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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Necrópolis (5 page)

Reza le miraba sin atreverse a respirar. Ni siquiera era consciente de que ya no respiraba. Miraba la horrible quietud del gato y por un momento se le asemejó a la quietud de su vida, al sepulcro magnífico que era su casa. Algo dentro de él se quebró como una rama seca que ha pendido demasiado tiempo de un árbol muerto.

Su padre estudió sus facciones.

—¿Duele? —preguntó al niño.

Reza no contestó. Un nudo descomunal le atenazaba el pecho como la garra de alguna bestia buscando agostar su corazón.

—Sé que duele —continuó su padre hablando con un elegante alemán. —Te has dejado embaucar por este animal, y mira a lo que te ha llevado. Has perdido totalmente el control... Es lo que ocurre cuando dejamos que los sentimientos nos nublen, Reza Lubke. Nunca dejes que nada, ni nadie, entre
jamás
en tu corazón. Es una debilidad que no puedes permitirte.

Reza lo miró con lágrimas en los ojos. Lágrimas cálidas que terminaban cayendo como gruesos goterones, en el inmaculado mantel de hilo blanco.

—¿Está claro?

El niño asintió, como accionado por un resorte.

—Señorita Vogt, por favor, retire ese animal de la casa y averigüe cómo llegó aquí en primera instancia. Luego llame al monitor de gimnasia de mi hijo que venga inmediatamente. Mi hijo necesita una sesión de ejercicio. Eso le repondrá.

Y salió por la puerta, tan silenciosamente como había entrado.

Reza no creció, fue
diseñado
tan cuidadosamente como era posible con lecciones como aquella y otras muchas. El ejercicio físico, las materias, las clases prácticas, todo contribuyó a su formación. Con veinticinco años su padre le ordenó que le acompañara a todas partes y así conoció su mundo. Su mundo de relaciones con ayuntamientos, con bancos, empresas privadas nacionales e internacionales, con empresarios de la Europa del Este, de Asia, de todas partes. El Sr. Lubke picaba de todo, desde el simple negocio de presentar gente a gente, actuar de intermediario logístico en complicadas operaciones financieras entre varios países hasta la compraventa de armas allí donde fuesen requeridas.

Reza se convirtió en un
lobo.
Un depredador en un mundo de ovejas sensibleras y débiles. Aprendió que las costumbres y tradiciones culturales eran importantes en los negocios. Prefería a los americanos porque prevalecía la competencia y los resultados a corto plazo, y las relaciones personales no eran sino una burda fachada. Con los japoneses tenía dificultades porque para ellos era indispensable desarrollar la amistad antes de negociar, y esa delicada materia él nunca la aprendió.

Por eso también le gustaba La Costa del Sol como a su padre. Allí se cultivaban las relaciones superficiales y el dinero le abría todas las puertas, todos los círculos, todas las sonrisas de aprobación que su ego necesitaba. En los negocios y el trato personal sin embargo, le irritaban los españoles, a quienes consideraba vagos, zafios e irresponsables. Nunca utilizaba el castellano si podía evitarlo, siempre el alemán o el inglés.

Como su grupo de caza, que estaba formado solo por alemanes.

Los conoció por azar durante un aburrido circuito de golf, una fruslería concebida para ordeñar dinero de los empresarios de la zona. Dicen que el mal siempre reconoce al mal, y a Reza le bastó una breve mirada a los ojos de sus interlocutores para saber que ellos también eran
lobos
pero de otra clase más visceral, más básica, más fuerte. Eran cazadores, como aprendió durante su conversación, y tenían incluso una exitosa empresa de safaris por todo el mundo. Aquel verano se fue con ellos y descubrió un nuevo mundo de infinito éxtasis. Cazó osos, alces y caribús en Alaska y Canadá;
bantengs,
búfalos y ciervos en Australia;
ibexs
y
argalis
en China, y por supuesto numerosos antílopes y los cinco grandes en África. Cada vez que disparaba, cada vez que arrancaba la vida a algún animal desde la distancia con su rifle de alta tecnología, sentía una fuerte excitación en la base misma de los testículos. Sentía que la sangre corría enfurecida por sus venas. Y siempre escuchaba un ruido sordo en su cabeza. Siempre.

¡Crack!

Pero como suele ocurrir, después de un tiempo dejó de tener encanto. Se cansó de pagar por poder abatir a un elefante. La diferencia era demasiado grande, no tenía ningún mérito. Llegó a ser tan hábil que podía acercarse a una gacela a menos de veinte metros y meterle una bala entre los ojos con una pistola común sin que se diera cuenta. Así que dejó los safaris concertados. Le enseñaron otra modalidad nueva, diferente, más peligrosa. Se iban de caza por territorio español abatiendo animales en cotos privados protegidos donde estaba prohibido cazar. Burlar a las patrullas del Seprona volvía a traerle esa sensación en los testículos que tanta excitación le había procurado en el pasado. Escondido en un río por la noche, con frío intenso, tapado con hierbas y matorrales para no ser visto, esperando el momento y finalmente cobrando la pieza sin que los guardias se dieran cuenta. Infiltrarse, ocultarse, matar, salir... pasaba los días contando los minutos hasta que pudiera vivir de nuevo la misma aventura.

Cuando la Pandemia
Zombi
llegó, miles de millones de personas en todo el mundo padecieron enormes sufrimientos. Algunos se volvieron locos, otros se sumieron en una tristeza tan profunda que prefirieron quitarse la vida. Reza no. El grupo de caza, no.

Lo vieron primero en la televisión, y más tarde, antes de que Málaga fuera arrasada por el número siempre creciente de
zombis,
era el único tema de conversación por todas partes. Unos decían que sí, otros que no. Algunos aseguraban haberlos visto, otros decían que era una patraña como la Gripe A. Pero el primer
zombi
que Reza se encontró redefinió totalmente su mundo. Era como un hombre, y se hallaba encorvado con la boca y el cuello manchados de lo que parecía ser sangre en abundantes cantidades. Lo más inquietante eran sin duda los ojos... el iris había desaparecido y en toda la esfera ocular sólo había un pequeño y difuso punto gris. Cuando se volvió a mirarle, le disparó en el pecho, no exactamente en el centro, sino un poco a la izquierda, en pleno corazón. Pero aquello no le detuvo; el hombre chilló y empezó a correr hacia él. Luego le disparó en la cabeza, reventando el cráneo y expulsando el cerebro que salió despedido hasta un metro y medio hacia atrás, dejando un reguero blanco-rojizo en el suelo.

¡Crack!

Mientras el espectro caía hacia atrás, privado ya del hálito de la vida, Reza sintió que una increíble ola de calor ascendía desde su estómago hasta la cabeza. Estaba totalmente encendido, eufórico... el peligro había sido
real,
la cacería había sido
real,
y si no hubiera tenido puntería, habría ingresado en las filas de los
verdammt
muertos vivientes por la vía más rápida. Era además un enemigo con forma humanoide, joder, era casi como disparar a un
hombre...
no había nada comparado con disparar a un hombre. Cuántas veces había soñado con hacerlo ni podía calcularse, pero siempre tuvo miedo de las consecuencias. No tenía dilemas morales, pero no quería pudrirse en prisión por algún error ocultando evidencias. Y ahora, había centenares, miles, millones de esas cosas recorriendo las calles.

Aquella noche, el club de caza se reunió en la exuberante mansión de uno de ellos. Tras las grandes vidrieras, la humanidad lidiaba una decisiva batalla por la supervivencia, pero el grupo de caza, arrullados por un buen fuego en el hogar, celebraba con whisky y trazaba planes inmediatos. Ojeaban con exquisito deleite sus conocidos catálogos de armas y material de supervivencia, desde rifles ametralladores de gran calibre hasta los enseres más diversos. Hablaban entusiasmados, tomaban nota en sus agendas electrónicas de la lista de equipo que conseguirían y por fin se entregaron a teorizar hasta el amanecer sobre la fascinante manera en la que los muertos habían vuelto a la vida.

* * *

Las cinco y diez minutos.

Volvió a repasar todo de nuevo. Las gafas de visión nocturna, las dos pistolas del 38 que llevaba para emergencias en unos bolsillos laterales del pantalón. El rifle. El reloj. Mientras consumía el tiempo intentando concentrarse en esa tarea, el viento arrancaba sonidos quejumbrosos de las ramas de las palmeras y traía el susurro de los muertos desde lugares indeterminados de los alrededores.

Y por fin, la señal.

La bengala se alzó a buena velocidad hacia el cielo, iridiscente y humeante. Poco a poco perdió fuerza y acabó cayendo como ingrávida, envuelta en una luz parpadeante.

Pero mucho antes de que empezase a perder intensidad, Reza se activó como si fuese un autómata. Empezó a correr hacia el edificio a buena velocidad, siempre buscando el refugio de los pocos vehículos aparcados. Pero no se dirigió hacia el portal, sino que corrió hacia una de las ventanas del primer piso y apuntando con su rifle desde la cadera disparó una única bala.

El disparo, gracias al silenciador y las balas subsónicas, apenas produjo un sonido decepcionante, como el de una lata de Coca-cola al abrirse. El cristal sin embargo, se hizo añicos y cayó al suelo con gran estrépito. Reza se acercó al hueco de la ventana, saltó sobre los dos pies y accedió al recinto dando una estudiada voltereta sobre sí mismo. Todavía había cristales cayendo contra el suelo cuando Reza ya había recuperado la estabilidad y se encontraba apoyado sobre una rodilla cubriendo todos los ángulos con su rifle.

Hizo bajar las gafas con el amplificador de visión y todo se volvió de un color verde fluorescente. Las paredes, la profundidad del pasillo que se abría ante él, cobraron una tridimensionalidad un tanto irreal, como imágenes de
render
procesadas por un ordenador. El único sonido que le llegaba era el de su propia respiración, no muy alterada, y el del viento que correteaba por los pasillos y habitaciones del edificio.

Pero no había mucho tiempo que perder. Se puso en marcha hacia el pasillo, cubriendo cada nuevo acceso a una nueva sala con rapidez, descartando las habitaciones vacías. Todos los muebles estaban en su sitio y no había porquería ni restos de lucha por ningún lado, así que imaginó que la casa no había sido invadida. Aún así, confiarse era un tren de alta velocidad al otro barrio y avanzó siguiendo todos los protocolos de cautela. La puerta al pasillo aún estaba intacta, pero cuando se asomó fuera vio dos espectros entre él y la escalera que llevaba arriba. Movían la cabeza de un lado a otro, como si buscaran en el aire. Imaginó que habían estado allí mismo durante más tiempo del que se atrevería a decir, y que el sonido de los cristales los había despertado un poco. Siempre era lo mismo.

Reza invirtió dos balas más en terminar con ellos. Disparos limpios, silenciosos, precisos, directos a la cabeza, el colofón de muchos años de experiencia tras el gatillo. Las cabezas se sacudieron como golpeadas por un martillo invisible y ambos cuerpos cayeron inertes al suelo.

Corrió ligeramente acuclillado hacia la escalera y al llegar arriba disparó sin detenerse usando la mirilla del arma. Con las gafas de visión nocturna era imposible saber si los cuerpos a los que disparaba eran de seres humanos o
zombis,
pero aparte del hecho evidente de que unos supervivientes no estarían plantados en el rellano como flácidas marionetas, le importaba muy poco si eran vivos o no muertos. Estaban en medio, entre él y el pañuelo rojo, y debía apartarlos de la forma más expeditiva posible.

En su cabeza, en un segundo plano, un cronómetro marcaba cada segundo con un sonoro tic-tac. Un minuto veinte. Un minuto veintiuno.

Continuaba subiendo y derribando espectros con implacable precisión. El sonido del silenciador llenaba el aire. No jadeaba, y nunca fallaba un tiro. En el cuarto piso un espectro casi le sorprendió tirándose por el borde de la barandilla hasta donde él estaba, pero Reza se lanzó hacia delante haciendo una elegante finta y lo derribó con un giro rápido. Era un
lobo
, no había ningún riesgo en lo que hacía.

Cuando llegó al tejado habían pasado apenas cinco minutos. Allí, recorrió la distancia que le separaba del pañuelo y no perdió tiempo siquiera en desatarlo; lo arrancó de un fuerte tirón. Por último, hurgó en su cinturón y extrajo un cilindro de color naranja. Era una bengala, que encendió y levantó en el aire con la mano derecha. Su pose era la de un campeón olímpico. El silenciador del AK74, negro y alargado, humeaba ligeramente al contraste con el frío.

* * *

Desde la carretera lejana, Bluma y Dustin vieron encenderse la bengala; despedía destellos escarlata en contraste con las nubes negras de fondo. Bluma detuvo el cronómetro.

—Cuatro minutos, cuarenta y ocho segundos —dijo con su voz grave. Hablaba alemán, su lengua materna, pero en su boca sonaba como ladridos de un perro encolerizado.

—Qué hijo de puta.

—Sí que lo es —dijo con un brillo en los ojos.

—¿Cuánto tengo que sacar para superarle? —preguntó Dustin.

Bluma suspiró brevemente y sacó una pequeña cuartilla de papel.

—Veamos, teniendo en cuenta tu pifia en el hotel la semana pasada, tendrás que hacerlo en... —movió los dedos como si llevara una cuenta en la cabeza— un minuto quince, más o menos. —Sonreía como un demonio tras firmar un contrato por el alma de algún infeliz.

—Cabronazo.

—Significa que estás fuera —dijo echándose a reír. Era la suya una risa socarrona y grave que distaba mucho de ser agradable.

—¿Y los demás?

Miró la lista de nuevo.

—Vaya. Esto es interesante.

—¿Qué pasa?

—Entre Reza y yo hay un empate.

Dustin dedicó unos segundos a pensar, y por fin le dedicó una sonrisa enigmática.

—Creo que tendremos un gran placer en idear algún fantástico y definitivo juego a la altura de vuestras... habilidades.

La sonrisa de Bluma se congeló un instante, pero luego sus cejas volvieron a combarse hacia abajo, como hacía siempre que sonreía.

—¡Ja!—espetó.

5. El Álamo

En las pistas de atletismo, los ejercicios de mantenimiento diario habían terminado prácticamente y la hora de comer se acercaba con rapidez. El rumor que habían traído los que se encargaban aquella mañana de la limpieza del porche era que, en las cocinas, se preparaba pasta con atún y tomate, uno de los platos favoritos de Dozer.

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