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Authors: Michel Houellebecq

Plataforma (31 page)

—Verá —dije—, yo me ocupo sobre todo del lado económico de los proyectos. Para hablar de cuestiones estéticas, más vale que vea a la señorita Durry.

Le apunté en una tarjeta de visita el nombre y el puesto de Marie-Jeanne; al fin y al cabo, seguro que era experta en cosas de clítoris. La chica parecía un poco desconcertada, pero de todos modos me dio una bolsita llena de pirámides de plástico.

—Le regalo unos cuantos vaciados —dijo—, hicieron muchos en la fábrica.

Le di las gracias, la acompañé a la entrada del departamento. Antes de despedirme, le pregunté si los vaciados eran de tamaño natural. Claro, me dijo ella, eso formaba parte de la idea.

Esa noche examiné con atención el clítoris de Valérie.

En el fondo nunca le había prestado una atención muy precisa; lo acariciaba o lo lamía en función de un esquema global; me había aprendido la posición, los ángulos, el ritmo de los movimientos que tenía que hacer; pero esa noche estudié mucho rato el pequeño órgano que palpitaba ante mis ojos.

—¿Qué haces? — preguntó ella con sorpresa, después de cinco minutos con las piernas abiertas.

—Una idea artística… —contesté, dándole un breve lametazo para calmar su impaciencia. Obviamente, al vaciado de la chica le faltaban el sabor y el olor; pero dejando aparte eso, estaba claro que había cierta semejanza. Cuando acabé el examen abrí con ambas manos el coño de Valérie y le lamí el clítoris con pequeños lengüetazos, muy precisos. ¿Acaso la espera había exacerbado su deseo? ¿O fueron mis movimientos, más precisos y atentos? El caso es que se corrió casi enseguida. Yo me dije que, en el fondo, aquella Sandra era bastante buena artista; su trabajo incitaba a
mirar el mundo con nuevos ojos
.

14

A principios de diciembre saltaba a la vista que los clubs Afrodita iban a ser todo un gol, y probablemente un gol
histórico
. En el sector turístico, noviembre es tradicionalmente el mes más flojo. En octubre todavía hay viajes de final de temporada; en diciembre, las fiestas toman el relevo; pero a muy pocos se les ocurre irse de vacaciones en noviembre, salvo a algunos
seniors
especialmente avezados y curtidos. Aun así, los primeros resultados que llegaban de los clubs eran excelentes:

la fórmula había tenido un éxito inmediato, incluso se podía hablar de avalancha. El día que llegaron las primeras cifras cené con Jean-Yves y Valérie; él me miraba con cara rara, por lo mucho que los resultados dejaban atrás sus expectativas: durante todo el mes, el índice de ocupación de los clubs había superado el 95 %, en todos los destinos. «Sí, el sexo…», dije yo, incómodo. «La gente necesita sexo, eso es todo, lo que pasa es que no se atreve a confesarlo.» Todo aquello invitaba a la reflexión, casi al silencio; el camarero trajo los
antipasti
.

—La inauguración de Krabi va a ser increíble… —dijo JeanYves—. Me ha llamado Rembke, todo está reservado desde hace tres semanas. Y lo mejor es que no hay nada en los medios de comunicación, ni una línea. Un éxito discreto, masivo y confidencial a la vez; justo lo que estábamos buscando.

Por fin se había decidido a alquilar un estudio y a dejar a su mujer; no le darían las llaves hasta el 1 de enero, pero ya se sentía mejor, parecía más relajado. Era relativamente joven, guapo y muy rico: me daba cuenta, con pasmo, de que nada de eso ayuda forzosamente a vivir; pero por lo menos ayuda a que los demás te deseen. Yo seguía sin entender del todo su ambición, el empeño que ponía en el éxito profesional. No creo que fuera por dinero: pagaba muchísimo en impuestos, y no tenía gustos suntuosos. Tampoco era por lealtad a la empresa, ni por altruismo: difícilmente podía considerarse que el desarrollo del turismo mundial fuera una causa noble. Su ambición existía por sí misma y no podía achacarse a ninguna otra causa: sin duda era semejante al deseo de construir algo, más que a las ansias de poder o el espíritu competitivo; yo nunca le había oído hablar de las carreras de sus antiguos compañeros en la Escuela de Comercio, y no creo que eso le preocupara lo más mínimo. En resumen, que se trataba de una motivación respetable, la misma que explicaba en líneas generales el desarrollo de la civilización humana. La gratificación social que le correspondía era un buen sueldo; en otros regímenes podría haber sido un título de nobleza, o privilegios como los concedidos a los miembros de la
nomenklatum
; pero no creo que eso hubiera cambiado gran cosa. En realidad, Jean-Yves trabajaba porque le gustaba trabajar; algo puro y misterioso a la vez.

El 15 de diciembre, dos semanas antes de la inauguración, Jean-Yves recibió una llamada preocupada de TUI. Acababan de secuestrar a un turista alemán, junto con la chica que le acompañaba; había ocurrido en Hat Yai, al sur del país. La policía local había recibido un mensaje confuso, escrito en un inglés macarrónico, que no hacía ninguna reivindicación, pero que afirmaba que ambos jóvenes iban a ser ejecutados por su comportamiento, contrario a la ley islámica. Sí, desde hacía unos meses había actividad de movimientos islámicos, apoyados por Libia, en la frontera con Malasia; pero era la primera vez que atacaban a alguien.

El 18 de diciembre, los cadáveres desnudos y mutilados de los jóvenes fueron arrojados desde una camioneta en pleno centro de la plaza mayor de la ciudad. La chica había sido lapidada, se habían ensañado con ella de la manera más violenta; la piel había reventado por todas partes, su cuerpo era un bulto informe, apenas reconocible. Habían degollado y castrado al alemán, y le habían metido el pene y los testículos en la boca. Esta vez, toda la prensa alemana se hizo eco de la noticia, incluso hubo algunos sueltos en Francia. Los periódicos habían decidido no publicar las fotos de las víctimas, pero enseguida estuvieron disponibles en los sitios web habituales. Jean-Yves hablaba todos los días con TUI: hasta el momento, la situación no era alarmante; había muy pocas anulaciones, la gente seguía adelante con sus vacaciones. El primer ministro tailandés se deshacía en declaraciones tranquilizadoras: lo más probable era que se tratase de una acción aislada, todos los movimientos terroristas conocidos habían condenado el secuestro y el asesinato.

Sin embargo, en cuanto llegamos a Bangkok sentí cierta tensión, sobre todo en el barrio de Sukhumvit, donde residía la mayoría de turistas procedentes de Oriente Medio. Venían sobre todo de Turquía y de Egipto, aunque a veces también de países musulmanes mucho más duros, como Arabia Saudita o Pakistán. Cuando andaban entre la muchedumbre, veía que la gente los miraba con hostilidad. En la entrada de muchos bares de chicas vi carteles que decían NO MUSLIMS HERE; el dueño de un bar de Patpong había llegado al extremo de explicarse en el siguiente mensaje: «
We respect your Muslim faith we don’t want you to drink whisky; and enjoy Thai girls.
» (Respetamos la fe musulmana: no queremos que los musulmanes beban whisky o se diviertan con las chicas tailandesas.» (N. de la T.). Pero los pobres no tenían la culpa, y estaba claro que en caso de atentado serían las primeras víctimas. Durante mi primera visita a Tailandia, me había sorprendido la presencia de los súbditos de países árabes; de hecho, iban a Tailandia por los mismos motivos que los occidentales, con la diferencia de que parecían montarse las juergas con más entusiasmo todavía. Era fácil encontrarlos en los bares de los hoteles con un whisky en la mano a las diez de la mañana; y cuando abrían los salones de masaje eran los primeros clientes. Obviamente estaban quebrantando la ley islámica, y como seguramente se sentían culpables, solían ser corteses y encantadores.

Bangkok seguía igual de ruidosa e irrespirable; sin embargo, sentí el mismo placer en cuanto volví a pisarla. Jean— Yves tenía dos o tres citas con banqueros, o en un ministerio; en fin, yo seguía todo aquello de lejos. Al cabo de un par de días nos contó que sus entrevistas habían ido muy bien: las autoridades locales se prestaban a colaborar, estaban dispuestas a todo para atraer cualquier inversión occidental.

Desde hacía unos años Tailandia ya no conseguía salir de la crisis, la bolsa y la moneda estaban en su nivel más bajo, la deuda pública alcanzaba el 70 % del producto interior bruto.

—Están tan hasta el cuello de mierda que ni siquiera son corruptos… —nos dijo Jean-Yves—. Los he untado un poco, pero muy poco; nada comparado con lo que se hacía cinco años antes.

La mañana del 31 de diciembre cogimos el avión a Krabi.

Al bajar del minibús tropecé con Lionel, que había llegado la víspera. Estaba encantado, me dijo, absolutamente encantado; me costó un poco contener la oleada de agradecimiento.

Pero al llegar al bungalow yo también me quedé impresionado ante la belleza del paisaje. La
playa
era inmensa, inmaculada, la arena fina como el polvo. En unas docenas de metros el océano pasaba del lapislázuli al turquesa, del turquesa al esmeralda. Enormes islotes calcáreos, cubiertos de bosques de un verde intenso, surgían de las aguas hasta el horizonte, desvaneciéndose en la luz y la distancia, dándole a la bahía una amplitud irreal, cósmica.

—¿No es aquí donde rodaron La playa.? — me preguntó Valérie.

—No, creo que fue en Koh Phi Phi; pero no he visto la película.

Según ella, no me había perdido nada; dejando aparte los paisajes, no tenía ningún interés. Yo recordaba vagamente el libro, protagonizado por unos excursionistas en busca de una isla virgen; su único guía era un mapa que les había dibujado un viejo trotamundos antes de suicidarse en un hotel de mala muerte en Khao Sen Road. Primero iban a Koh Samui, demasiado turístico; desde allí llegaban a una isla cercana, pero todavía había demasiada gente para su gusto. Al final, sobornando a un marinero, conseguían desembarcar en su isla, situada en una reserva natural y, por lo tanto, en principio inaccesible. Entonces empezaban los problemas.

Los primeros capítulos del libro ilustraban a la perfección la maldición del turista, dedicado a la búsqueda desenfrenada de lugares «no turísticos» que su sola presencia contribuye a desacreditar, y empujado así a ir cada vez más lejos en un proyecto cuya realización se revela una y otra vez inútil. Esta situación sin esperanza, semejante a la del hombre que intentara huir de su sombra, era muy conocida en los medios turísticos, me dijo Valérie: en términos sociológicos, la llamaban la paradoja del
double bind
.

En todo caso, los turistas que habían elegido el Eldorador Afrodita de Krabi no parecían ir a sucumbir a la paradoja del
double bind
: aunque la playa era inmensa, casi todos se habían instalado en el mismo sitio. Por lo que podía ver, correspondían a la clientela esperada: muchos alemanes, con pinta de directivos o profesiones liberales. Valérie tenía las cifras exactas: 80 % de alemanes, 10 % de italianos, 5 % de españoles y 5 % de franceses. Lo sorprendente es que había muchas parejas. Del tipo
parejas libertinas
, que uno se podría encontrar perfectamente en Cap d’Agde: la mayoría de las mujeres tenían pechos de silicona, muchas llevaban una cadenilla de oro en torno a la cintura o el tobillo. También me di cuenta de que casi todo el mundo se bañaba desnudo. Todo aquello me inspiraba bastante confianza; esa clase de gente nunca da problemas. Al contrario que los lugares calificados «para trotamundos», los lugares de intercambio de parejas, que cobran todo su valor a medida que se llenan de gente, son por antonomasia lugares no paradójicos. En un mundo en el que el mayor lujo consiste en evitar a los demás, la sociabilidad campechana de los burgueses alemanes liberados era una forma de subversión especialmente sutil, como le dije a Valérie mientras ella se quitaba el sujetador y la braga. Me quedé un poco cortado al desnudarme, porque la tenía dura, y me tumbé boca abajo a su lado. Ella abrió las piernas tranquilamente, ofreciendo su sexo al sol. A unos metros, a nuestra derecha, había un grupo de alemanas que discutían un artículo en
Spiegel
. Una de ellas tenía el sexo depilado; se veía muy bien la raja, fina y recta.

—Me gusta ese tipo de coño… —me dijo Valérie en voz baja—. Dan ganas de meter el dedo.

A mí también me gustaba; pero a la izquierda había una pareja de españoles, y la mujer tenía el vello púbico muy espeso, rizado y negro; aquello me gustaba también. Cuando se tumbó, miré sus labios mayores, gruesos y carnosos. Era una mujer joven, no tendría más de veinticinco años, pero tenía los pechos llenos, las areolas grandes y prominentes.

—Venga, túmbate de espaldas… —me dijo Valérie al oído.

Obedecí cerrando los ojos, como si el hecho de no ver nada disminuyera el alcance de lo que estaba haciendo. Sentí que mi polla se erguía, que el glande salía de su capuchón de piel protectora. Al cabo de un minuto dejé de pensar para concentrarme únicamente en la sensación; el calor del sol en las mucosas era infinitamente agradable. Tampoco abrí los ojos cuando sentí un hilillo de aceite solar sobre el pecho, y luego sobre el vientre. Los dedos de Valérie frotaban con delicadeza y rapidez. El aire olía a coco. Cuando empezó a aceitarme el sexo, abrí los ojos de inmediato: se había arrodillado a mi lado, de cara a la española, que se había enderezado sobre los codos para mirar. Yo eché la cabeza atrás, mirando fijamente el azul del cielo. Valérie me puso la palma de la mano en los cojones y me metió el dedo corazón en el ano; siguió masturbándome con la otra mano. Miré a la izquierda y vi que la española hacía lo propio con la polla de su chico; luego volví a mirar al cielo. Cuando oí pasos que se acercaban por la arena cerré otra vez los ojos. Entonces oí un beso, y susurros.

Ya no sabía cuántas manos, cuántos dedos me rodeaban y me acariciaban el sexo; el ruido de las olas era muy dulce.

Después de la playa, fuimos a dar una vuelta por el centro de ocio; caía la noche, y los letreros de los go-go bars se encendían uno por uno. En una plaza redonda había una decena de bares en torno a un inmenso salón de masaje. En la entrada encontramos a Jean-Yves, que se despedía de una chica con un vestido largo, grandes pechos y piel clara, que más bien parecía china.

—¿Qué tal ahí dentro? — preguntó Valérie.

—Asombroso. Un poco cursi, pero lujoso de verdad. Hay fuentes, plantas tropicales, cascadas; incluso estatuas de diosas griegas.

Nos instalamos en un mullido sofá cubierto de hilo de oro antes de elegir dos chicas. El masaje fue muy agradable, el agua caliente y el jabón líquido borraban los restos de aceite solar de nuestra piel. Las chicas se movían con delicadeza, nos enjabonaban con los pechos, las nalgas, el interior de los muslos; Valérie empezó a gemir enseguida. Una vez más, me maravillaba la abundancia de las zonas eróticas femeninas.

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