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Authors: Lauren Kate

Oscuros (43 page)

Y justo antes de que se acabara la orilla, tiró con fuerza de una barra situada entre ambos, y el morro del avión se alzó hacia el cielo. Perdieron de vista el horizonte por un momento, y a Luce se le revolvió el estómago. Pero un segundo después, el avión se estabilizó y la vista que tenían enfrente se redujo a los árboles y el cielo lleno de estrellas. Debajo quedaba el lago centelleante, que se alejaba más a cada segundo. Habían despegado hacia el oeste, pero el avión estaba virando y pronto, en la ventana de Luce, apareció el bosque que Daniel y ella acababan de sobrevolar. Lo contempló pegando la cabeza al cristal y, antes de que el avión volviera a tomar un rumbo estable, le pareció ver un leve reflejo violeta. Cogió el medallón y se lo llevó a los labios.

A continuación vieron el reformatorio, y al lado el brumoso cementerio. El lugar donde pronto iban a enterrar a Penn. Cuanto más alto volaban, mejor podía ver Luce la escuela en la que se había revelado su mayor secreto, aunque nunca habría imaginado que lo haría de ese modo.

—Han montado un buen espectáculo ahí abajo —dijo el señor Cole negando con la cabeza.

Luce no tenía ni idea de hasta qué punto él sabía lo que había ocurrido la noche anterior. Parecía un tipo tan normal, y aun así se tomaba todo aquello como si nada.

—¿Adónde vamos?

—A una pequeña isla apartada de la costa —dijo señalando hacia el mar, donde el horizonte se oscurecía—. No está muy lejos.

—Señor Cole —le dijo Luce—, conoce a mis padres.

—Buena gente.

—¿Cree que sería posible...? Me gustaría hablar con ellos.

—Claro, ya pensaremos en algo.

—Jamás podrán creerse nada de esto.

—¿Puedes tú? —le preguntó dirigiéndole una sonrisa irónica mientras el avión tomaba altura y se estabilizaba en el aire.

Esa era la cuestión. Ella tenía que creerlo, todo... desde el primer parpadeo de las sombras, pasando por el momento en que los labios de Daniel rozaron los suyos, hasta la imagen de Penn muerta en el altar de la capilla. Todo aquello tenía que ser real.

¿Cómo, si no, podría soportarlo hasta que viera de nuevo a Daniel? Sujetó el guardapelo que llevaba alrededor del cuello, ya que atesoraba en su interior toda una vida de recuerdos. Sus recuerdos, le había dicho Daniel, que ella misma tenía que redescubrir.

El contenido de aquellos recuerdos era algo que Luce no sabía, como tampoco sabía adónde la llevaba el señor Cole. Pero aquella mañana se había sentido parte de algo en la capilla, de pie al lado de Arriane, Gabbe y Daniel. Ni perdida, ni atemorizada, ni displicente... se había sentido importante, y no solo para Daniel, sino también para todos ellos.

Miró por el parabrisas. Por entonces ya debían de haber dejado atrás las marismas, y la carretera por la que la habían llevado hasta aquel terrible bar donde se encontró con Cam, y la larga franja de playa donde besó a Daniel por primera vez. Ya estaban sobre mar abierto; allí, en algún lugar, se hallaba su próximo destino.

Nadie le había dicho que iba a haber más batallas que librar, pero Luce sintió en su interior que aquello era el principio de algo largo, importante y duro.

Juntos.

Y, tanto si se trataba de batallas truculentas como de contiendas redentoras, Luce no quería seguir siendo un peón. Un sentimiento extraño se iba abriendo paso a través de su cuerpo, algo que se había ido acumulando durante todas sus vidas anteriores, que se había alimentado de todo el amor que había sentido por Daniel y que en el pasado se había visto malogrado demasiadas veces.

Aquel sentimiento impulsaba a Luce a desear resistir junto a él, y a luchar, luchar por mantenerse viva y tener suficiente tiempo para vivir con Daniel. Luchar por lo único que sabía qué era lo bastante bueno, lo bastante noble y poderoso para arriesgarlo todo.

Luchar por amor.

Epílogo

Dos grandes luces

L
a observó durante toda la noche mientras dormía con un sueño agitado en el estrecho camastro. Una solitaria linterna del ejército que colgaba de una de las vigas bajas de madera de la cabaña iluminaba su figura. El tenue resplandor realzaba el cabello negro y brillante sobre la almohada, sus mejillas suaves y rosadas después del baño.

Cada vez que el mar rugía fuera, en la playa desolada, ella se revolvía en la cama. La camiseta sin mangas se le pegaba al cuerpo, de forma que, cuando la fina manta se le enrollaba alrededor, él podía ver aquel pequeño hoyuelo que se le marcaba en el hombro izquierdo. Lo había besado tantas veces antes...

A veces suspiraba en sueños, luego respiraba con normalidad, más tarde gemía desde algún lugar de sus sueños. Pero si era de placer o de dolor, eso no podía saberlo. Por dos veces, ella había pronunciado su nombre.

Daniel quería descender flotando hacia ella, abandonar su posición junto a las cajas de munición viejas y arenosas que había en el desván. Pero ella no podía saber que él estaba allí; no podía saber que estaba cerca. Ni lo que le iban a deparar los días siguientes.

Detrás de él, por la contraventana manchada de sal, vio una sombra de refilón.

Entonces se oyó un ligero golpeteo en el cristal. Se obligó a dejar de contemplar el cuerpo de Luce, fue hasta la ventana y descorrió el pestillo. Fuera llovía a cántaros. La luna se ocultó tras una nube negra, y no había ninguna luz que iluminara el rostro del visitante.

—¿Puedo entrar?

Cam llegaba tarde.

Aunque Cam tenía el poder para materializarse de la nada ante Daniel, éste le abrió la ventana para que saltara dentro. Había una gran pompa y solemnidad aquellos días. Tenía que quedar claro para los dos que Daniel le daba la bienvenida a Cam.

La cara de Cam todavía permanecía en la sombra, pero nada indicaba que hubiera viajado miles de kilómetros bajo la lluvia. Su cabello oscuro y su piel estaban secos. Las alas áureas, compactas y sólidas, eran la única parte de su cuerpo que brillaba, como si estuvieran hechas de oro de veinticuatro quilates. Aunque las replegó a su espalda, cuando se sentó al lado de Daniel en una caja de madera astillada, las alas de Cam gravitaron hacia las de Daniel. Era el estado natural de las cosas, una dependencia inexplicable. Daniel no podía moverse un ápice sin dejar de ver con claridad a Luce.

—Está preciosa cuando duerme —dijo Cam con suavidad.

—¿Por eso deseabas que durmiera eternamente?

—¿Yo? Nunca. Yo habría matado a Sophia por lo que trató de hacer, en lugar de dejar que se escapara, como hiciste tú. —Cam se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la barandilla del desván. Abajo, Luce se arropaba bajo las mantas—. Solo la quiero a ella. Ya sabes por qué.

—Entonces, me das lástima. Acabarás decepcionado.

Cam le sostuvo la mirada a Daniel y se frotó la mandíbula mientras reía entre dientes, con crueldad.

—Oh, Daniel, me sorprende que no puedas ver más allá. Todavía no es tuya. Volvió a recrearse en la contemplación de Luce—. Puede que ella lo piense; pero los dos sabemos lo poco que comprende.

Las alas de Daniel se tensaron y las puntas empezaron a abrirse, hasta quedar muy cerca de las de Cam. No podía evitarlo.

—La tregua dura dieciocho días —dijo Cam—. Aunque tengo la sensación de que nos necesitaremos el uno al otro antes de que acabe.

Se levantó y empujó la caja con los pies. El ruido en el techo hizo que los ojos de Luce parpadearan ligeramente, pero los dos ángeles se ocultaron entre las sombras antes de pudiera fijar la mirada en ningún punto.

Se pusieron el uno frente al otro, ambos seguían estando cansados a causa de la batalla, y ambos sabían que aquello solo había sido un avance de lo que estaba por venir.

Poco a poco, Cam extendió su pálida mano derecha.

Daniel extendió la suya.

Y mientras Luce soñaba con las alas más gloriosas desplegándose —jamás había visto nada parecido—, dos ángeles se estrechaban la mano junto a las vigas del techo.

Agradecimientos

Muchísimas gracias a toda la gente de Random House y Delacorte Press por hacer tanto tan rápido y bien. A Wendy Loggia, cuya generosidad y entusiasmo me han animado desde el principio. A Krista Vitola, por su ayuda imprescindible entre bastidores. A Brenda Schildgen de UC Davis, por la experiencia y la inspiración. A Nadia Cornier, por ayudarme a llevar todo esto hacia adelante. A Ted Malawer, por su orientación editorial aguda, elegante y divertida. A Michael Stearns, antiguo jefe, y ahora colega y amigo: sencillamente, eres un genio.

A mis padres y mis abuelos; a Robby, Kim y Jordan; y a mi nueva familia de Arkansas. No tengo palabras para describir vuestro apoyo inquebrantable. Os quiero a todos.

Y a Jason, que me habla de los personajes como si fueran personas de carne y hueso, hasta que puedo imaginármelos por mí misma. Me inspiras, me das fuerzas y me haces reír todos los días, por eso tienes mi corazón.

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