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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Resurrección (5 page)

Avanzó lentamente por el vestíbulo hacia la sala, sosteniendo el detergente en una mano con vacilación, mientras la otra le proporcionaba un apoyo inseguro e iba recorriendo con el tacto las librerías que cubrían la pared del pasillo. Al hacerlo, Kristina no pudo evitar que sus temblorosos dedos registraran una insinuación de polvo en un anaquel, al que habría que dedicarle una atención especial.

Sintió que su nerviosismo disminuía cuando entró en la luminosa sala y no encontró nada impropio, salvo por el hecho de que Herr Hauser la había dejado especialmente desordenada: una botella de whisky y un vaso medio vacío reposaban sobre la mesa junto al sillón; había libros y revistas esparcidos sobre el sofá. Kristina siempre se preguntaba cómo alguien tan preocupado por el ambiente en general podía ser tan descuidado en su ámbito personal. La asidua limpiadora de los hogares de otras personas barrió la sala con la mirada, registrando y organizando mentalmente el trabajo que habría que realizar. Pero una Kristina anterior, una Kristina en tiempo pasado, le gritó desde lo más profundo de su interior que allí había muerte; su olor a mortaja flotaba en el aire viciado del apartamento.

Regresó al vestíbulo. Se detuvo de pronto, como si la energía necesaria para el más mínimo movimiento tuviera que ser desviada hacia su oído. Un sonido. Del dormitorio. Un tambo rileo. Avanzó hacia la puerta del aposento. Volvió a decir «Herr Hauser» en voz alta e hizo una pausa. Ninguna respuesta, excepto ese ominoso sonido de la habitación. Aferró con más fuerza el frasco de detergente y abrió la puerta con tanta violencia que esta chocó contra la pared, regresó y se cerró con un golpe en su cara. Volvió a empujarla, esta vez con más cuidad" El dormitorio era grande y luminoso, con paredes totalmente blancas y un pulido suelo de madera. La ventana estaba un poco abierta y una brisa agitaba las barras verticales de la persiana, que golpeaban rítmicamente contra la ventana Kris tina soltó el aliento que no sabía que estaba conteniendo con una risita que era al mismo tiempo un suspiro de alivio Pero la angustia no la abandonó del todo, y la hizo regresar al vestíbulo.

El vestíbulo tenía forma de L. Kristina avanzó con un poco mas de segundad y llegó al punto en que había un giro a la derecha que daba a un segundo dormitorio y al cuarto de baño Cuando dio la vuelta a la esquina, notó que la puerta del segundo dormitorio estaba abierta y dejaba pasar la brillante luz solar de las ventanas sobre la puerta del baño, que estaba cerrada. Kristina se quedó paralizada.

Había algo clavado a la puerta del baño. Sintió una nauseabunda oleada de terror. Era una especie de piel de animal, aunque Knstina no pudo deducir de qué clase. La piel estaba mojada y manchada con algo de un fuerte color rojo Daba la impresión de que la habían arrancado poco tiempo antes y aún había sangre corriendo por la superficie blanca de la puerta Avanzó muy lentamente hacia la puerta y contempló la piel, tratando de darle algún sentido. Su mano se estiró, como si fuera a tocarla, y sus dedos se detuvieron justo antes de llegar al cuero brillante y rojo.

El tiempo que su cerebro tardó en asimilar lo que sus ojos estaban viendo y en darle sentido fue demasiado corto como para medirlo. Un pensamiento simple, una simple declaración de hechos que penetró como un cuchillo en Kristina e hizo trizas en un instante su mundo ordenado. Oyó un alarido inhumano de terror que reverberó en las paredes del vestíbulo y salió tropezando por la puerta de la casa, que aún seguía abierta De alguna manera, mientras la frágil fibra del mundo de Kristina Dreyer se desgarraba, ella se dio cuenta de que el alarido era suyo.

Tanto terror, tantos recuerdos reprimidos durante tanto tiempo regresando en una oleada. Todo a partir de una sola impresión: lo que ella estaba mirando no era piel de animal.

9 10 H, EPPENDORF, HAMBURGO

María estaba en el centro del campo de su paisaje onírico. Como siempre ocurría en su sueño, la realidad aparecía exagerada. La luna que flotaba en el cielo era demasiado grande y brillante, como la luz de un escenario. El pasto que acariciaba sus piernas desnudas y que se arremolinaba en silencio siguiendo la orden de una brisa muda se movía de una forma demasiado sinuosa. No había sonidos. No había olores. Por el momento, el mundo de María se había reducido a dos sentidos: la vista y la sensación. Miró al otro lado del campo. Una voz suave con una insinuación de acento suabiano interrumpió el silencio. Una voz que pertenecía a algún lugar que no era el mundo en el que ella se encontraba.

—¿Dónde estás ahora, María?

—Estoy allí. Estoy en el campo.

—¿Es el mismo campo y la misma noche? —preguntó la voz incorpórea del psicólogo.

—No… no. Quiero decir, sí… pero todo es diferente. Es más grande. Más ancho. Es como el mismo lugar pero en un universo diferente. Un momento diferente. —A lo lejos pudo ver un galeón, cuyas grandes velas blancas se agitaban de una manera imaginaria por un débil viento, mientras navegaba hacia Hamburgo. Parecía avanzar a través del pasto que se agitaba, en lugar de agua—. Veo un barco. Un velero muy antiguo. Se aleja de mí.

—¿Qué más?

Ella giró y miró en otra dirección. Un edificio roto, como un castillo en ruinas, aparecía pequeño y oscuro en el límite del campo, como si fuera el límite del mundo. Una luz fría y dura parecía brillar en una de las ventanas.

—Veo un castillo donde antes estaba al granero abandonado. Pero está muy lejos. Demasiado lejos.

—¿Tienes miedo?

—No. No, no tengo miedo.

—¿Qué otra cosa ves?

Ella se dio la vuelta y tuvo un pequeño sobresalto. El había estado allí, detrás de ella, todo el tiempo. Y como ella había tenido ese mismo sueño tantas veces antes, ya sabía que él iba a estar allí, y sin embargo volvió a asustarse cuando se lo encontró cara a cara otra vez. Pero, como en todos los sueños anteriores, no sintió nada parecido a ese temor crudo y descarnado que su rostro le producía en los momentos de vigilia, cada vez que lo veía en una fotografía o cada vez que resurgía de una manera repentina e incontrolable del oscuro vestíbulo de la memoria donde ella trataba de mantenerlo encerrado.

Era alto, y sus pesados hombros estaban recubiertos por una exótica armadura y una capa negra. Se quitó su ornamentado casco. Su rostro estaba construido con agudos ángulos eslavos y poseía una belleza insensible. Sus ojos, de un color verde penetrante, luminoso y espantosamente frío, ardieron en los de ella. Él sonrió; su sonrisa fue la de un amante, pero los ojos siguieron fríos. Se acercó tanto que ella pudo sentir su aliento helado.

—Está aquí —dijo María, mirando a los ojos verdes pero hablándole a un doctor en otra dimensión.

—Estoy aquí —dijo el eslavo de cruel belleza.

—¿Tienes miedo? —La voz de Minks, la voz de otra dimensión, de pronto se volvió más apagada. Más lejana.

—Sí —respondió ella—. Ahora tengo miedo. Pero me gusta este miedo.

—¿Sientes alguna otra cosa además de miedo? —preguntó Minks, pero su voz se había desvanecido hasta tal punto que ella casi no pudo oírla. María sintió que su temor se modificaba. Se agudizaba.

—Su voz se está apagando, doctor Minks —dijo ella—. Apenas puedo oírle. ¿Por qué su voz está más apagada?

Minks respondió, pero su voz se había alejado demasiado y ella no pudo entender la respuesta.

—¿Por qué no puedo oírle? —Había una nueva magnitud en su miedo. Ardía como un horno, fuerte y profundo—. ¿Por qué no puedo oírle? —le gritó al cielo oscuro con esa luna demasiado grande.

Vasyl Vitrenko se inclinó hacia delante y movió la cabeza para besarla en la frente. Sus labios eran secos, fríos.

—Porque estás equivocada, María. —En su voz había un fuerte acento de Europa del Este—. El doctor Minks no está aquí. Ésta no es una de tus sesiones de hipnoterapia. Esto es real. —Buscó dentro de su capa negra, que se revolvía por el viento—. Esto no es ningún sueño. Y no hay nadie aquí excepto tú y yo. Solos.

María quiso gritar pero no pudo. En cambio, contempló, como si estuviera hipnotizada, el maligno brillo de la luna reflejado en el cuchillo largo y de hoja ancha de Vasyl Vitrenko.

9.10 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO

Kristina nunca había visto un cuero cabelludo humano, pero supo con una certeza absoluta que eso era precisamente lo que estaba mirando. Al principio, el color del pelo le había impedido identificarlo como algo humano. Rojo. Un rojo antinatural.

Pero ya no había dudas en su mente de que se trataba del pelo de un hombre, un pelo húmedo y brillante. Y de la piel, un disco de piel grande y hecho jirones. Lo habían clavado a la puerta del baño con tres chinchetas. La parte superior estaba doblada y dejaba el descubierto la fruncida y sanguinolenta parte de abajo, donde habían cortado y arrancado la piel del cráneo. Se había formado una inmensa mancha roja y brillante en forma de Y que caía por la madera de la puerta.

Sangre.

Kristina sacudió la cabeza. No, otra vez no. Ya había visto demasiada sangre en su vida, ya estaba bien. Ahora no, justo cuando ella había recuperado su vida. Era muy injusto.

Volvió a inclinarse hacia delante y sintió que sus piernas se estremecían, como si les costara sostener el peso de su cuerpo. Sí, había sangre, pero demasiada como para ser sólo sangre. Y el rojo era demasiado intenso. El mismo rojo subido que aparecía en el pelo empapado y apelmazado.

Su pulso retumbó en sus oídos, en un ritmo que se incrementó cuando un pensamiento simple pero obvio le cruzó la cabeza. ¿De quién era ese pelo?

Kristina extendió sus temblorosos dedos y los presionó contra un área de la superficie de madera de la puerta que no estaba manchada con ese rojo refulgente.

—¿Herr Hauser…? —Su voz era aguda y trémula.

Empujó y abrió la puerta del baño.

9.12 H, Eppendorf, Hamburgo

Vitrenko sonrió a María. Cruzó el brazo alrededor de la espalda de ella y la acercó hacia él, como si estuvieran a punto de bailar. Ella pudo sentir la inflexible solidez de su cuerpo, apretado con fuerza contra el suyo.

—¿Me amas? —le preguntó él.

—Sí —respondió ella, y lo decía en serio. Su terror disminuyó. Él separó su cuerpo del de ella pero siguió agarrándolo con firmeza. Levantó el cuchillo y pasó su afilado borde por sus hombros y sus pechos y lo dejó quieto, con su punta fría y aguda presionando ligeramente el espacio blando justo debajo del esternón.

—¿Quieres que lo haga? —preguntó—. ¿Otra vez?

—Sí. Quiero que lo hagas otra vez. —Ella miró esos ojos verdes que seguían relampagueando con un brillo frío y cruel.

Se oyó el estallido de un trueno. Luego otro. Ella sintió que la presión de la punta del cuchillo sobre su abdomen se incrementaba, y el agudo dolor cuando la hoja penetró en su piel. Hubo dos fuertes truenos más y el mundo que la rodeaba se disolvió en la oscuridad.

Abrió los ojos y se encontró mirando al doctor Minks. Él tenía las manos juntas y hacia delante, como si hubiera estado aplaudiendo: el trueno que la había traído de regreso. Ella se enderezó y recorrió el despacho con la mirada, como si estuviera asegurándose de que había vuelto a la realidad.

—Me ha dejado fuera, María —dijo él—. No ha querido que estuviese allí

—Él tomó el control —dijo ella, y tosió cuando se dio cuenta de que le temblaba la voz.

—No, no es cierto —dijo el doctor Minks—. Usted tomó el control. Él no existe en sus sueños, usted lo recrea. Usted controla sus palabras y sus acciones. Fue su voluntad la que decidió excluirme. —Hizo una pausa y volvió a desplomarse en la silla examinando sus notas nuevamente, pero su ceño seguía fruncido—. ¿Vio las mismas edificaciones y los mismos motivos que antes?

—Sí. El galeón donde estaba la policía portuaria aquella no che y el castillo con el viejo granero. Lo que no entiendo es por qué todo es tan elaborado en el sueño. ¿Por qué él se ha puesto una armadura? ¿Y por qué todo parece haberse convertido en una especie de equivalente histórico?

—No lo sé. Podría deberse a que usted está tratando, en su mente, de ubicar todo lo que ocurrió aquella noche en el pasado… en un pasado lejano, casi como una vida anterior. ¿Usted siente que es la misma noche en que la apuñalaron?

—Sí y no. Es como la misma noche, pero en otra dimensión o universo o algo así. Como usted dice, es como si fuera en una época completamente diferente, también.

—Y, en esa situación, ¿usted deja que su atacante se le acer que? ¿Le permite un contacto personal íntimo?

—Eso es lo que nunca alcanzo a entender —dijo María—. ¿Por qué le dejo tocarme, cuando no puedo dejar que me toque nadie más?

—Porque él es el origen de su trauma. La fuente de su miedo. Sin este hombre, usted no tendría ningún estrés postraumático, ni afenfosfobia, ni ataques de pánico. —Minks cogió un grueso cuaderno encuadernado en cuero y comenzó a escribir en él. Arrancó una página y se la entregó a María—. Quiero que tome esto. Tengo la sensación de la terapia sola será insuficiente para el largo camino que debemos recorrer.

—¿Drogas? —María no extendió la mano para coger la receta—. ¿Qué es?

—Propanolol, un betabloqueante. Lo mismo que le recetaría si tuviera presión alta. Es una dosis muy suave y quiero que tome sólo una tableta de ochenta miligramos en, bueno, en los días difíciles. Puede llegar a ciento sesenta miligramos si las cosas se ponen muy feas. Usted no padece de asma ni ningún problema respiratorio, ¿verdad?

María negó con un gesto.

—¿Para qué sirve?

—Es un inhibidor noradrenalínico. Restringe los químicos que genera su cuerpo cuando siente miedo. O ira. —Empujó la receta en dirección de María y ella la cogió.

—¿Afectará al desempeño de mi trabajo?

Minks sonrió y meneó la cabeza.

—No, no debería. A algunas personas las hace sentirse cansadas o aletargadas, pero no como si le diera Valium. Tal vez la haga un poco más lenta, pero no sentirá ningún otro efecto negativo. Y, como he dicho, sólo quiero que las tome cuando lo sienta realmente necesario.

El doctor Minks se puso de pie y le estrechó la mano a Ma ría. Ella notó que la palma del psicólogo era fresca y carnosa. Y bastante húmeda. Apartó su propia mano un poco demasiado rápido.

Después de confirmar la cita de la semana siguiente con la secretaria de Minks, María caminó hacia el ascensor. Al hacerlo, se detuvo para sacar dos cosas de su bolso. La primera era un pañuelo, con el que se limpió enérgicamente la mano que Minks le había estrechado. La segunda era su pistola reglamentaria, una Sig Sauer 9 mm automática, protegida en su funda con clip, que enganchó al cinturón antes de presionar el botón para llamar el ascensor.

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