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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Nubosidad Variable (50 page)

—Me he pasado por un VIPs —dice—, porque lo que no estará como en tiempos de la yaya es la nevera. No me hace falta ni abrirla. Y he traído también comida para el gato, porque ellos mucho Pussy para arriba y Pussy para abajo, pero si no fuera por mí, estaría a dieta el animalito. ¿Pero qué te pasa? ¿Te has quedado muda?

—No, hija, es que no me caben en la cabeza tantas cosas a la vez. Como decías tú de pequeña la culpa es de los cachitos, ¡todo son cachitos! ¿Te acuerdas?

Se echa a reír.

—¿Cómo quieres que no me acuerde? Lo decía en Suances, ¿verdad?

Miro el cuaderno negro, con mi caligrafía reciente.

—Sí, y también hace un momento. Estaba apuntando cosas de ese verano para coger el hilo de mi llegada aquí esta noche. Todo son cachitos, como ves, de una historia muy larga.

Ha sacado un poco de queso de uno de los envoltorios y se está preparando un emparedado. Abre una cerveza. Se sienta enfrente de mí.

—Pero vamos a ver, ¿a qué cachito de la historia te refieres concretamente? No te hagas la misteriosa. ¿En qué estás pensando, por ejemplo, ahora, en este momento? Sin más. No hagas trampas. Te doy quince segundos.

—En la yaya. En lo raro que me parece que la hayas nombrado nada más entrar por esa puerta, que hayas dicho «parece como si hubiera vuelto.» No es que quiera hacerme la misteriosa, ni la rara, ni nada. Pero es que…, de verdad, ha vuelto. La yaya esta noche ha vuelto, te lo juro, Encarna. No te rías.

Me mira muy seria, como yo en tiempos cuando ella me confesaba lo de los universos.

—¿En qué te basas para pensar que me voy a reír? Los muertos a veces vuelven al lugar donde vivieron, sobre todo cuando los dejas libres, cuando no los agobias, nos visitan en sueños. ¿Has soñado con ella?

—No, ha sido algo más fuerte todavía. Me he estado paseando por el pasillo como si fuera ella, me he desdoblado en ella, acabo de acordarme, ¡es que era ella!, miraba esta casa y no la conocía, y luego… no sé, más cosas, muchas cosas. No me había pasado nunca eso con mamá, se salía de mí como si yo la pariera, de verdad, alucinante. Y pensaba con sus frases y revivían sus recuerdos. Algunos se me han borrado, pero otros no. Por eso me he puesto a escribir, para que no se me olvidara lo que ha podido quedar, para rescatarlo.

—Bueno —dice Encarna—, siempre se escribe para lo mismo, un poco en plan «restos del naufragio» ¿no?

Hay un silencio. Bebe un sorbo de cerveza. Ahora me está mirando de otra manera, no es que se ría, pero pone un poco de cara de detective. A veces he pensado que se puede parecer algo a Mariana.

—¿Hace mucho rato que estás aquí? —pregunta.

—No sé, no me acuerdo casi, precisamente estaba escribiendo también para eso. Y sobre todo para ajustar las cuentas con el tiempo. Que a veces pasa la factura de una forma tan rara.

Mira hacia el cuaderno y por primera vez desde que ha entrado parece alterarse. Lo coge y busca en la primera página.

—Pero bueno, ¡este cuaderno es mío!, ¿de dónde lo has cogido? Espera… No, ¡no te fisgo…! ¿Lo ves? Aquí al principio tú misma puedes ver mi letra. Pero tenía escrito más. ¿Me has arrancado páginas?

—No, si yo no sabía que fuera tuyo. Me lo ha dado Raimundo, un amigo vuestro que está en el salón, ha sido él quien ha arrancado las hojas.

—Amigo mío no, amigo del chorvo, querrás decir. De verdad, oye, tengo unas ganas de tener un apartamento para mí sola. Pero es que lo de ese tío es el colmo, disponer ya hasta de mis propios cuadernos. Tiene su casa, ¿no?, y pasta para comprarse medio Muñagorri.

—No sabes cuánto lo siento —digo compungida, como si hubiera sido yo la causante del estropicio—. Los cachitos de todas maneras están en el salón. No creo que los haya tirado.

Estoy a punto de añadir… «Y se pueden pegar» como cuando rompía de niña algún objeto de valor y mi madre lo descubría; para ella todo eran objetos de valor. Pero levanto los ojos y su nieta, que en eso no ha salido para nada a ella, ya está sonriendo y haciendo un gesto muy suyo con la mano, como de borrar en un encerado una fórmula equivocada.

—Vale, no te preocupes, no te quiero amargar la noche, para una vez que vienes. Si además da igual, los tendré pasados a limpio en otro sitio. Venga, no pongas esa cara de niña asustada. Sólo quiero que conste que el cuaderno —añade, volviéndolo a dejar sobre la mesa— te lo regalo yo, nada de Raimundo. ¡Yo! Y además con una cita que no está nada mal. ¿La has leído?

Le digo que no y miro la primera página. «De todos los pozos se puede salir —leo— cuando se enciende la curiosidad por saber lo que estará pasando fuera mientras uno se hunde.» Levanto los ojos. Ahora se está haciendo un emparedado de jamón de York.

—Oye, ¡qué bonito! —le digo—. ¿De quién es?

—Mío, te lo regalo. Oye, por cierto, ¿a Raimundo lo conocías de antes?

—No, lo he conocido aquí esta noche. Y me ha parecido una persona que lo está pasando mal, pero muy inteligente. No sé, tal vez lo pasa mal de puro inteligente.

—Bueno, pasarlo mal todo el mundo lo pasa mal, mamá. A ver quién no lo tiene crudo hoy en día. Y la inteligencia de Raimundo nadie se la discute. Pero si lo suyo es fascinar, hacer de Pigmalión, porque es lo que le encanta, no nos engañemos, pues para eso tiene su propia casa, ¿no?, es lo único que digo, y que últimamente se ha vuelto un poco plasta, abusa, de verdad. Con el cuento de la lástima y del terror a quedarse solo, no nos lo despegamos de aquí ni con agua caliente. Y, claro, a Lorenzo le da pena. Es que hace unas semanas, ¿sabes?, tuvo un intento de suicidio.

—Sí. Ya lo sabía.

—¿Por los periódicos?

—No, hija, por los cachitos. Pero ése no hace al caso ahora, volvamos a lo de la yaya. ¿Qué me estabas diciendo?

Se queda cavilando unos instantes. Le vuelve la cara de detective.

—Ah, ya… No… te preguntaba que a qué hora llegaste y si había gente aquí y eso, por saber si te pasaron alguna calada de porrito.

—Sí, creo que sí. Es que no me acuerdo, me debió llevar Lorenzo al cuarto de costura porque me viera mareada. Y había bebido bastante también.

—Pues no me digas más. Eso de los desdoblamientos en otro, si no estás acostumbrada a fumar hash, es típico. A mí me ha pasado también alguna vez. Lo que da en cambio luego muy buen rollo es para escribir. Se combinan de miedo, por ejemplo, los dos planos del sueño y de su interpretación. De todas maneras, a ti no te hace falta fumar hash, te piras con diez de pipas, en cuanto alguien te da pie, ya te conocemos.

Y, de pronto, nos ponemos a hablar de problemas de elaboración literaria, de coincidencias, metáforas, principios y finales, con un entusiasmo propio de quien tiene sed atrasada de algo, quitándonos la palabra una a otra. Parece como si no hubiéramos hablado de otra cosa en la vida. Y aprovechando una pausa de las pocas que surgen se lo comento, y ella salta muy seria que, claro, ¿de qué me extraño?, ¿es que hemos hablado de otra cosa en la vida?, que me acuerde sin ir más lejos, para no complicar el argumento con adornos nuevos, del verano en Suances («citado más arriba» añade, señalando risueña el cuaderno negro), a ver si aquello no eran discusiones rigurosas sobre literatura.

—Yo estoy muy contenta —me dice de pronto—, porque me van a publicar un libro de cuentos.

—¿De verdad? Pero bueno, ¿y cómo no me lo habías dicho antes, por favor?

Se echa a reír a carcajadas. Manotea en el aire y se sacude cómicamente los hombros, como si estuviera espantando una bandada de mosquitos o intentara despegarse algo que se le ha adherido a la ropa.

—¡Tendrás cara de exigirme un antes y un después, mamá, con todo estos cachitos por el aire y por el suelo! Retales más bien, ¿no te parece?, hilos, botones, imperdibles y carretes vacíos, «trampantojos de costura» como diría la yaya, porque todo es coser. Te lo he dicho cuando ha venido a cuento. Aparte de que seguro no lo había sabido hasta esta noche.

Me cuenta que viene de cenar en casa de un editor joven a quien le ha entusiasmado su libro; la invitó para decírselo y también que se lo publica. Luego se pone a hablarme de ese editor, de cómo y dónde lo conoció y dice que es un encanto, que nunca ha conocido a un hombre tan encantador, y que no la invitaba sólo para lo del libro.

—Me ha emboscado, ¿sabes?, pero en buen plan. No es para nada de los de aquí te pillo aquí te mato. De ese tipo de tíos estoy harta. Como tú dices siempre «el acto es corto, y el entreacto es muy largo.»

Está tan guapa, tan animada, irradiando tanta luz que aquel cuento sombrío de su primera edad, cuya lectura motivó hace unas horas mi decisión de presentarme en el refu, se disipa inmediatamente como un murciélago a quien ponen en fuga las luces del amanecer. Después de ese «exilio sin retorno» o que parecía no tenerlo, hemos vuelto a encontrarnos aquí mi niña y yo. Seguro que los cuentos de ahora no son tan tristes. No traería esa cara.

—¡Qué gusto me da verte así! Me coronas de gloria, hija, como diría la yaya. Hace tiempo que no te veía tan guapa.

—No sé —dice—, es que vengo volando esta noche. Por eso, ni siquiera me ha extrañado encontrarte aquí, ni que a ella se le haya ocurrido bajar a hacer una visita de inspección por los pasillos, cualquier prodigio lo veo natural.

Le pregunto por el título de su libro y me dice que tenía varios, pero que, después de discutirlo con Nacho Egido, que así se llama su novio-editor, el que les ha parecido mejor es
Persistencia de la memoria
, y que han pensado que podría llevar en la portada una reproducción del cuadro de Dalí.

—El cuadro de Dalí, ese de los relojes pachuchos —aclara—. Tenemos un poster grande en el antiguo cuarto de costura. Lo trajo Lorenzo de Nueva York. Si has dormido allí, la habrás visto.

Me quedo pensativa.

—Lo he visto, sí… Persistencia de la memoria… Pero oye, perdona, estaba pensando antes…, porque he andado con un trasiego de objetos y muebles en la cabeza, que ni Gil Stauffer…, ¿qué sería de las fotos que tenía la yaya pinchadas en esa pared?

—¿Qué fotos?

—No sé, muchas. Pero concretamente una, me ha estado obsesionando el recuerdo de esa foto, sabe Dios dónde habrá ido a parar.

—¿Pero cuál? ¡Si no me dices cuál…!

—Tú no te acordarás a lo mejor. Una en que estaba la yaya, de joven, con un caballo.

La miro. Está sonriendo. Alcanza su bolso, que ha dejado en el suelo, hurga en él y con toda parsimonia, como quien prepara un golpe de efecto, saca de un monedero marroquí repujado la foto de mi madre. La pone encima de la mesa y ordena otras, entre las que la ha estado buscando.

—¿Esa decías?

—Sí, claro. ¿Y cómo la tienes tú?

—Porque siempre me gustó mucho. La cogí cuando murió ella. Además es una foto que tiene historia, ¿sabes?

—¿Qué historia?

—Una historia de amor. Pero es un secreto entre la yaya y yo, si no te importa. Yo con la yaya también tenía mis secretos.

Solamente al final, cuando ya las dos nos estamos cayendo de sueño, me pregunta que si he venido a quedarme aquí esta noche porque haya tenido algún disgusto.

Este último tramo de la conversación, y el más breve, tiene ya por escenario el antiguo cuarto de costura, adonde me ha acompañado para enseñarme la reproducción de Dalí, yo tumbada en la cama y ella sentada en la alfombra, ocultando ambas a duras penas los bostezos.

Le hablo con la mayor superficialidad posible de la pelirroja y de mi decisión de desaparecer de casa al menos por unos días. Sin embargo, al final se quiebra la voz.

—¡Pero qué unos días, mamá! Si lo que tienes que hacer es irte para siempre. Ya hace siglos que no pintas nada ahí, nada en absoluto. ¡Venga, por favor, no te pongas a llorar ahora! Pues sólo faltaba. Que se la coma con patatas a esa cursi. Olvídalos. Y a la tía Desi, igual. Pasa de ellos.

—Ya, pero ¿qué voy a hacer?

Me alarga un pañuelo.

—De momento, no llorar. ¿Estamos? Y luego lo que te apetezca, ¡sin más! Lo que te salga de las narices. Vamos a ver, ¿qué te apetece?, ¿dónde te gustaría estar en este momento? Te doy quince segundos.

—Dónde, no sé —digo, secándome los ojos—, pero con quién sí. Con una amiga mía, Mariana León…, ¿te acuerdas de Noc?

Percibo en su voz una ligera impaciencia.

—Sí, mamá, pero hasta mañana por lo menos no saques más cachitos, que me estoy cayendo de sueño. Vamos al grano. Esa Mariana León, ¿quién es?, ¿dónde está?

—Eso quisiera yo saber, hija. Se ha ido de viaje fuera. Pero no tengo ni idea de adonde.

—Bueno, pues ahora a dormir. Mañana lo averiguamos, te lo juro. Yo me disfrazo de policía y te acompaño a buscarla hasta por debajo de las piedras. Anda, bonita, duérmete, que estamos agotadas. Y por cierto —añade mientras se inclina a besarme—, te tengo que dar el nombre y la marca de una crema de jalea real reafirmante, creo que va genial. Es la que usa Raimundo. Tienes el cutis muy descuidado.

—Sí, he perdido mucho las ganas de arreglarme.

—Pues ésa es otra de las primeras cosas a las que tenemos que poner remedio. Un cachito muy principal. Pero ahora desenchufa la pila por favor. Mañana será otro día. Te apago, ¿vale?

—Sí, mi vida, adiós y gracias por todo —le digo, ya con la luz apagada, tratando de retenerla aún unos instantes entre mis brazos—. Pero dime sólo una cosa, la última, te acuerdas de Noc, ¿verdad?

—Claro. Esta aquí con nosotras ahora —me dice en un susurro—. No lo espantes. Ya sabes que le gusta entrar a oscuras.

* * *

Me despertó Consuelo a primeras horas de la tarde. No había nadie en el refu. No quería ser indiscreta, pero entraba a decirme que me había llamado una amiga mía desde un hotel de Cádiz. Parecía cosa urgente. Mi amiga Mariana León.

EPÍLOGO

Rafael Heredia, el camarero del chiringuito La Caracola, limpió la mesa que acababa de abandonar una pareja de alemanes maduros, recogió en una bandeja botellas, vasos y el platito con la propina y, una vez en el área de servicio, resguardada de la intemperie por una precaria construcción de aluminio, cristales y uralita, se apoyó en el mostrador, se sirvió un whisky y se quedó mirando con gesto entre inquisitivo y experto las nubes arremolinadas que se oscurecían amenazadoramente sobre el mar, poniendo trabas a la bajada ceremoniosa del sol. Señaló con el mentón a un extremo de la barandilla que circundaba la terraza.

—Hoy a ésas dos les va a tocar mojarse —le dijo a su sobrinillo y ayudante eventual, un chaval moreno de quince años con cara de ratón listo—. Y no será porque no se lo haya advertido. Lo han dicho por la radio y por la tele.

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