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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Parque Jurásico (11 page)

A los potenciales inversores también les ocultaba el hecho de que la conducta del elefante había cambiado de modo esencial en el proceso de reducción de su tamaño al de una miniatura. El pequeño ser podía parecer un elefante, pero se comportaba como si fuera un roedor violento, de rápidos movimientos y pésimo carácter. Hammond se oponía a que la gente lo acariciara para que no hubiese dedos mordisqueados.

Y aunque hablaba, con aire de confianza, de siete mil millones de dólares en réditos anuales para 1993, su proyecto era ampliamente especulativo. Hammond tenía visión y entusiasmo, pero no había certeza alguna de que su plan funcionara. En especial desde que Norman Atherton, el cerebro que movía el proyecto, contrajo un cáncer terminal, lo que constituía una cuestión definitiva que Hammond olvidaba mencionar.

Pero, al final, con ayuda de Gennaro, Hammond consiguió su dinero. Entre setiembre de 1983 y noviembre de 1985, John Alfred Hammond y su «Cartera del paquidermo» obtuvieron ochocientos setenta millones de dólares en capital, para financiar la sociedad anónima que se proponía, «International Genetic Technologies, Inc». Y podrían haber obtenido más, de no ser porque Hammond insistía en el secreto absoluto y no ofrecía dividendos hasta pasados cinco años, por lo menos. Eso ahuyentó a muchos inversores. Al final tuvieron que aceptar consorcios mayoritariamente japoneses; los japoneses eran los únicos que tenían paciencia.

Sentado en el asiento de cuero del reactor, Gennaro pensaba en lo evasivo que era Hammond. El anciano era resbaladizo. Ahora estaba pasando por alto el hecho de que el estudio jurídico de Gennaro le había forzado a realizar ese viaje; en cambio, Hammond se comportaba como si aquello fuese una salida de índole puramente social:

—Qué lástima que no haya traído a su familia con usted, Donald —dijo.

Gennaro se encogió de hombros:

—Es el cumpleaños de mi hija. Veinte chicos invitados. La fiesta y el payaso. Ya sabe cómo son esas cosas.

—Oh, entiendo —dijo Hammond—. Los niños ponen el corazón en lo que hacen.

—Sea como fuere, ¿está el parque listo para recibir visitantes? —preguntó Gennaro.

—Bueno, no oficialmente. Pero el hotel está construido, así que hay un sitio en el que estar…

—¿Y los animales?

—Por supuesto, todos los animales están allí. Todos en sus espacios.

—Recuerdo que, en la propuesta originaria, usted tenía la esperanza de contar con un total de doce…

—Ah, hemos sobrepasado con mucho esa cantidad. Contamos con doscientos treinta y ocho animales, Donald.

—¿Doscientos treinta y ocho?

El anciano lanzó una risita chirriante, complacido por la reacción de Gennaro:

—No se lo puede imaginar. Tenemos
manadas
.

—Doscientos treinta y ocho… ¿Cuántas especies?

—Quince especies diferentes, Donald.

—Es increíble —dijo Gennaro—. Es fantástico. ¿Y qué hay de todas las demás cosas que usted quería? ¿Las instalaciones? ¿Los ordenadores?

—Todo eso, todo eso —dijo Hammond—. Todo lo que hay en esa isla representa lo más avanzado de la tecnología actual. Lo verá por sí mismo, Donald. Es perfectamente maravilloso. Ésa es la razón de que esta…
empresa
… esté tan a trasmano. Con la isla no existe problema alguno.

—Entonces, una inspección no debería suponer problema alguno —dijo Gennaro.

—Y no lo hay. Pero retrasa las cosas. Todo se tiene que detener por la visita oficial…

—Usted ya tuvo retrasos, de todos modos. Pospuso la inauguración.

—Ah, eso. —Hammond tironeó del pañuelo rojo de seda que asomaba por el bolsillo superior de su chaqueta deportiva—. Era inevitable que pasara. Inevitable.

—¿Por qué?

—Bueno, Donald, para explicar eso hay que volver atrás, a la idea inicial que teníamos del centro de recreo. La idea que les vendimos juntos, usted y yo, a los inversores.

Usted está en esto conmigo
, era lo que Hammond estaba diciendo. Gennaro se removió en su asiento.

—La idea que usted posteriormente puso en práctica según su propio y exclusivo criterio —le dijo con una sonrisa.

—La idea del parque de diversiones más avanzado del mundo —repuso Hammond—. En el que se combinan la última palabra en las tecnologías electrónica y biológica. ¿Qué es lo que falta por hacer en un parque así? Todos tienen viajes en cochecitos. Connie Island tiene viajes en cochecitos. Y hoy en día todos tienen ambientes con animación proporcionada por robots electrónicos: la casa encantada, la guarida de los piratas, el salvaje Oeste, el terremoto… todo el mundo tiene esas cosas. Así que nos propusimos crear atracciones biológicas. Atracciones
vivientes
. Atracciones tan asombrosas que habrían de atrapar la imaginación del mundo entero.

Gennaro tuvo que sonreír. Era casi el mismo discurso, palabra por palabra, que Hammond había utilizado con los inversores, tantos años atrás:

—Y nunca podemos olvidar el objetivo que, en última instancia, tiene el proyecto de Costa Rica: producir dinero —continuó Hammond, mirando con fijeza a través de las ventanillas del avión—, montones y montones de dinero.

—Lo recuerdo —dijo Gennaro.

—Y el secreto para hacer dinero con un parque de diversiones —dijo Hammond— consiste en limitar los costos de personal: los encargados de alimentar a los animales, las taquilleras, las cuadrillas de limpieza, las de reparaciones. Hacer un parque que funcione con una cantidad mínima de personal. Ésa es la causa de que hayamos invertido en toda esa tecnología de procesamiento de datos, para automatizar todo lo que pudiéramos.

—Recuerdo…

—Pero el hecho liso y llano es que, cuando se ponen juntos todos los animales y todos los sistemas de procesamiento electrónico de datos, uno topa con dificultades inesperadas. ¿Quién consiguió que un sistema importante de procesamiento de datos se encendiera y funcionara a tiempo? Nadie que yo conozca.

—¿Así que sólo tuvo los retrasos normales de arranque del equipo?

—Sí, así es. Retrasos normales.

—Me enteré de que se produjeron accidentes durante la construcción —dijo Gennaro—. Algunos obreros murieron… —Se encogió ligeramente de hombros.

—Sí, hubo varios accidentes y un total de tres muertos. Dos obreros murieron construyendo la carretera del acantilado. Otro murió como consecuencia de un accidente con una retroexcavadora, en enero. Pero desde entonces no hemos tenido accidentes. —Puso su mano sobre el brazo de Gennaro—. Donald —dijo—, créame cuando le digo que en la isla todo marcha según lo planeado. En la isla, todo va perfectamente bien.

El intercomunicador chasqueó. El piloto dijo:

—Los cinturones, por favor. Estamos aterrizando en Choteau.

Choteau

Planicies áridas se extendían hacia distantes oteros negros. El viento de la tarde arrastraba polvo y hierbas sobre el hormigón resquebrajado. Grant estaba en pie con Ellie cerca del jeep, esperando mientras el lustroso reactor «Grumman» describía círculos para aterrizar.

—Odio estar de pie como un camarero lustroso esperando la llegada de los ricos —gruñó Grant.

Ellie se encogió de hombros:

—Es parte del trabajo.

Aunque muchos campos de la ciencia, como la Física y la Química, recibían ahora fondos federales, la Paleontología seguía dependiendo en gran parte de los patrocinadores privados. De modo absolutamente independiente de su propia curiosidad en cuanto a la isla, Grant entendió que, si John Hammond le pedía ayuda, él se la daría. Así era como funcionaba el mecenazgo… así era como siempre había funcionado.

El pequeño reactor aterrizó y rodó con rapidez hacia ellos. Ellie cargó su bolsa al hombro. El avión se detuvo y una azafata vestida con uniforme azul abrió la portezuela.

Una vez en el interior, Grant se sorprendió por lo reducido del espacio, a pesar del lujoso equipamiento. Tuvo que inclinarse mucho cuando fue a estrechar la mano de Hammond:

—Doctores Grant y Sattler —dijo Hammond—, son muy amables por haberse unido a nosotros. Permítanme que les presente a mi socio, Donald Gennaro.

Gennaro era un hombre robusto y fornido que andaba por los treinta y cinco años de edad, vestía un traje de Armani y llevaba gafas con montura de metal. A Grant le disgustó en cuanto le vio. Le estrechó la mano con rapidez. Cuando lo hizo Ellie, Gennaro dijo, sorprendido:

—Usted es una mujer.

—Estas cosas suelen ocurrir —repuso Ellie, y Grant pensó: «A ella tampoco le gusta».

Hammond se volvió hacia Gennaro:

—Usted sabe, por supuesto, quiénes son el doctor Grant y la doctora Sattler. Son paleontólogos. Desentierran dinosaurios. —Y entonces se echó a reír, como si encontrara la idea muy graciosa.

—Ocupen sus asientos, por favor —dijo la azafata, cerrando la portezuela. De inmediato, el avión empezó a moverse.

—Tendrán que disculparnos —explicó Hammond—, pero estamos un tanto apurados. Donald cree que es importante que lleguemos allá enseguida.

El piloto anunció un tiempo de vuelo de cuatro horas hasta Dallas, donde se reabastecerían de combustible y, después, seguirían hasta Costa Rica, donde llegarían a la mañana siguiente.

—¿Y cuánto tiempo estaremos en Costa Rica? —preguntó Grant.

—Bueno, eso realmente depende —dijo Gennaro—. Tenemos que aclarar algunas cosas.

—Acepte mi palabra —añadió Hammond, volviéndose a Grant—; no estaremos más que cuarenta y ocho horas.

Grant se abrochó el cinturón de seguridad:

—Esta isla suya a la que nos dirigimos… nunca oí hablar de ella. ¿Es una especie de secreto?

—En cierto sentido —contestó Hammond—. Hemos sido sumamente cuidadosos asegurándonos de que nadie sepa nada de ella hasta el día en el que, finalmente, la inauguraremos ante un público sorprendido y encantado.

Blanco de la oportunidad

La «Biosyn Corporation» de Cupertino, California, nunca había convocado una reunión de emergencia de su junta directiva.

Los diez directores ahora sentados en la sala de conferencias estaban irritables e impacientes. Eran las ocho de la noche. Habían estado hablando entre sí durante los diez últimos minutos, pero lentamente se habían ido quedando en silencio. Revisando papeles. Mirando sus relojes de manera significativa.

—¿Qué estamos esperando? —preguntó uno de ellos.

—Uno más —dijo Lewis Dodgson—. Necesitamos uno más.

Echó un vistazo a su reloj. La oficina de Ron Meyer había dicho que llegaba en el avión de las seis, proveniente de San Diego. Para estos momentos debería estar aquí, incluso tomando en cuenta el tráfico que venía desde el aeropuerto.

—¿Se necesita quórum? —preguntó otro director.

—Sí —contestó Dodgson—. Lo necesitamos.

Eso le hizo callar durante unos instantes. Quórum significaba que se les iba a pedir que tomaran una decisión importante. Y Dios sabe qué les iban a pedir que la tomaran, aunque Dodgson hubiese preferido no convocar la reunión en absoluto. Pero Steingarten, el presidente de «Biosyn», se había mostrado inflexible:

—Tendrás que contar con su aprobación para esto, Lew —declaró.

Según quién fuese la persona consultada, Lewis Dodgson era famoso por ser el genetista más emprendedor de su generación, o el más imprudente. De treinta y cuatro años de edad, con la calvicie incipiente, rostro aguileño y vehemente, John Hopkins le había despedido, siendo licenciado en Biología, por haber planeado un tratamiento genético en pacientes humanos sin haber obtenido los protocolos adecuados de la FDA. Contratado por «Biosyn», condujo el controvertido ensayo de la vacuna para la rabia, en Chile. Ahora estaba a cargo de la sección de desarrollo de productos de «Biosyn» lo que, presuntamente, consistía en hacer «ingeniería retrospectiva»: tomar el producto de un competidor, desmenuzarlo, aprender cómo funcionaba y, después, elaborar la versión «Biosyn». En la práctica, eso entrañaba hacer espionaje industrial, mucho del cual estaba dirigido contra la compañía «InGen».

Las compañías de ingeniería genética más grandes de Norteamérica, como «Genentech» y «Cetus», se habían iniciado en la década de 1970 para elaborar productos farmacéuticos. Pero, en la década de 1980, algunas empresas pequeñas habían comenzado con otros fines: «Biogen» y «Genrac» estaban elaborando semillas y cosechas resistentes a las plagas, para la agricultura. «Techlog» y «Algol» hacían componentes para un bioordenador compuesto de tejido vivo. E «InGen» y «Biosyn» estaban desarrollando lo que se denominaba «productos biológicos para consumo».

Los productos biológicos para consumo eran el equivalente de los productos electrónicos para consumo. En la década de 1980, unas pocas compañías dedicadas a la ingeniería genética habían empezado a preguntarse:

—¿Cuál es el equivalente biológico del «Walkman» de «Sony»?

Esas compañías no estaban interesadas ni por fármacos ni por la salud sino por los entretenimientos, los deportes, las actividades del tiempo libre, los cosméticos y las mascotas. Se habían dado cuenta de que la demanda que habría de productos biológicos de consumo en la década de 1990 sería elevada.

«Biosyn» ya había tenido algún éxito al producir una nueva trucha de color claro, mediante un contrato establecido con el Departamento de Caza y Pesca del Estado de Idaho. Esa trucha era de más fácil localización en los cursos de agua y se decía que representaba un paso adelante en la pesca con caña. (Por lo menos, eliminó las quejas que se le hacían al Departamento de Caza y Pesca, relativas a que no había truchas en los ríos.) El hecho de que, en ocasiones, muriese quemada por el sol y que su pálida carne fuese pastosa e insípida fue algo de lo que ni se habló. «Biosyn» todavía estaba trabajando en esos aspectos, y…

La puerta se abrió y Don Meyer entró en la sala, deslizándose en un asiento. Ahora Dodgson ya tenía su quórum. Se puso en pie de inmediato.

—Señores —anunció—, nos encontramos aquí esta noche para examinar un blanco de oportunidad: «InGen».

Dodgson repasó rápidamente los antecedentes: la iniciación de «InGen» en 1983, con inversores japoneses. La adquisición de tres superordenadores «Cray XMP». La adquisición de Isla Nubla, en Costa Rica. La acumulación de ámbar. Las inusitadas donaciones a los zoológicos de todo el mundo, desde la Sociedad Zoológica de Nueva York hasta el Parque de Vida Silvestre de Ranthapur, de la India.

—A pesar de todos estos indicios —dijo Dodgson—, todavía no teníamos la menor idea de hacia dónde podría estar dirigiéndose «InGen». Era obvio que la compañía se dedicaba a los animales, y que habían contratado investigadores cuyo campo de acción era el pasado: paleobiólogos, filogenetistas del ADN, y otros por el estilo. La utilización de una ingente potencia para el procesamiento de datos, y el interés de «InGen» por los zoológicos, nos llevó a pensar en algunas atrevidas posibilidades.

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