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Authors: Gay Talese

Tags: #Comunicación

Retratos y encuentros (12 page)

Nunca fue Floyd Patterson más popular, más admirado, que durante ese invierno. Había visitado al presidente Kennedy; su mánager le había obsequiado una corona enjoyada de 35.000 dólares; los comentaristas deportivos le concedían su grandeza…, y nadie tenía idea de que poseía, en secreto, unos bigotes falsos y unas gafas oscuras que pensaba ponerse para salir de Miami Beach si llegaba a perder ese tercer combate con Johansson.

Fue tras haber perdido por nocaut con Johansson en su primer encuentro cuando Patterson, profundamente deprimido, tan humillado que tuvo que esconderse durante varios meses en un remoto paradero de Connecticut, decidió que no sería capaz de dar otra vez la cara ante el público si llegaba a perder. De modo que se compró unas patillas falsas y un bigote y se propuso usarlos para salir del vestuario después de una derrota. También se había propuesto que, al salir del vestuario, se quedaría por un momento entre el gentío y quizás hasta protestaría en voz alta por el combate. Luego se escurriría en la noche sin ser descubierto, hasta el automóvil que estaría aguardándolo.

Aunque resultó innecesario llevar el disfraz a la segunda y tercera peleas contra Johansson, o al subsiguiente combate en Toronto contra un peso pesado poco conocido llamado Tom McNeeley, Patterson lo llevó consigo de todas formas. Y, tras la primera pelea contra Listón, no sólo lo llevó puesto durante su viaje de treinta horas en automóvil desde Chicago hasta Nueva York, sino que se lo puso en el avión que lo llevó a España.

—Con la facha con que subí a ese avión nunca me hubieran reconocido —dijo—. Tenía puesta una barba, un bigote, gafas y sombrero; y también cojeaba, para parecer más viejo. Estaba solo, me daba igual en qué avión me embarcaba; simplemente miré arriba y vi ese letrero en la terminal que decía «Madrid», así que compré el billete y subí a ese vuelo.

»Cuando llegué a Madrid me registré en un hotel con el nombre de “Aaron Watson”. Me quedé en Madrid como cinco o seis días. De día vagaba por las partes más pobres de la ciudad, cojeando, mirando a la gente, y la gente seguro se quedaba mirándome y pensaba que debía de estar loco viendo la lentitud con la que me movía y mi facha. Comía en el cuarto del hotel. Aunque una vez fui a un restaurante y pedí sopa. Detesto la sopa. Pero pensé que eso sería lo que pediría un viejo. Así que me la tomé. Y a la semana de estar así empecé a pensar de veras que yo era otra persona. Empecé a creerlo. Y de vez en cuando es agradable ser otra persona.

Patterson no quiso entrar en detalles sobre cómo hizo para registrarse con un nombre que no correspondía al de su pasaporte. Se limitó a explicar:

—Con dinero puedes hacer cualquier cosa.

Luego, paseándose lentamente por la habitación, con su bata de seda negra sobre la sudadera, Patterson dijo:

—Estarás preguntándote qué lleva a un hombre a hacer ese tipo de cosas. Y bien, yo también me lo pregunto.

Y la respuesta es que no lo sé… pero creo que dentro de mí, dentro de todo ser humano, hay cierta debilidad. Es una debilidad que resulta más evidente cuando estás solo. Y me he dado cuenta de que parte de la explicación de que haga las cosas que hago (ah, cómo me cuesta dominar esta expresión: qut yo mismo hago) es porque…, es porque… soy un cobarde.

Se detuvo. Se quedó quieto en el centro del cuarto, pensando en lo que acababa de decir, acaso preguntándose si había debido decirlo.

—Soy un cobarde —repitió al cabo, en voz baja—. Mi boxeo poco tiene que ver con este hecho, de todos modos. Quiero decir que puedes ser boxeador, de los que ganan, y seguir siendo un cobarde. Probablemente fui un cobarde la noche en que le quité otra vez el campeonato a Ingemar. Y me acuerdo de otra noche, hace mucho, cuando estaba con los amateurs, boxeando contra ese hombre grandote, tremendo, llamado Julius Griffin. Yo pesaba apenas 70 kilos. Estaba petrificado. Lo más que pude hacer fue atravesar el cuadrilátero. Entonces se vino hacia mí y se me pegó muy cerca… y de ahí en adelante no sé nada. No tengo idea de qué sucedió. Lo único que sé es que lo vi en el suelo. Y más tarde alguien dijo: «Hombre, nunca vi nada así. Simplemente saltaste en el aire y le lanzaste treinta golpes diferentes».

—¿Cuándo fue la primera vez que pensaste que eras un cobarde? —se le preguntó.

—Después de la primera pelea contra Ingemar.

—¿Cómo ve uno esa cobardía de la que hablas?

—La ves cuando un boxeador pierde. Ingemar, por ejemplo, no es un cobarde. Cuando perdió el tercer encuentro en Miami asistió más tarde a una fiesta en el Fountainebleau. Si yo hubiera perdido no habría sido capaz de ir a esa fiesta. Y no entiendo cómo hizo para ir.

—¿Será un cobarde Liston?

—Eso está por verse —dijo Patterson—. Ya veremos cómo es cuando alguien lo derrote, cómo lo recibe. Es fácil hacer cualquier cosa en la victoria. En la derrota es donde el hombre se revela. En la derrota no puedo dar la cara ante la gente. No tengo fuerzas para decirle a alguien: «Hice todo lo posible, lo siento, etcétera».

—¿Ya no le queda odio?

—Sólo he odiado a un boxeador —dijo Patterson—: A Ingemar en la segunda pelea. Había estado odiándolo durante todo un año antes de eso…, no porque me hubiera ganado en la primera pelea, sino por lo que hizo después. Fue por todo ese jactarse en público y que hiciera alarde de su derechazo en la televisión, su derechazo atronador, su «truuueno y relámpago». Y yo en mi casa viéndolo en la tele y odiándolo. Es un sentimiento desdichado, el odio. Cuando un hombre odia no puede estar tranquilo. Y durante un año entero lo odié, porque después de que él me lo quitó todo, de despojarme de todo lo que yo era, me lo echaba en cara. En la noche del segundo combate, en el vestuario, no veía la hora de subir al ring. Cuando él se retrasó un poquito en subir al ring, pensé: «Me hace esperar, trata de perturbarme… Está bien: ya le pondré la mano encima».

—¿Por qué no pudiste odiar a Liston en la segunda pelea?

Patterson lo pensó por un momento antes de decir:

—Mira, si Sonny Liston entrara en este cuarto ahora y me diera una palmada en la cara, entonces ahí sí verías una pelea. Verías la pelea de tu vida porque, en ese caso, habría un principio en juego. Se me olvidaría que él es un ser humano. Se me olvidaría que yo soy un ser humano. Y pelearía como corresponde.

—¿No será, Floyd, que cometiste un error al volverte profesional?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, dices que eres un cobarde; dices que tienes poca capacidad para odiar; y pareció que perdías el temple contra esos colegiales de Scarsdale esta tarde. ¿No crees que estabas mejor hecho para otro tipo de trabajo? Como trabajador social o…

—¿Me preguntas por qué sigo boxeando?

—Sí.

—Bueno —dijo, sin irritarse por la pregunta—, en primer lugar, amo el boxeo. El boxeo ha sido bueno conmigo. Y yo igualmente podría hacerte la misma pregunta: «¿Por qué escribes?» o «¿Te jubilas de escribir cada vez que escribes un cuento malo?». Si me pregunto, para empezar, si debí haber sido boxeador, bueno, veamos cómo te lo explico… Mira, digamos que has estado en un cuarto vacío días y días sin comer… y de pronto te sacan de ese cuarto y te ponen en otro donde la comida cuelga por todas partes… y lo primero que alcanzas, eso te comes. Cuando tienes hambre no eres exigente; así que yo elegí lo que tenía más cerca. Y eso era el boxeo. Un día simplemente me dio por entrar a un gimnasio y boxeé con un chico. Y le gané. Entonces boxeé con otro. Le gané también. Después seguí boxeando. Y ganando. Y me dije: «¡Aquí hay por fin algo que puedes hacer!».

»Oye, yo no era ningún sádico —se apresuró a añadir—. Pero me gustaba golpear individuos porque era lo único que sabía hacer. Y fuera o no el boxeo un deporte, quería hacer de él un deporte porque era algo en lo que yo podía triunfar. ¿Y cuáles eran los requisitos? Sacrificio. Eso era todo. A alguien venido de la sección de Bedford-Stuyvesant de Brooklyn el sacrificio le resulta fácil. Así que seguí boxeando y un día me convertí en el campeón de los pesos pesados, y conocí personas como usted. Y usted se pregunta cómo hago para sacrificarme, cómo puedo privarme de tanto. No se da cuenta de dónde vengo, eso es todo. No entiende dónde estaba yo cuando me embarqué en esto.

»En esos días, cuando yo tenía ocho años, todo lo que yo conseguía… era robado. Robaba para sobrevivir, y sobrevivía, pero parece que me odiaba a mí mismo. Mi madre me contó que yo solía señalarle una fotografía mía colgada en la pared y le decía: “¡No me gusta ese niño!”. Un día mi madre encontró tres equis grandes hechas con un clavo o algo sobre la fotografía mía. No recuerdo haber hecho eso. Pero sí recuerdo que me sentía como un parásito en la casa. Recuerdo lo fatal que me sentía cuando mi padre, que era estibador, llegaba a casa tan cansado, que mientras mi madre le preparaba la comida se quedaba dormido en la mesa. Yo siempre le quitaba los zapatos y le limpiaba los pies. Ése era mi trabajo.

Y me sentía muy mal estando ahí, sin ir al colegio, sin hacer nada, mirando apenas a mi padre cuando llegaba a casa. Y los viernes por la noche era aún peor. Él llegaba con el salario y ponía hasta el último centavo en la mesa para que mi madre pudiera comprar comida para todos los hijos. Yo nunca quería estar presente para ver eso. Corría a esconderme. Hasta que decidí irme de la casa y ponerme a robar… y eso hice. Y nunca iba a casa si no llevaba algo que hubiera hurtado. Recuerdo que una vez me introduje en una tienda de ropa femenina y robé todo un bulto de vestidos, a las dos de la madrugada, y mírame ahí, semejante chiquillo que escalaba un muro con todos esos vestidos, pensando que eran todos de la misma talla, la talla de mi madre, y pensando que los policías no se iban a fijar en mí andando por la calle con todos esos vestidos apilados sobre la cabeza. Se fijaron, claro… Fui al hogar.

Los hijos de Floyd Patterson, que habían estado jugando afuera todo el tiempo por los lados del club, se inquietaron, empezaron a llamarlo, y Jeannie se puso a golpear a la puerta. Así que Patterson recogió el maletín de cuero donde tenía sus guantes, su protector de boca y la cinta adhesiva, y recorrió el sendero con los niños hacia la sede del club.

Encendió los interruptores que había detrás del escenario, junto al piano. Rayos de color ámbar atravesaron el recinto mal iluminado y bañaron el ring. Caminó luego a un lado de la sala, por fuera del ring. Se quitó la bata, restregó los pies en el polvo de colofonia, saltó un poco a la cuerda y empezó a boxear con su propia sombra frente al espejo manchado de salpicaduras, lanzando combinaciones rápidas de izquierda, derecha, izquierda, derecha, cada directo seguido de un jeeeh, jeeeh, jeeeh. Luego, poniéndose los guantes, pasó al saco de arena en el extremo opuesto, y pronto la sala reverberaba al ritmo de sus golpes contra el zarandeado saco: ¡ratatat, téteta, ratatat, téteta, ratatat, téteta, ratatat, téteta!

Los niños, sentados en las sillas de cuero rosa que habían trasladado del bar hasta el borde del ring, lo miraban alelados, encogiéndose a veces ante sus puñetazos contra el saco forrado en cuero.

Y así probablemente lo recordarían años después: una figura oscura, solitaria y reluciente que lanza golpes en un rincón de un sitio abandonado al pie de una montaña donde antes venía la gente a divertirse…, hasta que el club pasó de moda, la pintura empezó a descascarillarse y se permitió el ingreso a los negros.

Mientras Floyd Patterson seguía sacudiendo con golpes de izquierda y de derecha, sus guantes un borrón pardo contra el saco, su hija se escabulló de la silla en silencio y se perdió detrás del ring en la sala siguiente. Allí, después de la barra y pasando una docena de mesas redondas, estaba el escenario. La niña subió al tablado, se cuadró frente a un micrófono apagado hacía mucho tiempo, y proclamó, imitando al presentador de un cuadrilátero: «¡Daaamas y caballeros…, les presentamos esta noche…!».

Miró a su alrededor, perdida. Entonces, al descubrir que su hermanito la había seguido, lo llamó con un ademán al escenario y volvió a empezar: «¡Daaamas y caballeros…, les presentamos esta noche a… Floyd Patterson!».

El golpeteo contra el saco cesó súbitamente en la otra sala. Hubo un momento de silencio. Hasta que Jeannie, todavía pegada al micrófono y mirando a su hermanito abajo, lo llamó:

—¡Floydie, sube aquí!

—No —dijo él.

—¡Ay, sube aquí!

—¡No! —gritó el otro.

Desde la otra sala llegó entonces la voz de Floyd Patterson:

—Basta ya… En un minuto os llevaré a dar un paseo.

Reanudó los golpes, ratatat, téteta, y los niños regresaron a su lado. Pero Jeannie intervino para preguntarle:

—Papi, ¿cómo es que estás sudando?

—Me cayó agua encima —dijo él, sin dejar de golpear.

—Papi —le preguntó Floyd Jr.—, ¿cómo es que antes escupiste agua en el suelo?

—Para sacármela de la boca.

Iba a pasar al saco de arena más pesado cuando el sonido de la camioneta de la señora Patterson se alcanzó a oír por la carretera.

Pronto estuvo ella en el apartamento de Patterson, aseando un poco, abullonando las almohadas, lavando las tazas de té olvidadas en el fregadero. Una hora más tarde la familia cenaba reunida. Estuvieron juntos dos horas más; después, a las diez de la noche, la señora Patterson lavó y secó los platos y sacó la basura hasta el cubo… en donde reposaría hasta que los mapaches y zorrillos le echaran garra.

Y al fin, tras ayudarles a los niños con los abrigos y acompañarlos a la camioneta y darle un beso de despedida a su marido, la señora Patterson arrancó por el camino de tierra hacia la autopista. Patterson se despidió con la mano una vez y se quedó un momento viendo perderse las luces traseras; y luego se dio la vuelta y caminó despacio hacia la casa.

La temporada silenciosa de un héroe

—Me gustaría llevar al gran DiMaggio a pescar —dijo el viejo—. Dicen que su padre era pescador. Quizás fue tan pobre como nosotros, y así comprendería.

E
RNEST
H
EMINGWAY
,
El viejo y el mar

No comenzaba del todo la primavera, la temporada silenciosa que antecede a la faena del salmón, y los viejos pescadores de San Francisco se dedicaban a pintar las barcas o reparar las redes a lo largo del muelle, o sentados al sol conversaban en voz baja, viendo el ir y venir de los turistas, y sonreían, ahora mismo, cuando una linda chica se detenía a tomarles una foto. Tenía unos veinticinco años, buena salud y ojos azules, llevaba un suéter rojo de cuello alto y tenía un pelo rubio, largo y suelto que se echó hacia atrás varias veces antes de hacer clic con la cámara. Los pescadores la miraban y hacían comentarios, fascinados, pero ella no entendía porque hablaba un dialecto siciliano; ni tampoco reparaba en el hombre erguido, alto, de pelo entrecano y traje oscuro que la miraba desde una gran ventana salediza en el segundo piso del restaurante DiMaggio’s, que tiene vista al muelle.

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