros cerebros! —protestó otro.

El debate se fue volviendo más acalorado en pocos minutos. Aranda quiso añadir algo, pero no consiguió esta vez volver a recuperar la atención de su público. Bajó del estrado y los dejó hablar, al fin y al cabo, la noticia estaba dada y ahora maduraría entre la comunidad.

Moses se le acercó, abriéndose paso entre la gente que se había puesto en pie para debatir la idea. Era un hombre grande con una perilla rala y tez oscura.

—Menudo follón has montado, hombre —dijo riendo.

Aranda le devolvió la sonrisa, pero sus ojos no la acompañaban.

—¿Realmente lo crees posible? —preguntó el marroquí. Había una chispa especial en sus ojos, algo indefinible; una mirada inteligente, como si pensara que Aranda tenía en realidad un plan distinto al descrito y tratase de tantearle sutilmente, de hacerle ver que quizá él también lo sabía.

Aranda estudió su mirada.

—Pienso que al menos habría que intentarlo.

—Ya, ¿y cómo lo haremos, cuál es el plan?

—Bueno... —suspiró— mandar una comitiva allí es increíblemente arriesgado. No sabemos cómo está la carretera. Imagina que enviamos a Dozer y los chicos en una furgoneta, se encuentran la carretera bloqueada y cuando están intentando apartar lo que quiera que la bloquea, llegan esas cosas. O imagina que van a cruzar uno de los puentes de la autopista... ¿y si por debajo uno de esos autobuses gigantescos se estrelló contra uno de los pilares de sujeción principales, y si la vibración derriba el puente cuando ellos están pasando? Yo podría ir en una moto, solo. Para ver cómo está todo.

Moses asintió. De alguna manera, lo había intuido desde el principio. Una misión extraña e inesperada que se desarrollaba a muchos kilómetros en pos de unos resultados que, a priori, se le antojaban imposibles. Emitir radio desde un estudio que podría estar tan dañado como el hígado de un alcohólico nonagenario, poner en marcha un sistema de satélites o quizá repetidores repartidos por toda la geografía española —todos desconectados de la red eléctrica porque ya no había ninguna maldita red eléctrica— y eso sin mencionar sistemas y programas que nadie tenía ni la menor idea de cómo manejar, contraseñas, o accesos remotos a alguna central en algún edificio en Madrid o Barcelona donde tampoco habría electricidad y los únicos dispuestos a atender las luces rojas parpadeantes serían los
zombis.

Moses no iba mal encaminado. Aranda necesitaba irse de allí por un tiempo. Ahora lo sabía. Tenía miedo de que el virus que le habían inoculado acabase por afectar su salud, de que poco a poco sus deposiciones se parecieran a la baba espumosa del padre Isidro, de que empezase a adelgazar, y peor aún... de que se volviera loco, como él. ¿Y de qué serviría estar en el recinto si eso ocurriera? no era que el doctor Rodríguez pudiese hacer mucho por el sacerdote de todas formas. ¿Cuántas semanas, meses... lo tendrían encerrado si su mente empezaba a ver Jinetes del Apocalipsis debajo de la cama? o peor, ¿y si le daba por coger un arma y volarle la cabeza a alguien?

El doctor había dicho dos meses para estar seguros, pero él intentaría aprovechar el tiempo, aprovechar ese don especial que le habían dado para ver qué había fuera. Para ver cómo estaban las cosas de verdad.

—Entiendo... —dijo Moses despacio— pero, ¿no es peligroso que vayas solo?

—No lo creo.

—¿Quién sabe lo que hay ahí fuera, Juan? Puede haber gente que sobreviva todavía y que sean diametralmente opuestos a todo lo que has conocido. Joder Juan, a veces eres tan inocente. Estás acostumbrado a esto, pero esto, esto parece la casa de Barbie y las Princesas, Juan ahí fuera... —señaló a algún punto indeterminado de la habitación—... ahí puede haber gente mala. Mala de cojones. Gente que te hará pedirle al padre Isidro que te arrope y te cuente un cuento antes de dormir.

Juan se pasó una mano por la barbilla, estudiando sus palabras.

—Yo vine del Rincón de la Victoria hasta Málaga y no vi a nadie así —dijo.

—Creo que me contaste que la mayor parte del tiempo viniste en barca, Juan. Si te hubieras metido en la ciudad estoy seguro de que habrías explorado las miserias del alma humana con mucho más detalle del que te hubiera gustado.

Juan sacudió la cabeza, recordando de pronto un incidente que vivió poco antes de decidir marcharse a Málaga. Se trataba de unos jóvenes que, henchidos de alcohol, se pertrecharon en un tejado. Desde allí disparaban con desmedida violencia a los
zombis,
hasta que su número les superó. Pero mientras estuvieron vivos, él observó la escena desde un improvisado escondite sabiendo a ciencia cierta que de haberse dejado ver hubieran disparado contra él igualmente. El mundo se había acabado, tanto daban los vivos que los muertos.

—Moses, amigo... estoy decidido —dijo a pesar de todo.

Moses frunció el ceño, pero aún así, su aspecto no era de enfado. Aranda sí lo había visto enfadado, y entonces sus cejas se combaban hacia abajo y su rostro alargado y oscuro adquiría el aspecto de un diablo.

Aranda le sonrió, y esta vez su sonrisa era sincera, llena de complicidad.

—Lo necesito —dijo al fin.

—No te vayas sin despedirte —contestó Moses.

Y rodeados por encendidas discusiones sobre satélites y procesos de emisión de imágenes, Moses y Juan se abrazaron.

Aquella noche, durante la cena, el doctor Rodríguez fue informado de los planes de Aranda, ya que normalmente él no asistía a las reuniones generales a menos que su presencia fuera requerida o bien fuese él mismo quien convocase la reunión. Los planes oficiales eran ausentarse apenas un par de días lo que no le pareció importante, pero Aranda habló con él sobre la posibilidad de estar fuera un poco más. De hecho, una o dos semanas más según marchasen las cosas. Esa otra información le enfadó muchísimo; tenía la intención de estudiar a Aranda intensivamente y anotar con celo exquisito la evolución de su salud. Decía que un cuaderno de registro sobre el virus era del todo esencial para cotejarlo con futuros pacientes, y que su actitud no era para nada coherente con lo que se estaban enfrentando.

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