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Authors: Lester del Rey

Tags: #Ciencia Ficción

Nervios (8 page)

Tras esto, se dirigió al lavabo, se metió bajo el agua caliente y empezó a restregarse con vigor con el jabón desinfectante.

¡Maldito Jenkins! El tipo se estaba preparando ya para intervenciones quirúrgicas antes incluso de que hubiera razón alguna para sospechar que se tuviera que utilizar el quirófano, y además lo disponía todo a su propia comodidad, como si estuviera dotado de un conocimiento superior. Quizá fuera así. O tal vez estaba simplemente medio loco a causa de los viejos temores ante cualquier cosa relacionada con las reacciones atómicas, pero éste no parecía ser el caso. Cuando entró Jenkins, el doctor se enjuagó, abrió el chorro de aire caliente, se secó los brazos y topó con una barra de la que colgaban unos guantes de goma sostenidos de unas pequeñas pinzas.

—Jenkins, ¿me puede explicar qué es todo ese asunto de los isótopos R? He oído algo sobre ello, probablemente a Hokusai, pero no logro recordar nada con claridad.

—Naturalmente: resulta que no hay nada claro. Ése es el problema.

El joven médico se limpió las uñas antes de levantar la cabeza. Entonces vio al doctor Ferrel colocándose su mono de cirujano, que había surgido de un colgador, y esperó a que terminara de vestirse.

—El isótopo R es uno de los grandes interrogantes de la ciencia atómica. Es algo puramente teórico y todavía no se dispone de ningún dato fidedigno. O es imposible su existencia o no se puede experimentar en zonas reducidas que den una seguridad absoluta. Esa es la dificultad, como digo; nadie sabe nada respecto a su comportamiento excepto que, si es que existe, puede degradarse en un tiempo realmente breve hasta convertirse en el isótopo de Mahler. De éste sí habrá oído hablar, ¿verdad?

Así era. El doctor había oído aquel nombre en un par de ocasiones. La primera, cuando Mahler y la mitad de su laboratorio habían desaparecido acompañados de un tremendo estrépito; Mahler estaba experimentando con una cantidad comparativamente ridícula de un nuevo producto ideado para actuar como fulminante para otras reacciones. Su ayudante, Maicewicz, desarrolló el experimento con unas cantidades aún menores y en aquella ocasión sólo se habían convertido en polvo dos salas y tres hombres. Cinco o seis años después, la teoría atómica alcanzó un grado de desarrollo tal que cualquier estudiante podía descubrir por qué aquel producto aparentemente seguro había decidido convertirse en helio puro y energía en aproximadamente una billonésima de segundo.

—¿Y cómo está el asunto ahora?

—Hay media docena de teorías, pero no datos auténticos. Mire, hay dos áreas de las matemáticas que no podemos averiguar por qué dan los resultados que tenemos. Una de ellas está en el punto de la escala donde el átomo deja de ser cada vez más inestable para empezar a hacerse nuevamente estable en forma de isótopos superpesados. Y ahí es donde se encuentra el isótopo de Mahler. Por suerte, al construirse los convertidores, se ha logrado una zona en blanco: el átomo se va haciendo más y más pesado, paso a paso, hasta llegar a cierto nivel; entonces recibe un puñado de neutrones de una sola vez y se convierte en superpesado. Nadie sabe exactamente el porqué. En el otro extremo de la escala se encuentran el I-713 y el isótopo R, en donde nos empezamos a acercar al peso atómico máximo que se puede alcanzar. Más allá, los núcleos atómicos son tan complicados que de hecho pueden determinar todo tipo de reacciones imposibles en los átomos normales. Según parece, al menos en algunas teorías, hay una posibilidad de que se descompongan en isótopos de Mahler. Por lo menos los experimentos de Mahler apuntaban en esa dirección.

Jenkins terminó su conferencia y se encogió de hombros. Acababan de salir del lavabo y sólo les faltaban las mascarillas para estar totalmente dispuestos. Jenkins apretó con el codo el interruptor que ponía en marcha los rayos ultravioleta que teóricamente esterizaban el quirófano, y luego se volvió con una mirada interrogante.

—¿Qué hacemos con las ondas supersónicas?

Ferrel las puso en marcha y se estremeció cuando un zumbido subarmónico que calaba hasta los huesos indicó que se había puesto en marcha. Los técnicos habían revisado el aparato de ultrasonidos dos veces por lo menos, pero el zumbido seguía estando ahí. A pesar de todo, no se podía quejar del equipo de que disponía. Desde el último accidente de importancia, cuando el congreso del Estado había desarrollado nuevas ideas de protección, se habían adquirido aparatos suficientes para llenar siete pequeños hospitales. Se pretendía que los ultrasonidos penetraban en todos los cuerpos sólidos de la sala, esterilizando todo aquello que no limpiara la luz ultravioleta. Un silbido del generador le recordó que había habido algo atacando su subconsciente durante varios minutos.

—¡En todo el rato no ha sonado la sirena de emergencia, Jenkins! Me resulta difícil creer que hayan pasado por alto una cosa así si el accidente ha sido tan grave.

Jenkins gruñó con escepticismo y elocuencia.

—Palmer estaría loco si anunciara con las sirenas que se ha registrado un nuevo accidente con todos los tipos esos tratando de conseguir del Congreso que se deporten todas las plantas atómicas a pleno desierto de Mojave.

Otra vez la ambulancia.

Jones, el celador, la había oído y llevaba ya una camilla lista para cambiarla por la que estuviera ocupada en el vehículo que se acercaba. La dejó junto a la entrada de atrás.

Medio minuto después, Beel entró arrastrando la parte desmontable del vehículo.

—Dos —anunció—. Vendrán más tan pronto como puedan traerlos.

Sobre la sábana había una gran mancha de sangre, y una inspección más detenida indicó que procedía de una vena yugular seccionada, que se mantenía en su lugar mediante un pequeño alfiler de seguridad que unía ambos vértices de la herida con una serie de pequeñas punzadas a cuyo alrededor la sangre se había coagulado lo suficiente como para detener la hemorragia y evitar una pérdida mayor de sangre.

El doctor desconectó el aparato de ultrasonidos con un ligero respiro e indicó la garganta del hombre.

—¿Por qué no me han dicho que fuese allí en lugar de traerlo a él aquí?

—Diablos, doctor. Palmer dijo que los trajera y yo los he traído. No sé nada. Supongo que alguien se ocupó de hacerle este remiendo a su compañero y creyeron que con esto aguantaría. ¿Va algo mal?

Ferrel hizo una mueca.

—Cuando se trata de una yugular seccionado, cualquier cosa que pare la hemorragia, ortodoxa o no, vale perfectamente. ¿Cuántos más hay? ¿Qué es lo que va mal ahí afuera?

—Dios sabe, doctor. Yo sólo los traigo hasta aquí. No hago preguntas. ¡Hasta ahora!

Colocó la camilla preparada en el vehículo y salió raudo en el pequeño tractor que arrastraba las camillas. Ferrel volvió a desviar su atención adonde más necesaria era y se fijó en el primer caso, mientras la enfermera Dodd se ajustaba la mascarilla. Jones acababa de desnudar a ambos hombres, los limpió precipitadamente y los condujo en las mesas de operaciones al quirófano.

—¡Plasma!

Un rápido examen permitió al doctor percatarse de que no había ninguna herida más en el sujeto de la yugular seccionada, y se limitó a introducirle rápidamente un catéter.

Según parecía, el sujeto sólo estaba inconsciente debido al shock causado por la pérdida de sangre, y, a medida que el líquido fue rellenando los vasos sanguíneos que habían quedado deprimidos, la respiración y el movimiento cardíaco fueron recuperando su ritmo normal. Trató la herida con un antibiótico en una acción rutinaria, limpió y esterilizó los vértices de la herida con delicadeza, aplicó los puntos con cuidado, extrajo el alfiler y empezó a suturar con la complicada aguja eléctrica, uno de los pocos aparatos por el que sentía verdadero aprecio.

—Guarde el alfiler, Dodd. Para la colección. Ya he terminado con éste. ¿Cómo va el otro, Jenkins?

Jenkins señaló la nuca del sujeto, indicando un pequeño objeto azulado que sobresalía de la misma.

—Un fragmento de acero, directo a la médula oblongata. No hay pérdida de sangre, pero murió en el mismo instante en que fue alcanzado. ¿Quiere que lo saque de aquí?

—No es necesario. Ya lo hará el forense si quiere… Si éstos son sólo unos ejemplos, sospecho que se trata de un simple accidente industrial, en lugar de algo relacionado con la radiación.

—También habrá de eso, doctor —dijo el primer hombre, que estaba en apariencia consciente y normal, excepto por su extrema palidez—. Nosotros no estábamos en el convertidor. ¡Vaya, si estoy bien! Creí…

Ferrel sonrió al ver la sorpresa que reflejaba la cara del hombre.

—¿Pensaba que estaba muerto, eh? Bueno, pues está usted perfectamente, pero tómeselo con calma. Tiéndase y deje que la enfermera le dé algo para dormir, y cuando despierte ni sabrá lo que le pasó.

—¡Dios mío! Salían cosas despedidas por los tubos de toma de aire como si fueran disparos de ametralladora. Creí que era sólo un rasguño, y entonces vi a Jake que balbuceaba como un chiquillo y gritaba que le dieran un alfiler. Todo estaba cubierto de sangre… Y aquí estoy, como nuevo.

—Vamos… —Dodd se lo llevaba ya hacia la sala de espera, con su adusta cara arrugada en una expresión casi burlona tras la mascarilla—. El doctor ha dicho a dormir, ¿verdad?

Pues vamos…

En cuanto Dodd desapareció, Jenkins tomó asiento y se llevó las manos al gorro; en las partes de su rostro no ocultas por completo por la mascarilla y los anteojos se veían gotas de sudor.

—Cosas despedidas por los tubos de toma de aire como disparos de ametralladora —repitió lentamente—. Doctor Ferrel, estos dos casos estaban fuera del convertidor. Son accidentes casuales. Dentro…

—Sí. —Ferrel se estaba haciendo su propia idea de lo sucedido, y no era tampoco muy agradable. Fuera, materiales despedidos por los conductos del aire; dentro… —Dejó el pensamiento sin acabar. —Voy a llamar a Blake. Probablemente vamos a necesitarle.

5

Mal Jorgenson maldecía mientras iba y venía enfundado bajo el peso aplastante del enorme traje Tomlin. El volumen de su gran cantidad de escudos y el absurdo y complicado sistema interior de respiración hubieran acabado con un hombre de talla inferior en cuestión de minutos, y por eso le habían utilizado como conejillo de indias para probarlo. Para empeorar más las cosas, estaba su estatura. Volvió a maldecir y mentó a la raza de pigmeos que lo había parido, cuyas mentes canijas todavía eran más pequeñas que aquellas tonterías que llamaban cuerpos.

El interior del convertidor era todo confusión. De los laterales cilíndricos hasta el centro de la cúpula, a cinco pisos del suelo, estaba todo repleto de equipo que se había llevado allí apresuradamente y se había dispuesto de un modo provisional también por las prisas en comenzar el proyecto.

Se introdujo con dificultad en la cabina de prueba superior del número Tres y trató de introducir sus hombros lo suficiente como para acomodarse en su posición. No había dispuesto de tiempo para instalar el adecuado banco de instrumentos de prueba. Para ello se hubieran requerido semanas ¡y esperaban que él lo hiciera en una sola noche!

Finalmente recurrió a la matemática pura y encontró el modo de colocarse en una posición desde la cual llevar a cabo la prueba. Los resultados coincidieron con los que tenía, por supuesto. Tal vez aún hubiera alguna posibilidad de salir con bien de aquello, en el caso de que Palmer acabara de desprender de su cabeza las dudas que se advertían en su rostro. ¡Había unas cuantas cosas que Jorgenson se reservaba para él!

Se cogió la hombrera, que se le caía hacia atrás, y maldijo repetidamente sin preocuparse de cerrar el comunicador del traje. Maldita sea, Palmer no tenía razón al insistir en que todos los empleados llevaran traje. Sólo complicaba más las cosas y mostraba a los hombres que el gerente no confiaba en ellos. Sin embargo, este trabajo era muy especial y se hacía en las peores condiciones de todo tipo. ¡Debería hacer algunas concesiones!

Bajó de su puesto con su disgusto y su malhumor encima. Tenía razón al sentirse disgustado en un mundo en el que nada le iba bien, donde el viajar era una experiencia penosa, y donde hasta las ropas que llevaba tenían que hacerse a medida y a un precio que le recortaba totalmente los ingresos y le dejaba sin esperanzas para el futuro. Y las mujeres…

Estuvo a punto de escupir, pero recordó a tiempo el visor que le cubría la cara.

Briggs se encontraba con un grupo de hombres junto a la cámara de seguridad situada al sur del convertidor. La gran mole del convertidor estaba construida en el interior de un edificio, aún mayor, de grueso cemento. Las cámaras estaban dispuestas en las paredes externas y se utilizaban en caso de accidente. Nunca se habían tenido que utilizar para salas de reunión, pero todos los estúpidos se habían reunido junto a ella, como si no tuvieran fe en él.

—Briggs, llévate a todos esos enanos tuyos a que trabajen —ordenó—. No los quiero volver a ver paseando por aquí. Maldita sea, esto es nuevo. Si tengo que hacer nuevos ajustes o si esos indicadores empiezan a dispararse, quiero ver a los hombres donde se puedan mover. Ya has trabajado conmigo antes. Ya sabes lo que quiero.

—Lo que quieres es encontrarte cualquier noche con un cuchillo en la tripa —respondió Briggs con voz tranquila y fría—. Tú maneja bien este proceso y déjame a mí a los hombres. Palmer me dijo que los retuviera cuanto pudiera.

Jorgenson no podía hacer nada respecto a esto. Si pegaba a aquel estúpido por su insolencia, todo el grupo de pigmeos le abandonaría para quedarse con el inferior.

Anteriormente ya había tenido dificultades, aunque nunca tan acusadas. Si Palmer le respaldara… Pero el gerente no iba a hacerlo. Hasta Kellar había resultado un tipo malísimo para el trabajo, siempre débil ante los hombres.

Comprobó la lectura de los imanes gigantes y del láser que controlaba la inyección de los neutrones. ¡Maldito fuera aquel condenado Jenkins! El joven doctor tenía que estar equivocado con sus innecesarios temores. A pesar de ello, Jorgenson se descubrió manteniendo al mínimo la inyección, con lo que amenazaba con una pérdida de eficacia en la conversión. Tenía que… Se encogió de hombros y dejó que las cosas siguieran como estaban. Al menos el encargado de los controles estaba en su puesto. Sería mejor no variar sus órdenes. Jorgenson echó una última mirada al convertidor y movió la cabeza con desaliento.

Se alejó a grandes pasos, cruzó la puerta enorme, lenta y pesada del edificio exterior y se dirigió hacia el número Cuatro. La comprobación se retrasaba como resultado del tiempo perdido en el traslado de algunos instrumentos que no cabían en ningún lugar. Un buen lector de instrumentos le hubiera sido de gran ayuda, pero no había encontrado nunca uno en el que poder confiar. Se detuvo echando chispas mientras los motores del segundo convertidor abrían la puerta lo suficiente para que pudiera entrar.

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