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Authors: Lauren Kate

Oscuros (37 page)

Si al menos supiera cuánto más había…

La señorita Sophia y Luce avanzaron a paso ligero, más allá de las gradas que chirriaban, y más allá del campo de fútbol. La señorita Sophia estaba realmente en forma. A Luce le habría preocupado aquel ritmo tan rápido de no ser porque la mujer le llevaba varios pasos de ventaja.

Luce se dejaba llevar a rastras. El temor a tener que enfrentarse a las sombras ralentizaba su paso, como si tuviera que vencer la fuerza de un huracán. Y, aun así, siguió adelante. Unas náuseas abrumadoras le hicieron comprender que apenas tenía idea de lo que aquellos entes oscuros eran capaces de hacer.

Se detuvieron ante las puertas del cementerio. Luce estaba temblando, y se abrazaba a sí misma en un desesperado intento por ocultarlo. Había una chica de espaldas a ella, mirando hacia el cementerio, más abajo.

—¡Penn! —gritó Luce, contenta de ver a su amiga.

Cuando Penn se volvió tenía el rostro pálido. Llevaba una cazadora negra, a pesar del calor que hacía, y sus gafas estaban empañadas por la humedad. Temblaba tanto como Luce.

Luce soltó un gritito.

—¿Qué ha pasado?

—He venido a buscarte —contestó Penn—, y luego un grupo de chavales ha pasado por aquí y se ha bajado corriendo en esa dirección. —Señalo las puertas—. Pero yo no p-p-podía.

—¿Y qué hay allí? —inquirió Luce—. ¿Qué hay allí abajo?

Pero cuando lo preguntaba, Luce supo qué era lo que había allí abajo, algo que Penn nunca sería capaz de ver. Una sombra negra y fría atraía de forma irremediable a Luce, solo a Luce.

Penn pestañó sin parar. Parecía aterrada.

—No sé —respondió al fin—. Al principio, pensé que eran fuegos artificiales, pero no ha salido disparado nada hacia el cielo. —Le entró un escalofrío—. Algo malo está a punto de suceder, y no sé qué es.

Luce inhaló, y el olor a azufre la hizo toser.

—¿De qué se trata, Penn? ¿Cómo lo sabes?

Penn señaló con un brazo tembloroso el profundo desnivel que había en el centro del cementerio.

—¿Ves aquella zona allí? —dijo—. Hay algo que parpadea.

18

La guerra enterrada

L
uce se concentró en la luz que parpadeaba en medio del cementerio y echó a correr en aquella dirección. Pasó a toda velocidad por las lápidas rotas, y dejó a Penn y a la señorita Sophia atrás. No le importó que las ramas retorcidas y afiladas de los robles le arañaran los brazos y la cara mientras corría, o que las matas de malas hierbas se le enredaran en los pies.

Tenía que llegar allá abajo.

La luna menguante no daba mucha luz, pero había otra fuente de luz en la parte baja del cementerio, adonde se dirigía. Parecía una monstruosa tormenta eléctrica, solo que se estaba produciendo a ras de suelo.

Las sombras la habían estado avisando, ahora se daba cuenta, desde hacía días. Había llegado el momento de convertir su espectáculo oscuro en algo que incluso Penn pudiese ver, al igual que todos los demás alumnos que habían ido corriendo hacia allí. Luce no tenía ni idea de qué podría tratarse, pero sabía que si Daniel estaba allí abajo en medio de aquel relampagueo siniestro… la culpa solo era de ella.

Los pulmones le ardían, pero la imagen de Daniel, de pie de bajo de los melocotoneros, la impulsó a seguir. No iba a parar hasta encontrarlo para encontrar aquella historia incomprensible. Le diría que no iba a permitir que el miedo la intimidara, ni esta vez ni nunca más, porque ahora sabía algo, había comprendido algo que le había llevado demasiado tiempo resolver. Algo salvaje y extraño que hacía que todo lo que había pasado se volviera más y menos creíble a la vez.

Sabía quién, pero no «que» era Daniel. Una parte de ella se había dado cuenta por sí sola de que podía haber vivido antes y haberlo amado antes. Pero Luce no había comprendido qué significaba, a qué conducía todo aquello —la atracción que sentía hacia él, los sueños— hasta ahora.

Pero nada de todo aquello tenía importancia si no podía llegar a tiempo y enfrentarse a las sombras. Nada de aquello importaba si las sombras llegaban a Daniel antes que Luce. Atajó por la pendiente donde estaban las tumbas, pero el centro del cementerio todavía quedaba muy lejos.

Detrás de ella, oyó ruido de pasos. Y a continuación una voz aguda:

—¡Pennyweather! —Era la señorita Sophia. Estaba alcanzando a Luce y gritaba hacia atrás, por encima del hombro. Luce pudo ver a Penn intentando superar una lápida caída—. ¡Eres más lenta que una tortuga!

—¡No! –gritó Luce—. ¡Penn, señorita Sophia, no vengáis aquí!

No quería que nadie más se expusiera a las sombras por su culpa.

La señorita Sophia se quedó inmóvil sobre una lápida caída y miró en dirección al cielo como si no hubiera oído a Luce. Alzó sus delgados brazos al aire, como si se protegiese. Luce miró en esa dirección con los ojos entornados y se quedó sin aliento. Algo se desplazaba hacia ellas, con la fuerza del viento helado.

Al principio pensó que se trataba de las sombras, pero aquello era otra cosa, distinta y más aterradora, una especie de velo dentado e irregular lleno de agujeros negros que dejaban entrever el cielo.

Aquella sombra estaba hecha de un millón de pequeños fragmentos negros. Una tormenta indómita y palpitante de oscuridad que se extendía por todas partes.

—¿Langostas? –gritó Penn.

Luce se estremeció. El denso enjambre aún estaba lejos, pero el estruendo era más insoportable cada segundo que pasaba, como si oyesen el batir de alas de mil pájaros, como si una oscuridad inconmensurable y hostil estuviera sobrevolando la tierra. Se estaba acercando. Iba arremeter contra ellas, quizá contra todos ellos, esa misma noche.

—¡Eso no está bien! —bramó la señorita Sophia hacia el cielo—. ¡Se supone que hay un orden en las cosas!

Penn llegó jadeando junto a Luce y ambas intercambiaron una mira perpleja. El sudor brillaba en el labio superior de Penn, y las gafas le resbalaban continuamente a causa del calor húmedo que lo impregnaba todo.

—Se le está yendo la olla —susurró Penn al tiempo que señalaba a la señorita Sophia con el pulgar.

—No. —Luce negó con la cabeza—. Sabe cosas; y si la señorita Sophia tiene miedo, no deberías estar aquí, Penn.

—¿Yo? –preguntó Penn, desconcertada, seguramente porque desde el primer día había sido ella quien había guiado a Luce—. No creo que ninguna de nosotras deba estar aquí.

Luce sintió una punzada en el pecho, como la que notó cuando tuvo que despedirse de Callie. Apartó la mirada de Penn. Ahora existía una separación entre ellas, una escisión profunda que las distanciaba, debido al pasado de Luce. Odiaba recordarlo, y odiaba que tener que decírselo a Penn, pero sabía que lo mejor, lo más seguro, era que a partir de ese momento se separaban.

—Yo tengo que quedarme —dijo respirando profundamente—. Tengo que encontrar a Daniel. Y tú deberías regresar a la residencia, Penn. Por favor.

—Pero tú y yo —replicó Penn con la voz ronca—, nosotras éramos las únicas…

Antes de que Penn acabara de decir la frase, Luce salió corriendo hacia el centro del cementerio, en dirección al mausoleo donde había visto a Daniel meditando el Día de los Padres. Se dirigió a las últimas lápidas, y luego bajo resbalando una pendiente recubierta de mantillo podrido y frío hasta llegar a un terreno llano. Se detuvo frente al roble gigante que había en el centro del cementerio.

Acalorada, frustrada y aterrada a la vez, se apoyó en el tronco.

Entonces, a través de las ramas, lo vio.

Daniel.

Dejó salir el aire de sus pulmones y sintió que sus rodillas se le aflojaban. Con una sola mirada a su figura oscura y distante, bella y majestuosa, Luce supo que todo lo que Daniel había dado a entender —incluso aquel gran secreto que ella había averiguado por su cuenta—, todo, era verdad.

Daniel se hallaba encima del mausoleo, con los brazos cruzados, mirando hacia arriba, al lugar por donde acababa de pasar la turbulenta nube de langosta. La leve luz de la luna proyectaba la sombra de Daniel, que iba creciendo hasta ocultarse en el techo plano y ancho de la cripta. Corrió hacia él, serpenteando entre el musgo y las viejas estatuas inclinadas.

—¡Luce! –La vio cuando se estaba acercando a la base del mausoleo—. ¿Qué estás haciendo aquí? —Su voz no detonaba felicidad por verla… sino más bien sorpresa y horror.

«Es culpa mía», quería gritar cuando se acercaba a la base del mausoleo. «Creo, creo nuestra historia. Perdóname por haberte dejado antes, no volveré a hacerlo». Había algo más que quería decirle, pero aún les separaba mucha distancia, y el ruido de las sombras era terrible, y el aire demasiado denso para intentar hacerse oír desde donde se encontraba.

La tumba era de mármol macizo. Pero había un hueco en una de las esculturas en bajo relieve de un pavo real, y Luce lo usó para meter el pie. La piedra, que normalmente era fría, estaba caliente. Sus manos sudosas resbalaron varias veces antes de que lograra sujetarse para intentar llegar arriba. Para intentar llegar a Daniel, que tenía que perdonarla.

Apenas había escalado medio metro cuando alguien le dio un golpecito en el hombro.

Se dio la vuelta, y al ver que era Daniel se quedó sin aliento y se soltó. Él la cogió en el aire, rodeándole la cintura con los brazos antes de que cayera al suelo. Y hacía apenas un segundo aún se encontraba allá arriba.

Ella hundió la cara en su pecho. Y aunque la verdad seguía atemorizándola, hallarse entre sus brazos la hacía sentir como el mar al encuentro de la orilla, como un viajero que vuelve por fin a casa después de un largo, duro y lejano viaje.

—Has escogido un buen momento para volver —dijo. Sonrió, pero su sonrisa estaba teñida de preocupación. Sus ojos siguieron mirando más allá de ella, hacia el cielo.

—¿Tú también lo ves? —le preguntó Luce.

Daniel se limitó a mirarla, incapaz de responder. Le temblaba el labio.

—Claro que lo ves —susurró, porque todo empezaba a encajar. La sombras, su historia, su pasado. Dio un grito ahogado—. ¿Cómo puedes amarme? —sollozó—. ¿Cómo puedes soportarme siquiera?

Él le tomó el rostro entre sus manos.

—¿De qué estás hablando? ¿Cómo puedes decir eso?

A Luce se le había acelerado tanto el corazón que casi le quemaba.

—Porque… —tragó saliva— porque eres un ángel.

Dejó de estrecharla entre sus brazos.

—¿Qué has dicho?

—Eres un ángel, Daniel, lo sé –dijo, y notó que en su interior se abrían unas compuertas que lo dejaron salir todo a borbotones—. No me digas que estoy loca. Sueño contigo, y son sueños demasiado reales para olvidarlos, sueños que hicieron que te amara antes de que me dijeras una sola palabra. —Daniel mantuvo la mirada impasible—. Sueños en los que tú tienes alas y me llevas volando por cielos que yo no reconozco, pero aun así sé que ya he estado allí antes, exactamente igual, entre tus brazos. —Apoyó se frente en la de él—. Eso explica tantas cosas: tu elegancia al moverte, y el libro que escribió tu antepasado, por qué nadie vino a visitarte el Día de los Padres, la forma en que tu cuerpo parece flotar cuando nadas y por qué, cuando me besas, me siento como si estuviera en el cielo. —Se interrumpió para coger aliento—. Y por qué puedes vivir para siempre. Lo único que no queda claro es qué haces conmigo. Porque yo solo soy… yo. —Alzó la vista al cielo otra vez, y percibió el negro hechizo negro de las sombras—. Y soy culpable de muchas cosas.

Daniel se había quedado lívido. Y Luce pudo sacar una conclusión.

—Tú tampoco lo entiendes.

—Lo que no entiendo es qué haces todavía aquí.

Ella parpadeó, negó con tristeza y empezó a marcharse.

—¡No! —Él la detuvo—. No te vayas. Lo que sucede es que tú nunca… nosotros nunca… hemos llegado tan lejos. —Cerró los ojos—. ¿Puedes decirlo otra vez? —preguntó, casi con timidez—. ¿Puedes decirme… qué soy?

—Eres un ángel —repitió ella lentamente, sorprendida de ver a Daniel cerrar los ojos y dejar escapar un gemido de placer, casi como se estuvieran besando—. Estoy enamorada de un ángel.—–Y entonces era ella la que quería cerrar los ojos y gemir. Echó la cabeza hacia atrás—. Pero en mis sueños, tus alas…

Una ráfaga de viento cálido y silbante les alcanzó, y casi apartó a Luce de los brazos de Daniel. Él la escudó con su cuerpo. La nube de langostas-sombras se había detenido sobre un árbol más allá del cementerio y había estado emitiendo sonidos chisporroteantes en las ramas. Justo en ese momento se alzó como una masa ingente y compacta.

—Oh, Dios —musitó Luce—. Tengo que hacer algo, tengo que pararlo…

—Luce. —Daniel le acarició la mejilla—. Mírame: tú no has hecho nada malo. Y no hay nada que puedas hacer contra eso —Señaló hacia la plaga y negó con la cabeza—. ¿Cómo se te ha ocurrido pensar que eres culpable?

—Porque —contestó— durante toda mi vida he estado viendo estas sombras…

—Tenía que hacer algo al respecto cuando me di cuenta de lo que sucedía, la semana pasada en el lago. Es la primera de tus vidas en que ves las sombras… y eso me asustó.

—¿Cómo puedes saber que no es culpa mía? —preguntó, pensando en Todd y en Trevor. Las sombras siempre aparecían antes de que ocurriera algo espantoso.

Él le besó el pelo.

—Las sombras que ves se llaman Anunciadoras. Tienen mala pinta, pero no pueden hacerte daño, todo lo que hacen es registrar situaciones y transmitirlas a otros seres. Rumores. La versión demoníaca de una pandilla de chicas de instituto.

—Pero ¿y esas de allí?

Señaló los árboles que cercaban el perímetro del cementerio. Las ramas oscilaban saturadas por aquella espesa negritud.

Daniel miró hacia allí sin alterarse.

—Esas son las sombras a las que han llamado las Anunciadoras. Para luchar.

Los brazos y las piernas de Luce se helaron de terror.

—¿Qué… hummm… qué tipo de batalla es esa?

—La gran batalla —respondió Daniel sin más, alzando la barbilla—. Pero por el momento solo están alardeando. Todavía tenemos tiempo.

Detrás de ellos, una tos discreta sobresaltó a Luce. Daniel se inclinó para saludar a la señorita Sophia, que estaba de pie en la sombra que proyectaba el mausoleo. Llevaba el cabello suelto, rebelde y desordenado, como sus ojos. Entonces, alguien más dio un paso detrás de la señorita Sophia. Penn. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta, aún tenía la cara roja y su pelo estaba húmedo por el sudor.

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