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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (4 page)

Recorrieron con la mirada las pintadas y constataron que en aquel suelo se había echado al menos un polvo, a no ser que solo se tratara de fantasías o deseos por parte de quien escribió la pintada. Después recogieron las cosas e iniciaron el descenso. Cecilia tenía que bajar despacio por las palpitaciones y la presión en el pecho, y Anders la iba esperando.

Cuando cruzaron la puerta y salieron al exterior no vieron a Maja. Había empezado a levantarse viento y la nieve se elevaba como velos ligeros en el aire, lanzando destellos bajo los rayos del sol.

Anders cerró los ojos y respiró profundamente. Había sido una excursión maravillosa, pero ya era hora de volver a casa.

—¡Maaaja! —gritó.

No hubo respuesta. Dieron una vuelta al faro para ver si estaba allí. La roca del faro solo era una pequeña isleta, de unos cien metros de perímetro. No se veía a Maja por ningún sitio. Anders escudriñó el hielo, pero no había ninguna figura pequeña y roja.

—¡Maaaja!

Esta vez gritó un poco más alto y el corazón empezó a latirle más deprisa. Una estupidez, lógicamente. Aquí no había ninguna posibilidad de que se perdiera. Sintió la mano de Cecilia en su hombro. Ella le señaló la nieve.

—Aquí no hay ninguna huella.

También ella hablaba con un poco de inquietud en la voz. Anders asintió. Obvio. Solo tenían que seguir las huellas de Maja.

Volvieron al punto de partida, la puerta del faro. Anders introdujo la cabeza y gritó hacia la escalera, por si Maja había vuelto sin que ellos se hubieran dado cuenta. No hubo respuesta.

Junto a la puerta estaba lleno de huellas de los pies de todos, pero no había ninguna que fuera ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Anders bajó un poco hasta la base de la roca. Pudo ver las huellas de los tres que iban desde el hielo hasta el faro, y también unas pisadas de Maja que iban en dirección contraria.

Escudriñó la superficie del hielo. No veía a Maja. Parpadeó, se frotó los ojos. La niña no podía haber ido tan lejos como para que él no la pudiera ver. El perfil de Domarö se fundía con el de la península, un trazo grueso sobre otro más fino. Se volvió hacia el otro lado y alcanzó a ver la mirada de Cecilia, que ahora era concentrada, tensa.

En la otra dirección tampoco veía a su hija.

Cecilia pasó a su lado, se dirigía al hielo. Iba con la cabeza agachada, siguiendo las huellas con la mirada.

—Voy a buscar en el faro —gritó Anders—. Tiene que haberse escondido o algo así.

Corrió hasta el faro y siguió escaleras arriba llamando a Maja. No obtuvo respuesta. El corazón le latía con fuerza e intentó tranquilizarse un poco, pensar con calma.

Es que no hay ninguna posibilidad, sencillamente
.

Siempre hay alguna posibilidad.

No, no la hay. Aquí no la hay. No hay ningún sitio donde pueda estar escondida
.

No. Exactamente.

Déjalo. Déjalo
.

El escondite era el juego preferido de Maja. Se le daba bien buscar sitios donde esconderse. Ella, que normalmente era impetuosa e impaciente, jugando al escondite o al rescate podía permanecer quieta y callada el tiempo que hiciera falta.

Subió la escalera con los brazos extendidos, agachado como un buzo, revisando con las manos los ángulos entre los peldaños y las paredes. Por si se hubiera caído. Por si estaba en lo oscuro, donde él no pudiera verla.

Por si se hubiera caído y se hubiera dado un golpe en la cabeza, por si
...

Pero Anders no encontró nada, no vio nada.

Buscó en la sala a la que conducía la escalera, encontró dos armarios que eran demasiado pequeños para que Maja pudiera esconderse allí. Los abrió de todos modos. Dentro había piezas de metal oxidadas que él no pudo identificar, botellas con etiquetas escritas a mano. Pero Maja no estaba allí.

Se dirigió a la puerta que conducía a la torre superior, cerró los ojos un par de segundos antes entrar.

Seguro que está ahí arriba. Seguro que está ahí. Luego nos iremos a casa y sumaremos esta al resto de las veces que ella ha desaparecido por un momento y después ha vuelto a aparecer
.

Junto a la escalera había un mecanismo de pesas y cadenas, un armario de máquinas cerrado con candado. Anders tiró de él y se aseguró de que estaba cerrado, de que Maja no podía estar allí. Subió las escaleras despacio, llamándola. No hubo respuesta. Le zumbaban los oídos y le flojeaban las piernas.

Llegó a la sala del reflector. Ni rastro de Maja.

Solo hacía media hora que él la había fotografiado aquí, y ahora no había ni el menor rastro de ella. Nada. Gritó:

—¡Maaajaaa! ¡Sal! ¡Ya no tiene gracia!

En la angosta sala aquel grito hizo vibrar los cristales.

Recorrió la sala, observó la superficie del hielo. Allá abajo vio a Cecilia siguiendo las huellas que los habían traído hasta aquí. Pero el buzo rojo no se veía por ninguna parte. Le costaba respirar. Tenía la lengua pegada al paladar. Aquello era imposible. No podía estar ocurriendo. Desesperado, rastreó con la mirada la superficie del hielo en todas direcciones.

¿Dónde está? ¿Dónde está?

Débil, muy débil, le llegaba la voz de Cecilia gritando lo mismo que él había gritado ya tantas veces. Tampoco ella obtuvo ninguna respuesta.

Piensa, idiota. Piensa
.

Volvió a mirar la superficie helada. No había nada que impidiera la visibilidad, nada que pudiera ocultarla. Si hubiera agujeros en el hielo, se verían. Por muy bueno que seas escondiéndote, primero tendrás que tener
un sitio
en el que esconderte.

Se detuvo un momento. Entornó los ojos. Oyó en su interior la voz de Maja.

Papá, ¿qué es eso?

Fue hasta el sitio donde ella estaba cuando se lo preguntó, miró en la dirección que la niña le había señalado. Nada. Solo hielo y nieve.

¿Qué fue lo que vio?

Forzó la mirada tratando de ver algo, entonces se dio cuenta de que aún llevaba consigo la mochila. Buscó la cámara y miró por el visor, ajustó el zum y dirigió el objetivo sobre la zona que la niña había señalado. Nada. Ni un cambio de color, ni de la tonalidad del blanco, nada.

Le temblaban las manos cuando echó de nuevo la cámara en la mochila. La superficie del hielo se veía solo blanca, blanca, pero el cielo se había puesto un poco más oscuro. Avanzaba la tarde, oscurecería dentro de un par de horas.

Se tapó la boca con las manos, con la vista fija en el vacío inmenso, oyendo los gritos lejanos de Cecilia. Maja había desaparecido. Maja ya no estaba.

No puede ser. No puede ser
.

Sin embargo, en su interior algo le decía que así era.

Eran algo más de las dos cuando sonó el teléfono de Simon. Él había pasado la última hora sentado revolviendo los viejos objetos de magia que sus manos, atormentadas por el reumatismo, ya no podían utilizar. Había pensado alguna vez en venderlos, pero decidió conservarlos como un pequeño recuerdo de familia.

Cuando sonó el teléfono, respondió a la segunda señal. Apenas tuvo tiempo de saludar antes de que la voz de Anders le interrumpiera.

—Hola, soy Anders. ¿Has visto a Maja?

—Creía que estaba con vosotros.

Una pausa breve. Una respiración temblorosa al otro lado del hilo. Simon se dio cuenta de que acababa de segar una esperanza.

—¿Qué es lo que pasa?

—Que ha desaparecido. Sabía que no podía haber llegado a la isla ella sola, pero pensé que... no sé, Simon, ha desaparecido. Ha desaparecido.

—¿Estáis en el faro?

—Sí. Y no puede... es imposible... no hay ningún sitio... pero no está aquí... ¿Dónde está? ¿Dónde está?

Dos minutos después Simon ya se había echado encima ropa de abrigo y había puesto en marcha su motocarro. Condujo por el hielo hasta donde estaba Elof, sentado en una silla plegable mirando fijamente al agujero que había hecho en el hielo con la barrena de Simon. Levantó la vista al oír llegar el vehículo. Simon frenó.

—Hola. ¿Has visto a Maja, la hija de Anders?

—No... ¿Aquí? ¿Ahora?

—Sí. En esta última hora.

—No. Por aquí no ha pasado un alma. Ni tampoco ningún pez, si te he de ser sincero. ¿Por qué lo preguntas?

—Se ha perdido. Fuera, al lado del faro.

Elof giró la cabeza hacia el faro, miró fijamente unos segundos y luego se rascó la frente.

—¿No la encuentran?

Simon apretó tanto los dientes que se le tensaron las mandíbulas. Esa maldita meticulosidad. Elof hizo un gesto con la cabeza y empezó a recoger el sedal.

—Tendré que ir... a buscar gente, entonces. Iremos enseguida.

Simon le dio las gracias y se puso en marcha en dirección al faro. Después de recorrer unos cincuenta metros se volvió, allí seguía todavía Elof recogiendo con cuidado sus aparejos de pesca, antes de ponerse en marcha. Simon rechinó los dientes y aceleró de tal manera que las ruedas levantaron remolinos mientras empezaba a anochecer.

Cinco minutos después Simon ya estaba junto al faro ayudando en la búsqueda, aunque no había ningún sitio donde buscar. Se concentró en dar vueltas con la moto para comprobar si era verdad lo que Elof había dicho, que había puntos débiles. No encontró ninguno. Un cuarto de hora más tarde aparecieron en el horizonte unos puntitos que iban acercándose desde Domarö. Cuatro motocarros. Elof y su hermano Jan venían cada uno en el suyo. Mats, que era el dueño de la tienda, llevaba con él a su mujer. La última era Margareta Bergwall, una de las pocas mujeres del pueblo que tenía su propia moto.

Condujeron alrededor del faro en círculos cada vez más amplios, rastrearon cada metro cuadrado de hielo. Anders y Cecilia deambulaban sin rumbo alrededor de la roca del faro sin decir nada. Después de una hora había oscurecido tanto que la luz de la luna era más fuerte que la débil luz del sol que aún quedaba en el cielo.

Simon se acercó a Anders y Cecilia, que estaban sentados a la puerta del faro con la cabeza entre las manos. En el hielo a lo lejos se veían las débiles luces de las motos, que seguían dando vueltas en círculo, como satélites alrededor de un planeta desierto. Había llegado un helicóptero de la policía con un foco para ampliar el radio.

A Simon le crujieron las articulaciones cuando se puso en cuclillas delante de ellos. Tenían la mirada perdida. Le acarició la rodilla a Cecilia.

—¿Cómo dijiste que eran las huellas?

Cecilia hizo un gesto casi sin fuerza en dirección a Domarö. Su voz era tan débil que Simon tuvo que acercarse un poco más para oír lo que decía.

—No había nada.

—¿Quieres decir que no giraban en ninguna dirección?

—Se acababan. Como si la hubieran... levantado por los aires.

Anders gimió.

—Eso no es posible. ¿Cómo puede ser?

Miraba fijamente a Simon, como si buscara respuesta en un conocimiento que estuviera más allá de la retina.

Simon se levantó y bajó de nuevo hasta el hielo, se sentó en el carro de su moto y miró a su alrededor.

Si al menos hubiera por dónde empezar
.

Algún cambio de color, una sombra, cualquier cosa que pudiera indicar un borde en el que empezar a buscar. Introdujo una mano en el bolsillo de la cazadora y envolvió con los dedos una caja de cerillas que llevaba allí. Después colocó las yemas de los dedos de la otra mano sobre el hielo y le pidió que se fundiera.

Primero se fundió la nieve, después apareció un hueco cada vez más profundo que se iba llenando de agua. Después de unos veinte segundos se había formado un agujero negro en el hielo del tamaño de un puño. Simon soltó la caja y con cierta dificultad introdujo el brazo dentro del agua fría. Pudo meter hasta un poco por encima del codo antes de poder tocar con los dedos el borde inferior del hielo.

El hielo era profundo. No existía ninguna posibilidad de que Maja se hubiera caído abajo en ningún sitio a través de una grieta.

Entonces, ¿qué puede haber pasado?

No había ningún reborde. Ningún sitio donde su pensamiento pudiera remover, agrandar la grieta, llegar a entender. Era imposible, sencillamente. Simon volvió a subir y se sentó con Anders y Cecilia, los abrazó y dijo algo de vez en cuando, hasta que se hizo completamente de noche y los círculos de las motos empezaron a acercarse de nuevo al faro.

Maja había desaparecido.

Domarö y el tiempo

A lo largo de este relato va a ser necesario a veces saltar hacia atrás en el tiempo con el fin de explicar algo que ocurre en el presente. Es molesto pero inevitable
.

Domarö no es una isla grande. Todo cuanto ha sucedido aquí aún pervive y actúa sobre el presente. Los lugares y los objetos están cargados de significados que no se olvidan así como así. No podemos escapar
.

En una perspectiva amplia este es un relato muy pequeño. La mayor parte de él cabe en una caja de cerillas
.

Lo que el gato trajo consigo (mayo de 1996)

Era la última semana de mayo y abundaban las percas. Simon tenía una manera sencilla de pescar. Después de pasarse unos años buscando el mejor sitio, había llegado a la conclusión de que era innecesario dar tantas vueltas. Funcionaba igual atar un extremo de la red al muelle con una cuerda y estirar el otro extremo de la red con el barco. Fácil de poner y más fácil aún vaciarla. Recogía la red desde el muelle y allí podía desenredar los peces pequeños atrapados en la red y devolverlos de nuevo al mar.

Las siete percas de la mañana ya estaban limpias en la nevera, los gobios liberados habían podido seguir su camino a nado. Simon estaba en el perchel quitando de la red los restos de zosteras y de algas, mientras las gaviotas daban cuenta de los desperdicios de las percas. Era una mañana luminosa y cálida, el sol le pegaba en la nuca y él sudaba con el buzo puesto.

Dante, el gato, había andado detrás de él toda la mañana, parecía que no iba a aprender nunca que era muy extraño que aparecieran arenques en la red. No obstante, las pocas veces que había conseguido alguno bastaban para que la luz de la esperanza se encendiera en su cabeza, y siempre seguía a Simon hasta el embarcadero.

Dante, cuando constató que aquella mañana tampoco había conseguido atrapar ningún arenque en la red, se sentó en el muelle a mirar las gaviotas mientras se peleaban por los restos del pescado. Jamás se atrevería él a atacar a una gaviota, pero tendría sus fantasías, como todos los seres vivos.

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