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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Nubosidad Variable (35 page)

—Perdone —dijo—. ¿La he asustado?

—Pues sí, un poco, la verdad —admití, al tiempo que le miraba fijamente, para convencerme de que no lo estaba viendo imaginariamente como a mis perseguidores.

Por unos instantes, el agobio de sentirme descubierta por ellos desaguó en otro. Ahora tendría que darle explicaciones a I. R. acerca de la carta color garbanzo. ¿Por qué motivo más que por ése podía estarse dirigiendo a mí? Pero enseguida me acordé de que no se la había escrito todavía.

—Lo siento —dijo—. Simplemente quería preguntarle si necesita que la acompañe a algún sitio. Lo haría con mucho gusto. Yo voy en dirección a Cádiz.

Hablaba atropelladamente, con una voz gangosa y sin matices. No me apetecía nada darle carrete.

—Gracias. Pero yo no llevo dirección fija. Y además me gusta andar.

—No la habré molestado, ¿verdad?

—No, no, en absoluto.

—Pues buenos días. Y que disfrute de su paseo.

—Lo mismo digo. Adiós.

Arrancó el coche y me quedé unos instantes parada, mirándolo alejarse. Sonreí. El contraste de una mirada ajena y aprobatoria sobre mi aspecto estaba conseguido. Ahora sólo hacía falta que me pasara algo más excitante que un ligue de carretera con un señor tan recortadito. Mejor seguir dejándolo relegado al taller donde acumulo retales de material literario. Bastaba oírlo hablar para descartarlo como protagonista real de una aventura romántica. De todas maneras es una escena que puede aprovecharse para la novela, aunque cambiando el diálogo. Y también, claro, el tono de la voz y la intención de la mirada. Porque, en la novela, D. R. ya ha recibido la carta de Marta Lucena.

Antes de reemprender camino, comprobé que llevaba mi cuaderno de notas en el bolso. Pero no; mejor buscar en alguna papelería una caja de papel bueno con sobres a juego. Se me había encendido una lucecita. De pronto me apetecía muchísimo la idea de sentarme en algún café de la parte vieja de Cádiz, ponerme a escribir una carta para D. R. y mandársela de verdad. Me acordé de uno grande con espejos que hay en el callejón del Tinte, donde a veces me citaba con Manolo. Estaría solitario a aquellas horas. Podía ser una mañana muy placentera. En el terreno literario, tenía asegurada la aventura. Menos da una piedra. Apreté el paso canturreando.

Cuando llegué al pueblo, estaba a punto de salir un autobús para Cádiz. Lo cogí. Pero antes compré algo de prensa para leer durante el viaje. A la altura de San Fernando, de las páginas del diario local me saltó a los ojos una noticia que me dejó sin aliento. Manuel Reina está exponiendo cuadros suyos en una galería de arte gaditana. La sorpresa es una liebre, Sofía, y el que sale de caza nunca la verá dormir en el erial. Ahora sí que viene a cuento el retorno de esta frase, por las coincidencias de situación con la primera vez que te la dije, después de tantos años. A la liebre, no cabe duda, le gusta aparecérseme en exposiciones de pintura, tras una neurosis de ropas que acaba provocando la elección del traje sastre de gabardina con pañuelo estampado al cuello y nada por debajo. Venía la foto del artista, apoyado en la pared junto a uno de sus óleos. Para qué te cuento cómo está el artista, con camisa blanca abierta y cazadora de piel, un poco despeinado, sonriendo al desgaire. El cuadro, en cambio, me olió a engañifa. Claro que en blanco y negro no se puede juzgar, y menos impreso en mal papel. Pero, con todo, se puede apreciar que ha cambiado de técnica y se ha apuntado a los borrones. Antes pintaba unas acuarelas muy poéticas, llenas de luz, con motivos marineros. Tampoco parecen corresponderse con la manera de hablar suya que yo recuerdo las declaraciones que hace en una entrevista concedida al periódico. Habla de lo telúrico, de ámbitos esenciales, de descontextualización. ¡Con lo que él se reía de esa jerga!

Pero bueno, está en Cádiz. Y a juzgar por las fechas de la exposición, lo estaba ya hace unos días, cuando le puse un telegrama sin firma a Nueva York y anduve persiguiendo su recuerdo por calles y lugares donde muy fácilmente podría haberme topado con él. Pero no, prefiero llegar sobre aviso, porque este encuentro puede tener sus escollos. No conviene descartar la probabilidad de que haya venido con la galerista americana, ni olvidar que seguramente ha sido ella quien le ha regalado esa cazadora tan moderna que lleva puesta en la foto. Y él se sonreiría complacido al probársela. Los veo reflejados en un espejo de su apartamento neoyorquino, ella detrás, rodeándole la cintura con ojos enamorados. Y él se vuelve para besarla: «
Thank you, honey
.» Porque, claro, hablarán en inglés, y ella… Pero bueno, en ella no pienses. Ella no entra en tu alegría de esta mañana ni tiene derecho a enturbiarla. Tú, la galerista nada, como si no existiera. Elimínala. Manuel no te ha podido olvidar. Hay que proyectar las cosas bien. Tienes que lograr verlo a solas.

Cuando bajé del autobús, me sentía renacida, imantada. De pronto, una luz vivísima rasgaba las brumas de la fantasía, dejaba sin sustancia todos los caldos de cerebro. Las imágenes de Josefina, Silvia y el cliente de la 204 se batían en retirada como dragones heridos. Por fin iba a pasarme algo de verdad, el corazón me latía de verdad, veía de verdad los barcos anclados en la bahía, los ojos calculaban las distancias, el cuerpo resucitaba, ¡qué alegría de vivir! No podía predecir cómo iban a desarrollarse las cosas, pero me veía guapa con mi traje sastre de gabardina, y nada me apetecía tanto como enfrentarme a la aventura de tener delante en carne y hueso a ese hombre que por las noches me dice desde el magnetófono: «Ven, te necesito.»

Sin embargo, una vez leída con más atención y parsimonia la entrevista del periódico en el primer bar donde me metí a recapacitar y a tomar una copa (que fueron varios), la temperatura de mi entusiasmo descendió unos cuantos grados. Era evidente que le acompañaba ella. La mencionaba como «mi manager» pero unas líneas más abajo el adjetivo «experta» dejaba fuera de toda duda que se trataba de una mujer: ELLA. Le había instado a cambiar de estilo, le había insuflado rigor y constancia, había tenido fe en su talento y le había introducido en el mercado neoyorquino, donde su nombre se empezaba a considerar. El éxito de su reciente exposición en una galería de Lexington Avenue lo confirmaba. Y mientras le enseñaba al entrevistador recortes de algunas críticas, comentaba: «Ya ves, Jesús, nadie es profeta en su tierra. Hay que salir al extranjero para que te reconozcan.»

—Sí, y para que no te reconozcamos nosotros cuando vuelves —salté yo, sin darme cuenta de que había hablado en voz alta hasta que vi que un hombre solitario, sentado en la mesa de al lado, me miraba con ojos cómplices y guasones.

—Perdone, no va con usted —le aclaré.

—Ya me lo figuraba —dijo sonriendo—, usted tranquila, mujer. Cada día somos más los que hablamos solos. Aquí en Cádiz, legión. Usted no es de aquí, ¿verdad?

—No señor.

—Pero da igual, es cosa de los tiempos. Como yo digo, ¿de qué iban a vivir los psiquiatras, si no fuera por los que hablamos solos, verdad?

—Lleva usted mucha razón —murmuré entre dientes, antes de darle la espalda y volverme a enfrascar en la tarea de buscarle tres pies al gato escondido en las palabras de Manolo.

¿Se consideraba, entonces, tras aquella experiencia más «ciudadano del mundo» que gaditano? Bueno, no, la prueba es que su regreso a España estaba empezando por Cádiz, como homenaje obligado a la patria chica. Luego, dentro de un mes, esta misma exposición viajaría a Madrid y a Barcelona. «Si no vendo aquí todos los cuadros, claro» concluía. «¡Qué fuerte vienes, Manolo! —comentaba el entrevistador—. En moral y en precios. ¡Quién te ha visto y quién te ve!.» «El arte lo he llevado siempre dentro —contestaba él—. Pero admito que lanzarse al mundo le hace a uno cambiar. Se aprenden muchas cosas, ¿sabes?.» «¿Por ejemplo?.» «Pues por ejemplo que si no pisas fuerte, te pisan a ti»

A las dos y pico, tras intervalos cada vez más fugaces de reanimación, la moral me fallaba casi por completo y mi deambular por la ciudad se había convertido en una especie de penosa huida sin designio. Miraba a lo lejos cautelosa y suspicaz cada vez que enfilaba una calle nueva o entraba en una librería o en un café. Ni que decir tiene que me había vuelto a aflorar la neurosis de las ropas y me compré dos o tres prendas que no necesitaba para nada. Por Puerta de Tierra, que es donde estaba la exposición, no me había atrevido a acercarme, y en el antiguo número de Manolo, que marqué sucesivamente desde una tienda y desde una cabina pública, no contestaba nadie. El deseo de verlo a solas aumentaba en razón inversa a mi seguridad y a mis capacidades de inventar un pretexto estimulante y gracioso para conseguirlo. Era un deseo cada vez más frenético, que me ofuscaba la mente y debilitaba mi voluntad de gobernarlo. «No puedo, no puedo —me decía—, no sé qué hacer. Y tengo que hacer algo.»

La llegada al café del callejón del Tinte, asilo imaginado para escribir una carta a Daniel Rueda, significó un alivio a mis tensiones. En primer lugar porque a aquellas horas —las de comer— estaba totalmente vacío, y luego porque su penumbra acogedora no sólo invitaba a la reflexión sino que me devolvía, como piedras preciosas, momentos de aquel verano distante que otras veces trato en vano de repescar.

Me había dirigido sin dudarlo a una mesa del fondo, la misma donde Manolo —sentado enfrente, sin dejar de mirarme en silencio mientras yo discurseaba— había puesto por primera vez su mano sobre la mía, posada encima del velador.

—¿No te parece? —pregunté.

—¿De qué? ¿Quieres otro fino? Porque yo sí.

Asentí. Se levantó y fue a que le sirvieran otras dos copas en la barra, donde se entretuvo un poco charlando con unos amigos. Estaba anocheciendo. Yo lo acababa de conocer en su exposición de acuarelas. Creía haberle deslumbrado con mi brillantez verbal; pero cuando volvió, lo único que me preguntaba es si volvería a poner su mano sobre la mía. Lo hizo. Yo no me sentía capaz de mirarle.

—Hablas mucho tú, preciosa. Y con las palabras lo lías todo, te impiden gozar —dijo.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo siempre noto lo que sobra, soy especialista en eso, ya sé que es un oficio que no da dinero, pero lo domino… A ti te han gustado mis barquitos veleros, ¿no? Pues vale. Ya me he enterado. Las palabras muchas veces sólo sirven para desconfiar de lo mismo que se está diciendo, para perderse en ellas…

—¿Tú crees?

—Yo lo que creo es que debías mirarme un poquito y no pensar tanto. Me gusta mucho que me mires.

Lo hice, y la presión de sus dedos se intensificó.

—Gracias —dijo—. ¿Probamos a aguantar un rato sin decir nada, a ver qué pasa?

Y de pronto, la vida se había remansado en el trecho que mediaba entre sus ojos y los míos, había empezado a fluir transparente y mansa, como las aguas de un río al que te puedes abandonar sin miedo.

Procuré hacer memoria. Manolo había dicho aquella tarde que sólo pintaba cuando tenía ganas, que la vida y el arte eran para él una aventura, y que su única ambición era la de ser feliz. Mi perorata ampulosa, que él truncó con aquella ración inolvidable de mirada, versaba sobre las excelencias del trabajo riguroso y sobre la posibilidad de convertir también la exigencia en aventura, de hacer coexistir la convicción con el sentimiento y depurar esa mezcla, en el alambique de la técnica. «Jesús, qué raro!» sonrió él.

¿Por qué me molestaba, pues, ahora que hubiera triunfado como pintor y estuviera satisfecho de ello? Su cambio de estilo no era razón suficiente, porque además no podía pronunciarme sobre unos cuadros que no había visto y que —tenía que reconocerlo— no me producían la menor curiosidad. La raíz de mi molestia estaba en la resistencia a aceptar que la galerista neoyorquina, a quien hasta entonces me había empeñado en considerar como personaje accesorio, hubiera influido sobre él tanto como parecía.

De todas maneras, yo no podía dar fe de esos cambios hasta que no le viera la cara. Necesitaba verlo como nada en este mundo, leer en sus ojos si me había olvidado. No, no podía ser. Decía que yo le gustaba por mi libertad, por mi capacidad de salir siempre por registros inesperados. Tenía que jugar esa carta, saber, a costa de lo que fuera, si me seguía considerando un antídoto contra la monotonía. Presentí que en aquel mismo momento estaba sintiendo mi ausencia, como yo la suya. Bien es verdad que apenas había comido y, en cambio, había bebido bastante, pero ese presentimiento interno y repentino me hizo revivir. Nada de reproches, simplemente reanudar, «decíamos ayer»…, aire intrascendente y deportivo. Como a él le gustaba.

Saqué una caja de papel de cartas color garbanzo, que había comprado en una librería, con sus sobres correspondientes. No traía la estatua de la Libertad en la tapa como la que estrené para escribirte a ti, Sofía, la única carta que te he mandado a principios de este mayo turbulento. Traía —que tampoco está mal— un barco velero. Apoyé un pliego en el mármol del velador y me puse a escribir:

Querido Manolo, estoy en el café del callejón del Tinte, donde me dijiste por primera vez que no te echara discursos. No quiero ir a ver tu exposición, porque me parece que tiras peligrosamente hacia los chafarrinones, y porque en Yanquilandia te han contagiado un tono muy pedante de hablar. Quiero saber si sólo lo usas para contestar a los entrevistadores o hay que bajarte los humos, como tú me los bajaste a mí. En una palabra, quiero verte, lo necesito. Sin discursos. Simplemente para que nos miremos un ratito a los ojos, a ver qué pasa. En principio, con una hora bastaría. ¿Te hace?

Consulta tu agenda. Te daré un pequeño plazo. Te espero pasado mañana por la tarde a partir de las seis en el chiringuito de aquella playa larga donde vimos atardecer un día de duración eterna. Rafa, el camarero, me ha dado recuerdos para ti, y opina que poco vas a parar en América. Cree que somos novios. Yo ahora me albergo en el hotel de cuatro estrellas que se ve desde allí y que tú me recomendaste, uno donde, por las noches, hay pianista.
By the way
, tenemos pendiente un baile agarrado. Podría bailar con un tal Daniel Rueda, pero no me apetece. Tiene maneras de ejecutivo. Espero que no las hayas cogido también tú. En la foto del periódico estás muy guapo. Necesito oírte y verte.

Te espero pasado mañana en el chiringuito. Como tú dirías, es una orden. Un beso,

Mariana

Metí la carta en su sobre y lo cerré sin releerla. Tal vez las alusiones a Nueva York sobraban, podían sonar algo a reproche. Pero, a pesar de que había recuperado parcialmente la euforia, tenía miedo de volverme a arrugar. Me acordé de tus reglas de oro: «No tachar nunca nada.» No convenía andar dudando.

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