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Authors: Bruno Nievas

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

Realidad aumentada (2 page)

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Parálisis

La esperanza es el sueño del hombre despierto.

ARISTÓTELES

Almería, sureste de España

Todo parecía normal hasta que el suelo saltó por los aires.

Alex sintió cómo su cuerpo se elevaba un par de metros, para precipitarse después sobre el asfalto del paseo marítimo. Gracias a la adrenalina que comenzó a bombearse en sus glándulas suprarrenales, apenas sintió el dolor de los jirones de piel que se le separaban de los brazos y las piernas. Hacía tan solo unos instantes había estado corriendo, como todas las mañanas, mientras le rodeaba el aroma del mar. Ahora, el humo y el olor a piedra y a carne quemada le abrasaron los pulmones.

Tosiendo, se incorporó como pudo. Por fortuna, no parecía que tuviera nada roto a primera vista, y se preguntó qué podía haber pasado. Unos doscientos metros al este, un zumbido precedió a otra explosión que hizo volar miles de fragmentos de cemento por los aires. Se agachó, cubriéndose la cabeza. Segundos antes le había parecido ver una luz procedente del cielo, justo en el sitio donde ahora solo había fuego, humo, un enorme cráter… y cuerpos ardiendo.

Miró hacia arriba, y sintió el pánico nacer en su estómago. Decenas de monstruosas masas metálicas flotaban, a cientos de metros, sobre el mar. Sin creer lo que veía, sus músculos lograron tensarse como un resorte, y pudo ponerse en pie. Cojeando, pasó al lado de un hombre calcinado, que, para su sorpresa, movió un brazo. Con horror, supuso que aún estaba vivo. Una nueva explosión al norte, acompañada del ruido de decenas de cristales rotos, le hizo moverse. Dejó atrás al individuo carbonizado.

Al igual que en sueños, le pareció que sus gestos se sucedían a cámara lenta. Huir, cuando unas inmensas naves —o lo que fuera eso— avanzaban por el cielo y disparaban sus devastadores armas, le resultó de lo más ridículo. Sudando, miró a su alrededor. La gente gritaba y corría por todas partes, el tráfico se había detenido, y el suelo estaba plagado de cemento ardiendo y de cadáveres. Por todas partes había charcos de sangre. Jadeando y con el corazón golpeándole el pecho, Alex se introdujo bajo un vehículo. Sabía que no era una buena idea, pero tampoco creía que correr fuera la mejor de las opciones. De hecho, nada parecía correcto cuando la peor de sus pesadillas se había hecho realidad.

Con la cara pegada al suelo, vio unos pies de mujer, corriendo. Un nuevo zumbido sonó más cercano, y ante sus ojos se abrió un nuevo e inmenso cráter. Justo donde había visto los pies, ahora no había nada más que piedra fundida y un humo negruzco que se alzaba en dirección al cielo.

El siguiente zumbido sonó mucho más cercano que el anterior. Supo perfectamente dónde se dirigía, milésimas de segundos antes de que su existencia terminara. Sin darle tiempo a ser consciente de cómo la temperatura de su cuerpo ascendía a más de mil grados, todo se volvió negro.

Lunes, 2 de febrero de 2009

Alex —que era como todos conocían a Alejandro Portago— abrió los ojos, mientras iba cogiendo aire e incorporándose. Su cerebro procesó los millones de fotones que captaron sus retinas, y que se fundieron con los restos de la pesadilla, que aún danzaban en su corteza cerebral. Expulsando el aire lentamente, se dio cuenta de que estaba en su dormitorio, a salvo.

Tuvo miedo a cerrar los ojos de nuevo —aún tenía los pelos de punta— y sacudió la cabeza en un vano esfuerzo por disipar los restos de aquel sueño.
Siempre la misma pesadilla
, pensó, esperando a que bajara su frecuencia cardíaca. La misma historia, una y otra vez, que recordaba desde que era niño. El escenario podía ser la playa, el campo o un castillo abandonado, pero siempre ocurría lo mismo: una invasión extraterrestre aniquilaba a la especie humana, y él se limitaba a huir. Sabía que cualquier tipo de enfrentamiento con una civilización superior era inútil. Moriría en una fracción de segundo, y alguien con su inteligencia debía sobrevivir. Si la humanidad necesitaba hombres para resurgir, reconquistar y volver a poblar el planeta, no podía desprenderse de alguien como él.

Aquellas pesadillas se estaban repitiendo más a menudo desde hacía unos meses. Eso era algo que le estaba agriando —aún más— el carácter. Abandonó el calor del edredón y entró en el baño. Al mirarse en el espejo vio un rostro anguloso, cansado. Miró sus ojos, penetrantes y de un intenso color miel y sonrió al pensar que poca gente era capaz de aguantarle la mirada cuando se enfurecía. Su metro ochenta de altura, complexión delgada pero algo atlética, voz grave y una de las mentes más privilegiadas de su entorno, imponían un enorme respeto.
Salvo a una persona
, se dijo a sí mismo, recordando a la única mujer en la que no podía evitar pensar.

Recordó su «época buena», en la que la había conocido: durante ese tiempo, para llegar a especializarse en neurología y licenciarse en informática, había dejado a unos cuantos rivales por el camino, algunos de ellos con numerosos contactos, incluso de índole política. Sin embargo, poco habían podido hacer cuando aquel neurólogo de pocas palabras obtenía un premio tras otro y se especializaba en el análisis informático del comportamiento humano, desarrollando algunas de las mejores rutinas de inteligencia artificial que se habían creado hasta la fecha.
Ahí sí que había disfrutado
, pensó. Sus programas informáticos lograban diagnósticos más certeros y rápidos que ningún otro médico, y habían ayudado a millones de pacientes. Sus detractores apelaban a la psicología barata o a la suerte como base de su éxito. Y gran parte lo había hecho junto a ella, a pesar de que las ideas eran siempre suyas, hasta que un día se fue sin más.

De nuevo vio su rostro en el espejo y su propia imagen le pareció ridícula. Apretando los dientes, estampó la pastilla de jabón contra el lavabo y, apoyándose sobre este, comenzó a llorar.

El timbre de su móvil le detuvo. Había salido a correr por el paseo marítimo —sin extraterrestres a la vista, afortunadamente—, y ya estaba de vuelta. Muy poca gente disponía de su número personal, así que, curioso, deslizó el dedo sobre la pantalla de su iPhone.

—¿Doctor Portago? —oyó, en un castellano atropellado, antes de poder decir nada—. Perdone que le asalte de esta manera. Soy Stephen Boggs, no sé si ha oído hablar de mí…

El neurólogo estuvo a punto de colgar. Debía de ser una broma. Boggs era uno de los gurús del planeta en desarrollo de software y hardware, a la altura de los grandes magnates de la informática. Muchos le tenían por un visionario, y otros por un loco. Alex sabía que era un genio, aunque, como suelen tener todos, con ciertos rasgos de locura.

—¿Stephen Boggs, dice…?

—¡Sí, soy yo! —exclamó su interlocutor—. Escuche, por desgracia no dispongo de mucho tiempo. Estoy en Madrid, y me esperan para una rueda de prensa. Van a emitirla por televisión, por si quiere verla, aunque le aviso que me obligan a ponerme una corbata corporativa feísima. Pero perdone, me estoy desviando del tema. El motivo de mi llamada es que me gustaría verle para proponerle algo que creo que va a ser de su interés. ¿Es posible que podamos vernos?

—Señor Boggs, esto es… un enorme halago —respondió Alex, algo dubitativo—. Sin embargo, vivo en Almería y no sé si vamos a poder coincidir…

Oyó una risa por el teléfono.

—Claro, perdone, usted no lo sabe, por supuesto… estoy en Madrid, pero nadie ha dicho que vayamos a vernos aquí. El miércoles le puedo ver allí, en Almería.

Alex frunció el entrecejo. A él le habían llamado loco cuando decidió volver a su ciudad natal, abandonando una brillante carrera en Estados Unidos. ¿Y ahora uno de los genios tecnológicos más conocidos del mundo quedaba con él allí? Torciendo el gesto se preguntó de nuevo si debía seguir dando crédito a aquella conversación.

—Bien, entonces no le importará que me lo piense, y le llame yo, ¿verdad? —respondió.

—¡Por supuesto! —oyó exclamar por el altavoz—. Espero impaciente su llamada, a este mismo número.

Alex estaba cada vez más convencido de que se trataba de una broma de los ingenieros de la empresa en la que colaboraba. Como muchos informáticos con sueldos de seis cifras, su mayor diversión consistía en crear bromas virtuales y navegar por páginas pornográficas.

Nada más entrar en casa encendió la televisión.
Solo por si acaso…
, pensó, acordándose de lo que le había dicho Stephen sobre la rueda de prensa. Recorrió los canales a toda pastilla, y comprobó que en la mayoría hablaban de un escándalo de financiación política ilegal, destapado por un blog. Medio país andaba buscando al periodista que había sacado aquellos datos a la luz, pero parecía que se lo había tragado la tierra. Alex siguió pulsando el botón de su mando y, como era de esperar, no encontró ninguna rueda de prensa.

Puso el dedo sobre el botón de apagar el televisor y, sin saber por qué, volvió a desplazarlo de nuevo para cambiar de canal por última vez. Se le aflojaron los músculos de la mano y dejó caer el mando al suelo al ver que, ocupando toda la pantalla, con un cartel de «directo» en una esquina y frente a una nube de micrófonos, se veía a Stephen Boggs. Vestía una camisa blanca y una llamativa corbata rosa.

Miércoles, 4 de febrero de 2009
10 kilómetros al este de Almería

Alex volvió a la realidad al oír el sonido de un claxon. No se había dado cuenta de que el disco del semáforo estaba en verde. Estaba ensimismado en sus recuerdos. Allí aparecía siempre e inevitablemente Lia.

La había conocido antes de viajar a Estados Unidos. Junto a ella —con la que había compartido una relación más que profesional—, intentó demostrar que el cerebro funcionaba exactamente igual que un ordenador. Tras unos primeros artículos que solo cosecharon burlas, finalmente cambió su suerte: con la ayuda de Lia desarrolló su primer programa, enfocado a la orientación del diagnóstico médico, y fue un éxito rotundo. Todo profesional que lo probaba se quedaba asombrado de sus posibilidades y sus diagnósticos certeros. Sus detractores comenzaron a callar.

En poco tiempo IntexSys, gigante de la tecnología, lo comercializó, y en menos de un año Alex se convirtió en el director de su rama de software médico. Él mismo contrató a los mejores especialistas y dirigió el desarrollo de programas de todas las especialidades. Estos seguían los protocolos diseñados por él, basados en sus trabajos sobre la mente humana, y además se actualizaban constantemente por Internet. En un par de años su software era una referencia obligada. Ganó cantidades desorbitadas de dinero y multitud de premios de innumerables sociedades científicas, incluso se llegó a rumorear que había estado propuesto para el Nobel. Pero en aquel momento Lia ya se había ido. Fue entonces cuando, deprimido y falto de estímulos personales, viajó a Estados Unidos. Después, buscando tranquilidad, volvió, pero renunció a la dirección del programa para convertirse en asesor externo de la empresa desde su ciudad. Allí siguió desarrollando nuevos proyectos. El último era un programa que, incluido en un reproductor de MP3 —que también fabricaba otra rama de la empresa—, conseguía mejorar el estado de ánimo del usuario. El método, ideado por él, era tan simple como efectivo: el software etiquetaba la biblioteca de canciones del usuario —según una base de datos ubicada en los servidores de IntexSys—. Esta contenía información sobre el «nivel de optimismo» de cada pista, basándose en el ritmo, tonalidad, letra y musicalidad. Cuando se elegía la «reproducción al azar» —lo recomendado curiosamente por el fabricante—, el tono de las pistas iba siendo, lenta pero progresivamente, más alegre. El resultado era que el humor del usuario mejoraba sin que este fuera consciente. Lo más curioso era que la empresa negaba la existencia de esta característica, una jugada de estrategia genial ideada por Alex. Mientras los usuarios debatían sobre su existencia en miles de foros, se vendían millones de reproductores. Para la competencia, IntexSys triunfaba por una característica que sus creadores negaban.

La imagen del norteamericano —sentado frente a una mesa de la cafetería donde habían quedado—, le hizo detenerse en seco. Tras una nueva sarta de improperios, procedentes del conductor del vehículo de atrás, Alex aparcó y se bajó del vehículo.

—¿Qué tal, doctor Portago? ¡Es un placer conocerle! —dijo Stephen, levantándose y mostrando uno de los MP3 de IntexSys.

Al igual que hiciera dos días antes por teléfono, Stephen habló en español, pero con un marcado acento inglés.

—Le aseguro que el placer es mío —contestó el neurólogo—. Si lo prefiere, puede hablarme en inglés. Y también me puede llamar Alex, si no le incomoda.

—¡Jajaja!, por supuesto que no me incomoda —Stephen rio abiertamente, de esa forma tan ruidosa y propia de los norteamericanos—. Es más, llámame también por mi nombre, así estaremos más cómodos los dos. De hecho, confío en que vamos a vernos mucho… —dijo, guiñando un ojo—. Para empezar te agradezco que hayas acudido a esta cita.

El camarero llegó y los miró con curiosidad. Alex pidió un café, despachando rápidamente al joven. Esperó a que se hubiera alejado para responder.

—No era difícil. El que vinieras hasta aquí es lo que más ha despertado mi curiosidad.

Stephen sonrió. Alex se fijó en el brillo de sus ojos. El camarero depositó su café sobre la mesa y se marchó.

—Veo que vas directo al grano. Perfecto, seré muy claro: necesito tu ayuda.

—¿Mi ayuda? —dijo Alex, dejando sobre la mesa la taza que acababa de coger—. ¿Cómo alguien como usted, perdón, como tú, puede necesitar mi ayuda?

El semblante de Stephen se volvió más serio:

—Tengo un problema. Desde hace casi un año estoy al frente de un equipo de alta tecnología. Estamos en un lugar, digamos, lejos de todas las miradas. Estamos desarrollando un dispositivo cuya financiación procede, en parte, de las universidades de Harvard y la Complutense de Madrid, pero también de una empresa privada, que es la mayor patrocinadora.

—¿Alta tecnología en un lugar secreto? —dijo el médico—. Tiene todo el aspecto de un proyecto militar…

Stephen enarcó las cejas, y exclamó:

—¡Oh, no, tranquilo! —dijo, alzando las manos y sonriendo—. Solo te puedo adelantar que se trata de un emocionante proyecto de realidad aumentada. Eso sí, digamos, un poco más «evolucionado» con respecto a lo que existe hoy en el mercado.

—¿Realidad aumentada? —preguntó el médico—. ¿Quieres decir como esos móviles que reconocen imágenes del entorno y superponen información?

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