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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Parque Jurásico (6 page)

Al trabajar pacientemente con un mondadientes y un cepillo de pelo de camello, de los que usan los pintores, dejó al descubierto el diminuto fragmento, en forma de L, de una quijada. Medía nada más que unos tres centímetros de largo y no era más grueso que el meñique. Los dientes eran una hilera de puntas pequeñas, y tenía la característica torsión en ángulo en el centro. Pedacitos de hueso se desprendían en escamas, mientras Grant cavaba. Se detuvo un momento para pintar el hueso con pasta de caucho, antes de seguir exponiéndolo al aire libre. No había la menor duda de que era la quijada de un bebé dinosaurio carnívoro. Su dueño había muerto hacía setenta y nueve millones de años, a la edad de alrededor de dos meses. Con algo de suerte, también podría hallar el resto del esqueleto. De ser así, sería el primer esqueleto completo de un dinosaurio carnívoro bebé…

—¡Eh, Alan!

Alan Grant miró hacia arriba, parpadeando deprisa bajo la luz del sol. Se bajó las gafas ahumadas y se secó la frente con el brazo.

Estaba acuclillado en una ladera erosionada de las tierras yermas que estaban en las afueras de Snakewater, Montana. Debajo de la gran concavidad azul del cielo, colinas obtusas, afloramientos de caliza desmenuzada, se extendían kilómetros y más kilómetros en todas direcciones. No había un árbol ni un arbusto. Nada, salvo roca árida, sol caliente y viento ululante.

Los visitantes encontraban las tierras malas depresivamente sombrías pero, cuando Grant contemplaba ese paisaje, veía algo por completo diferente Esa tierra árida era lo que quedaba de otro mundo, muy diferente, que se había desvanecido ochenta millones de años atrás. En los ojos de su mente, Grant se veía en el cálido y pantanoso brazo de río que conformaba la línea de ribera de un gran mar interior. Ese mar interior tenía mil novecientos kilómetros de ancho, y se extendía sin solución de continuidad desde las recientemente elevadas Montañas Rocosas hasta las agudas y escabrosas cumbres de los Apalaches. Todo el oeste norteamericano estaba bajo las aguas.

En ese entonces había nubes delgadas en el alto cielo, oscurecido por el humo de los volcanes cercanos. La atmósfera era más densa, más rica en bióxido de carbono. Las plantas crecían con rapidez a lo largo de la línea de la ribera. No había peces en esas aguas, pero sí almejas y caracoles. Los pterosaurios se abalanzaban en picado para recoger algas de la superficie. Unos pocos dinosaurios carnívoros merodeaban por las pantanosas orillas del lago, desplazándose entre las palmeras. Y costa afuera había una isla pequeña, de unos ocho mil metros cuadrados. Circundada por densa vegetación esa isla fue un santuario en el que manadas de dinosaurios herbívoros con hocicos como pico de pato ponían sus huevos en nidos comunales, y criaban a su chillona descendencia.

En el transcurso de los millones de años siguientes, el lago alcalino color verde pálido se hizo menos profundo y, por último, se desvaneció. La tierra desnuda se combó y se resquebrajó, sometida al calor. Y la isla, junto con sus huevos de dinosaurio, se convirtió en la ladera erosionada del norte de Montana, en la que Alan Grant estaba ahora practicando más excavaciones.

—¡Eh, Alan!

Se puso en pie; era un hombre fornido de cuarenta años con barba. Oyó el resoplido entrecortado y constante del generador portátil, y el lejano martilleo de la perforadora neumática abriéndose paso en la roca densa de la colina siguiente. Vio a los chicos que trabajaban alrededor de la perforadora, apartando los pedazos grandes de roca después de revisarlos para ver si contenían fósiles. Al pie de la colina divisó las seis tiendas cónicas, de estilo indio, de su campamento, la tienda en la que comían el rancho, sacudida por el viento, y la casa rodante que actuaba a guisa de laboratorio de campaña. Y vio a Ellie, haciéndole gestos con los brazos, desde la sombra del laboratorio de campaña:

—¡Visitante! —voceó, y señaló hacia el Este.

Grant vio la nube de polvo, y el «Ford» sedán azul que, dando saltos sobre el camino quebrado por zanjas, avanzaba hacia ellos. Le echó un vistazo al reloj de pulsera. Justo a tiempo. En la otra colina, los muchachos miraban, interesados. No recibían muchos visitantes en Snakewater y se había especulado mucho respecto de cuál sería el motivo por el que un abogado del Ente de Protección Ambiental querría ver a Alan Grant.

Pero Grant sabía que la Paleontología, el estudio de las formas extinguidas de vida, había cobrado en los últimos años una inesperada utilidad para el mundo moderno. El mundo moderno estaba cambiando deprisa, y a menudo parecía que cuestiones urgentes relacionadas con el clima, la deforestación, el calentamiento del globo o la capa de ozono se podían responder —en parte, por lo menos— con información del pasado. Era información que los paleontólogos podían brindar. En los últimos años, a Grant mismo le habían citado dos veces como experto pericial.

Grant empezó a bajar la colina para reunirse con el coche.

Mientras cerraba la portezuela, el visitante tosió en medio del polvo blanco:

—Bob Morris, EPA —dijo, tendiendo la mano—. Estoy en la oficina de San Francisco.

Grant se presentó y observó:

—Parece acalorado. ¿Quiere una cerveza?

—¡Jesús, sí! —Morris estaba cerca de los treinta años, llevaba corbata y los pantalones que correspondían a un traje de calle. Sostenía una cartera. Sus zapatos, de punta cuadrada y reforzada, hacían crujir las rocas mientras caminaban hacia la casa rodante.

—Cuando pasé la colina por primera vez, creí que era una reserva india —comentó, señalando las tiendas cónicas.

—No —dijo Grant—. Sólo es la mejor manera de vivir aquí.

Y explicó que en 1978, el primer año de las excavaciones, habían usado tiendas octaédricas «North Slope», las más evolucionadas que existían en ese entonces. Pero el viento se las llevaba siempre. Probaron con otros tipos de tienda, siempre con el mismo resultado. Al final, empezaron a levantar tiendas indias cónicas, que eran más amplias en el interior, más confortables y más estables ante la acción del viento.

—Estas son tiendas de los pies negros, levantadas alrededor de cuatro palos. Las de los sioux se levantaban alrededor de tres. Pero este solía ser territorio de los pies negros, por lo que pensamos…

—Ajá —asintió Morris—. Muy apropiado. —Con los ojos entrecerrados, observó el desolado paisaje y sacudió la cabeza—. ¿Cuánto tiempo han estado aquí?

—Alrededor de sesenta cajones —contestó Grant. Cuando Morris denotó sorpresa, le explicó—: Medimos el tiempo con cerveza. Comenzamos en junio con cien cajones. Hasta ahora hemos liquidado alrededor de sesenta.

—Sesenta y tres, para ser exactos —precisó Ellie Sattler, cuando llegaron a la casa rodante. A Grant le divirtió ver cómo Morris quedaba boquiabierto ante Ellie, que usaba vaqueros recortados y una camisa de trabajo anudada a mitad del torso; tenía veinticuatro años y estaba muy tostada por el sol. Llevaba el rubio cabello peinado hacia atrás.

—Ellie nos mantiene en movimiento —dijo Grant, presentándola—. Es muy buena en lo que hace.

—¿Y qué hace?

—Paleobotánica —dijo Ellie—. Y también hago los preparados típicos de campaña. —Abrió la puerta y entraron.

El aire acondicionado de la casa rodante sólo bajó la temperatura a treinta grados, pero parecía fresco después del calor del mediodía. La casa tenía una serie de mesas largas de madera, sobre las que había pulcramente dispuestos diminutos especímenes óseos, etiquetados y rotulados. Más allá había platos de cerámica y restos de artefactos de alfarería. Olía con intensidad a vinagre.

Morris echó un vistazo a los huesos:

—Pensé que los dinosaurios eran grandes —dijo.

—Lo eran —contestó Ellie—. Pero todo lo que ve aquí proviene de bebés. Snakewater es importante, principalmente, por la cantidad de lugares de anidamiento de dinosaurios. Hasta el momento en que iniciamos este trabajo, apenas sí se conocían dinosaurios bebés. Solamente se había encontrado un nido en el desierto de Gobi. Nosotros descubrimos una docena de nidos diferentes de hadrosaurios en los que estaba todo, huevos y huesos de bebés incluidos.

Mientras Grant iba a la nevera, Ellie le mostró a Morris los baños de ácido acético, que se usaba para disolver la caliza de los delicados huesos.

—Parecen huesos de pollo —dijo Morris, atisbando dentro de los platos de cerámica.

—Sí —dijo Ellie—. Son muy parecidos a los de pájaro.

—¿Y qué pasa con esos? —preguntó Morris, señalando, a través de la ventana de la casa rodante, montones de huesos grandes que estaban fuera, envueltos en plástico grueso.

—Material rechazado —explicó Ellie—. Huesos demasiado fragmentados cuando los desenterramos. Antes los descartábamos, pero ahora los enviamos para que se les someta a ensayos genéticos.

—¿Ensayos genéticos? —repitió Morris.

—Ahí va —interrumpió Grant, arrojando una cerveza a las manos de Morris. Le dio otra a Ellie, que tragó la suya de una sola vez, sin darse pausa para respirar al hacerlo, echó el largo cuello hacia atrás. Morris se quedó mirándola fijo.

—Somos bastante informales aquí —dijo Grant—. ¿Quiere pasar a mi oficina?

—Por supuesto —contestó Morris. Grant le condujo al extremo de la casa rodante, en el que había una cama despanzurrada, una silla hundida en el medio y una mesa auxiliar desvencijada. Grant se dejó caer sobre la cama, que crujió y exhaló una nube de polvo calizo. El paleontólogo se reclinó, puso los pies sobre la mesa auxiliar, que hizo un ruido al golpearla con las botas y, con un gesto, invitó a Morris a sentarse en la silla:

—Póngase cómodo.

Grant era profesor de Paleontología en la Universidad de Denver, y uno de los principales investigadores en su actividad, pero nunca se había sentido cómodo con las sutilezas sociales. Se veía a sí mismo como a un hombre destinado a trabajar al aire libre y sabía que, en Paleontología, todo el trabajo importante se hace al aire libre, con las manos. Grant tenía poca paciencia con los aspectos académicos, con los conservadores de museos, con lo que él denominaba Cazadores de Dinosaurios durante la Hora del Té. Y se esmeró un poco por distanciarse, en cuanto a vestimenta y comportamiento, de los Cazadores de Dinosaurios durante la Hora del Té llegando, inclusive, a dictar sus clases con vaqueros y zapatillas.

Grant observó cómo Morris desempolvaba escrupulosamente el asiento antes de sentarse. El hombre del EPA abrió su maletín, revolvió entre los papeles y volvió a echarle un vistazo a Ellie, que, con pinzas de punta fina, estaba levantando huesos del baño de ácido en el otro extremo de la casa rodante, sin prestarles atención.

—Probablemente se pregunta por qué estoy aquí.

Grant asintió con la cabeza:

—Hay un trecho muy largo hasta aquí, señor Morris.

—Bueno —comenzó Morris—, para ir directamente al grano, al EPA le preocupan las actividades de la Fundación Hammond. Usted recibe algunos fondos de ella.

—Treinta mil dólares anuales durante los últimos cuatro o cinco años.

—¿Qué sabe de la fundación? —preguntó Morris.

Grant se encogió de hombros:

—La Fundación Hammond es una respetada fuente de subvenciones académicas. Concede fondos a las investigaciones que se hacen en todo el mundo, comprendiendo varios investigadores de los dinosaurios. Sé que brindan apoyo a Bob Kerry, del Tyrrell en Alberta, y a John Weller en Alaska. Es probable que a más gente.

—¿Sabe por qué la Fundación Hammond respalda tantas investigaciones sobre dinosaurios?

—Claro que sí, porque el viejo John Hammond es un entusiasta fanático de los dinosaurios.

—¿Le ha visto personalmente?

Grant se encogió de hombros:

—Una o dos veces. Viene aquí para hacer visitas breves. Es bastante anciano, sabe usted. Y excéntrico, de la manera en que a veces lo es la gente rica. Pero siempre se muestra muy entusiasta. ¿Por qué?

—Bueno, pues la Fundación Hammond es, realmente, una organización bastante misteriosa. —Extrajo la fotocopia de un planisferio, marcada con puntos rojos, y se la entregó a Grant—. Estas son las excavaciones que la fundación financió el año pasado. ¿Nota algo extraño en ellas? Montana, Alaska, Canadá, Suecia… Todos son emplazamientos situados en el Norte. No hay nada por debajo del paralelo cuarenta y cinco. —Morris sacó más mapas—. Es lo mismo, año tras año. Los proyectos de búsqueda de dinosaurios que se deban hacer en el Sur, en Utah, Colorado o México, nunca obtienen fondos. La Fundación Hammond sólo presta su apoyo a las excavaciones que se hacen en clima frío. Nos gustaría saber por qué.

Grant ojeó los mapas con rapidez. Resultaban coherentes. Y si era cierto que la fundación sólo respaldaba las excavaciones en clima frío, entonces aquél era un comportamiento extraño, porque algunos de los mejores investigadores que buscaban dinosaurios estaban trabajando en climas cálidos, y…

—Y hay otros enigmas —añadió Morris—. Por ejemplo, ¿cuál es la relación que hay entre los dinosaurios y el ámbar?

—¿Ámbar?

—Sí. Es la resina amarilla dura, procedente de la savia seca del árbol…

—Sé lo que es —interrumpió Grant—. Pero, ¿por qué lo pregunta?

—Porque —dijo Morris— en el transcurso de los últimos cinco años Hammond compró enormes cantidades de ámbar en América, Europa y Asia, incluyendo muchas joyas merecedoras de estar en un museo. La fundación gastó diecisiete millones de dólares en ámbar. Ahora posee la provisión privada más grande del mundo de este material.

—No lo entiendo —dijo Grant.

—Nadie lo entiende. Al parecer, no tiene el menor sentido. El ámbar se sintetiza con facilidad, no tiene valor comercial ni militar. No hay motivo para hacer acopio de él. Pero eso es justamente lo que Hammond ha hecho durante muchos años.

—Ámbar —dijo Grant, meneando la cabeza en gesto de negación.

—¿Y qué pasa con la isla que Hammond tiene en Costa Rica? —continuó Morris—. Diez años atrás, la Fundación Hammond le alquiló una isla al Gobierno de Costa Rica. Al parecer, para iniciar una reserva biológica.

—No sé nada de eso —dijo Grant, frunciendo el entrecejo.

—No pude encontrar gran cosa —añadió Morris—. La isla se halla a ciento ochenta y cinco kilómetros, mar adentro, de la Costa Oeste. Aparentemente es muy escarpada y está en una zona del océano en la que la combinación de viento y corriente marina hacen que esté envuelta en niebla en forma perpetua. La solían llamar Isla Nubla, por estar siempre cubierta de nubosidad. En apariencia, a los costarricenses les asombró que alguien la quisiera.

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