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Authors: Michel Houellebecq

Plataforma (33 page)

Caía la noche; se encendían las luces de las residencias que rodeaban la bahía. Un último rayo de sol iluminaba el cejado dorado de la pagoda. Desde que Valérie le había comunicado su decisión, Jean-Yves no había vuelto a mencionar el tema. Lo hizo durante la cena. Había pedido una botella de vino.

—Te voy a echar de menos… —dijo—. Ya no será lo mismo.

Hemos trabajado juntos durante más de cinco años. Y nunca nos hemos peleado de verdad. Sin ti no lo hubiera conseguido, ¿sabes? — Hablaba cada vez más bajo, como para sí mismo; ya era de noche—. Ahora podremos ampliar la fórmula. Unos de los países más obvios es Brasil. También he vuelto a pensar en Kenia: lo ideal sería abrir otro club en el interior del país, reservado para los safaris, y convertir el club de la playa en Afrodita. Y otra posibilidad inmediata es Vietnam.

—¿No te da miedo la competencia? — pregunté yo.

—No hay peligro. Las cadenas norteamericanas no se atreverán nunca a lanzarse a una cosa así, la corriente puritana es demasiado fuerte en Estados Unidos. Lo que yo temía un poco eran las reacciones de la prensa francesa, pero hasta ahora no ha salido nada. Aunque la verdad es que casi todos los clientes son extranjeros; en Alemania y en Italia son más tranquilos para estas cosas.

—Te vas a convertir en el proxeneta más importante del mundo…

—Proxeneta no —protestó—. Nadie se queda un céntimo de las ganancias de las chicas; las dejamos trabajar, eso es todo.

—Además, son cosas aparte —intervino Valérie—. No pertenecen a la plantilla del hotel.

—Bueno, sí… —vaciló Jean-Yves—. Aquí es aparte; pero he oído decir que en Santo Domingo también trabajan las camareras del hotel.

—Lo hacen voluntariamente.

—Ah, sí, eso es lo menos que se puede decir.

—Eh… —Valérie hizo un ademán conciliatorio que abarcaba al mundo entero—. No dejes que te jodan los hipócritas.

Estás ahí, pones la estructura, la
experiencia de Aurore
, y punto.

El camarero trajo una crema a la citronela. En las mesas vecinas había alemanes e italianos acompañados por una tailandesa y algunas parejas de alemanes, acompañados o no. El ambiente era tranquilo, sin problemas, en una atmósfera concebida para disfrutar; el oficio de responsable del complejo prometía ser bastante fácil.

—Así que os vais a quedar aquí… —repitió Jean-Yves; estaba claro que le costaba creerlo—. Es sorprendente; en fin, en cierto sentido lo comprendo, pero… lo que me sorprende es que alguien renuncie a ganar más dinero.

—¿Más dinero para qué? — dijo Valérie con claridad—.

¿Para comprarme bolsos de Prada? ¿Para irme a pasar el fin de semana a Budapest? ¿Para comer trufas blancas de temporada? He ganado mucho dinero y ni siquiera consigo acordarme de lo que he hecho con él: sí, seguramente me lo he gastado en chorradas de ese tipo. ¿Y tú, sabes lo que haces con tu dinero?

—Bueno… —Se quedó pensativo—. La verdad, creo que hasta ahora se lo gastaba Audrey.

—Audrey es una gilipollas —contestó Valérie, implacable—. Menos mal que te vas a divorciar. Es la decisión más inteligente que has tomado en tu vida.

—Es verdad, en el fondo es una imbécil… —contestó él, sin cortarse. Sonrió, dudó un momento—. De todos modos tú eres una chica rara, Valérie.

—Yo no soy rara; lo raro es el mundo que me rodea. ¿Es que te apetece de verdad comprarte un Ferrari Cabrio? ¿Una casa de fin de semana en Deauville para que te roben? ¿Te apetece trabajar noventa horas por semana hasta los sesenta años? ¿Pagar la mitad de tu sueldo en impuestos para financiar operaciones militares en Kosovo o planes de rehabilitación del extrarradio? Aquí se está bien; hay todo lo que hace falta para vivir. Lo único que te puede ofrecer el mundo occidental son
productos de marca
. Si crees en los productos de marca, más vale que te quedes en Occidente; si no, en Tailandia hay excelentes imitaciones.

—Lo raro es tu postura; has trabajado durante años en el mundo occidental sin creer en sus valores.

—Soy una depredadora —contestó ella con calma—. Una pequeña y amable depredadora; no tengo grandes necesidades; pero si he trabajado todo este tiempo ha sido solamente por la pasta; ahora voy a empezar a vivir. No entiendo a los demás. ¿Qué te impide a ti, por ejemplo, venirte a vivir aquí? Podrías casarte con una tailandesa: son bonitas, cariñosas y hacen bien el amor; algunas incluso hablan un poco de francés.

—Bueno… —él vaciló otra vez—. Ahora mismo prefiero cambiar de chica todas las noches.

—Eso se te pasará. De todos modos, nada te impediría volver a los salones de masaje una vez casado; en realidad están hechos para eso.

—Lo sé. Creo… En el fondo, creo que siempre me ha costado mucho tomar las decisiones más importantes de mi vida.

Un poco incómodo por esta confesión, se volvió hacia mí.

—¿Y tú, Michel? ¿Qué vas a hacer aquí?

Sin duda, la respuesta más cercana a la verdad habría sido algo como «Nada», pero siempre es difícil explicar ese tipo de cosas a alguien de temperamento activo.

—Cocinar… —contestó Valérie por mí. Yo la miré, sorprendido—. Sí, sí —insistió ella—. Me he fijado, de vez en cuando te da por ahí, tienes veleidades creativas en ese terreno. A mí me viene bien, cocinar no me gusta; estoy segura de que aquí vas a acabar con las manos en la masa.

Probé una cucharada de mi curry de pollo con pimientos; pues sí, a lo mejor se podía hacer algo parecido con mango. Jean-Yves había inclinado la cabeza, pensativo. Yo miré a Valérie: era una buena depredadora, más inteligente y obstinada que yo; y me había elegido para compartir su madriguera. Es posible suponer que las sociedades se basen, si no en una voluntad común, al menos en un consenso; a veces calificado de
consenso débil
, en las democracias occidentales, por, algunos editorialistas de posiciones políticas muy tajantes.

Yo, que también era de temperamento débil, no había hecho nada para modificar ese consenso; la idea de
voluntad común
me parecía menos evidente. Según Emmanuel Kant, la dignidad humana consiste en someterse a las leyes sólo si uno puede considerarse también legislador; nunca me había venido a la cabeza una fantasía tan extraña. No sólo no votaba, sino que nunca había pensado que las elecciones fueran otra cosa que estupendos espectáculos televisados, en los que mis actores preferidos, lo confieso, eran los politólogos; Jérôme Jaffré, sobre todo, me encantaba. Ser responsable político me parecía un oficio difícil, técnico, capaz de desgastar a cualquiera; yo prefería delegar el poco poder que me cayera en las manos.

Cuando era joven había conocido a muchos
militantes
que creían necesario hacer que la sociedad evolucionara en tal o cual dirección; no había sentido por ellos ni simpatía ni estima. De hecho, poco a poco había aprendido a desconfiar de ellos: su manera de interesarse por las causas generales, de considerar la sociedad como si ellos fueran los que debían cobrar los beneficios, era bastante sospechosa. ¿Qué tenía yo que reprocharle a Occidente? No mucho, pero tampoco me sentía muy apegado a él (y cada vez entendía menos que alguien pudiera sentirse apegado a una idea, a un país, a cualquier cosa que no fuese un individuo). La vida era cara en Occidente, hacía frío; la prostitución era de mala calidad. Era difícil fumar en los lugares públicos, casi imposible comprar drogas y medicamentos; se trabajaba mucho, había coches y ruido, y la seguridad ciudadana dejaba mucho que desear. En realidad, había bastantes inconvenientes. De pronto me di cuenta, incómodo, de que pensaba que la sociedad en la que vivía era algo así como un medio natural —digamos una sabana o una jungla— a cuyas leyes había tenido que adaptarme.

La idea de ser solidario con el medio nunca se me había ocurrido; era como una atrofia en mí, una carencia. No estaba muy claro que la sociedad pudiera sobrevivir mucho tiempo con individuos como yo; pero yo podía sobrevivir con una mujer, apegarme a ella, intentar hacerla feliz. En el momento en que miré otra vez a Valérie con agradecimiento, oí a mi derecha una especie de chasquido y un ruido de motor que venía del mar, y que se interrumpió enseguida. En la parte delantera de la terraza, una mujer rubia y corpulenta se levantó gritando. Hubo una primera ráfaga, un restallido breve.

Ella se volvió hacia nosotros, llevándose las manos a la cara; una bala le había atravesado el ojo, la órbita ya no era más que un agujero ensangrentado; luego se derrumbó sin hacer ruido. Entonces vi a los atacantes, tres hombres con turbante que avanzaban rápidamente hacia nosotros, con metralletas en las manos. Estalló una segunda ráfaga, un poco más larga; los ruidos de porcelana y cristal roto se mezclaron con los gritos de dolor. Debimos de quedarnos paralizados durante unos segundos; a pocos se les ocurrió protegerse debajo de las mesas. A mi lado, Jean-Yves lanzó un grito breve; acababa de ser alcanzado en el brazo. Entonces vi que Valérie resbalaba muy despacio de la silla y se desplomaba en el suelo. Me abalancé sobre ella y la abracé. A partir de ese momento ya no vi nada. Las ráfagas de metralleta se sucedían en un silencio roto únicamente por el estallido de cristales; me pareció interminable. El olor a pólvora era muy fuerte. Luego volvió el silencio. Entonces me di cuenta de que tenía la mano izquierda cubierta de sangre; Valérie debía de estar herida, en el pecho o en la garganta. La lámpara que teníamos al lado se había roto, estábamos casi completamente a oscuras. Jean-Yves, tendido a un metro de mí, intentó incorporarse y lanzó un gruñido. En ese momento sonó una explosión enorme que parecía venir del centro de ocio; una explosión que desgarró el espacio y reverberó mucho tiempo en la bahía. Al principio pensé que me habían estallado los tímpanos; sin embargo, unos segundos más tarde, en mitad de mi aturdimiento, oí un concierto de gritos espantosos, de verdaderos alaridos de condenados.

Los servicios de emergencia llegaron diez minutos después. Venían de Krabi, y se dirigieron primero al centro de ocio. La bomba había estallado en el Crazy Lips, el bar más importante, a la hora de mayor afluencia; estaba oculta en una bolsa de deporte que habían dejado al lado de la pista.

Era un dispositivo artesanal pero muy potente, a base de dinamita, accionado por un despertador; la bolsa estaba repleta de tornillos y clavos. A causa de la violencia de la onda expansiva, las delgadas paredes de ladrillo que separaban el bar de los demás establecimientos habían volado; algunas de las vigas metálicas que sostenían toda la estructura habían cedido, el techo amenazaba derrumbarse. Lo primero que hicieron los servicios de emergencia, al ver la magnitud de la catástrofe, fue pedir refuerzos. Ante la entrada del bar, una bailarina se arrastraba por el suelo, todavía vestida con su bikini blanco, con los brazos amputados a la altura del codo. Cerca de ella, un turista alemán sentado entre los cascotes sostenía los intestinos que se le escapaban del vientre; su mujer estaba tendida a su lado, con el pecho abierto y los senos medio arrancados. Dentro del bar flotaba, estancada, una humareda negruzca; el suelo estaba resbaladizo, cubierto de sangre que manaba de los cuerpos humanos y de los órganos destrozados. Muchos agonizantes, con los brazos o las piernas mutilados, intentaban arrastrarse hacia la salida, dejando tras ellos un reguero de sangre. Los tornillos y los clavos habían arrancado ojos y manos, habían destrozado cabezas. Algunos cuerpos habían estallado literalmente desde el interior, miembros y vísceras tapizaban metros y metros de suelo.

Cuando los servicios de emergencia llegaron a la terraza, yo seguía abrazado a Valérie; su cuerpo estaba tibio. Dos metros más allá, una mujer yacía en el suelo con el rostro cubierto de sangre y cuajado de esquirlas de cristal. Otros seguían sentados, con la boca abierta, inmovilizados por la muerte. Grité: dos enfermeros se acercaron enseguida, cogieron con delicadeza a Valérie, la depositaron en una camilla.

Intenté levantarme, pero me caí de espaldas; me golpeé la cabeza contra el suelo. Entonces oí, con mucha claridad, que alguien decía en francés: «Está muerta.»

Tercera parte

Pattaya Beach

1

Era la primera vez desde hacía mucho tiempo que me despertaba solo. El hospital de Krabi era un edificio pequeño y luminoso; un médico vino a visitarme a media mañana. Era francés, y pertenecía a Médicos del Mundo; la organización había llegado allí al día siguiente del atentado. Tendría unos treinta años, andaba un poco encorvado, y tenía cara de preocupación. Me dijo que yo había estado tres días durmiendo.

—Bueno, en realidad no es que haya dormido —se corrigió—. A veces parecía despierto, y entonces le hablábamos; pero es la primera vez que logramos establecer contacto.

Establecer contacto, me dije. También me contó que el balance del atentado era terrible: por el momento se elevaba a ciento diecisiete muertos; el peor atentado que jamás hubiera ocurrido en Asia. Algunos heridos seguían en estado extremadamente crítico y no podían moverlos, Lionel entre ellos. La bomba le había arrancado ambas piernas y una esquirla de metal se le había clavado en el vientre; sus posibilidades de supervivencia eran mínimas. Los demás heridos graves habían sido transportados al Bumrungrad Hospital, en Bangkok. Jean-Yves sólo había sufrido heridas leves, una bala le había fracturado el húmero; habían podido atenderle allí mismo. Yo no tenía absolutamente nada, ni un rasguño.

—En cuanto a su amiga… —concluyó el médico—. Su cuerpo ya ha sido repatriado a Francia. He hablado con sus padres por teléfono: será inhumada en Bretaña.

Se quedó callado; probablemente esperaba que yo dijera algo. Me observaba de reojo; parecía cada vez más preocupado.

A eso del mediodía, llegó una enfermera con una bandeja; se la llevó una hora más tarde. Me dijo que tenía que empezar a comer, que era imprescindible.

Jean-Yves vino a verme a media tarde. El también me miró de una manera rara, un poco de reojo. Me habló sobre todo de Lionel; se estaba muriendo, sólo era cuestión de horas. Había preguntado muchas veces por Kim. Ella había salido milagrosamente indemne, pero parecía haberse consolado muy deprisa: el día anterior, mientras paseaba por Krabi, Jean-Yves la había visto del brazo de un inglés. No le había dicho nada a Lionel, pero éste tampoco parecía hacerse demasiadas ilusiones; dijo que ya era una suerte haberla conocido.

—Es curioso… —me dijo Jean-Yves—. Parece feliz.

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