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Authors: Gay Talese

Tags: #Comunicación

Retratos y encuentros (13 page)

La estuvo viendo hasta que ella se fue, perdiéndose entre una nueva multitud de turistas que acababan de bajar la cuesta en el tranvía de cable. Entonces volvió a tomar asiento en la mesa del restaurante, a terminar su té y encender otro cigarrillo, el quinto en la última media hora. Eran las once y media de la mañana. No había más mesas ocupadas y los únicos ruidos provenían del bar, donde un vendedor de licores se reía de algo que había dicho el jefe de camareros. Pero ya el vendedor, maletín bajo el brazo, se dirigía hacia la puerta, deteniéndose un instante para asomarse al comedor y llamar: «Te veo después, Joe». Joe DiMaggio se dio la vuelta y despidió con la mano al vendedor. Y volvió a reinar el silencio en el recinto.

De cincuenta y un años, DiMaggio era un hombre de aspecto muy distinguido, que envejecía con la misma gracia con que había jugado en el campo de béisbol, con trajes de corte impecable, las uñas arregladas y un cuerpo de un metro ochenta y nueve centímetros a todas luces tan esbelto y hábil como cuando posó para el retrato suyo que cuelga en el restaurante y lo muestra en el estadio de los Yankees en un swing de tobillos contra un lanzamiento hecho hace veinte años. El pelo gris le escaseaba en la coronilla, pero sólo un poco; tenía la cara arrugada en los lugares apropiados, y su expresión, antaño triste y atormentada como la de un matador, exhibía hoy por hoy más reposo, aunque, como en ese momento, esté tenso, fume sin parar y se pasee a ratos de un lado a otro mirando por la ventana a la gente allá abajo. Entre la multitud había un hombre que no deseaba ver.

El hombre había conocido a DiMaggio en Nueva York. Esta semana había venido a San Francisco y lo había telefoneado varias veces, pero ninguna de sus llamadas había tenido respuesta porque DiMaggio sospechaba que el hombre, que decía hacer una investigación para algún vago proyecto sociológico, lo que en realidad quería era hurgar en su vida privada y la de su ex mujer, Marilyn Monroe. DiMaggio jamás lo habría tolerado. El recuerdo de su muerte todavía le resulta muy doloroso, y aun así, porque él se lo guarda, hay personas que no se dan cuenta. Una noche en un night-club una mujer con unas copas de más se le acercó a la mesa, y como él no le pidió que se le uniera, le espetó:

—Está bien, me figuro que no soy Marilyn Monroe. Él ignoró el comentario. Pero cuando ella volvió a decirlo, le contestó, dominando a duras penas la ira:

—No. Ojalá fueras ella, pero no lo eres.

Suavizando el tono de la voz, ella le preguntó:

—¿Estoy diciendo algo malo?

—Ya lo hiciste —dijo él—. Ahora, por favor, ¿quieres dejarme en paz?

Sus amigos del muelle, que lo entienden, tienen mucho cuidado cuando tratan de él con extraños, pues saben que si éstos llegaran a revelar involuntariamente una confidencia, él, en lugar de acusarlos, no volvería a hablarles nunca. Esto se debe a un sentido del decoro nada incongruente en un hombre que de igual forma, tras el fallecimiento de Marilyn Monroe, ordenó que hubiera flores frescas en su tumba «siempre».

Los pescadores más viejos que conocen a DiMaggio de toda la vida lo recuerdan como el niñito que ayudaba a limpiar la barca de su padre y como el joven que se escabullía para usar un remo partido a manera de bate en los solares vecinos. Su padre, un hombre bajo y bigotudo al que apodaban Zio Pepe, se enfurecía y lo llamaba
lagnuso,
perezoso,
meschino,
inútil, pero en 1936 Zio Pepe estuvo entre quienes vitoreaban a Joe DiMaggio cuando regresó a San Francisco después de su primera temporada con los Yankees de Nueva York y los pescadores lo llevaron en hombros por el muelle.

Los pescadores también recuerdan cuando, tras retirarse en 1951, DiMaggio trajo a su segunda esposa, Marilyn, a vivir cerca del muelle, y a veces los veían temprano en la mañana pescando en la barca de DiMaggio, el Yankee Clipper, ahora apaciblemente atracada en el puerto deportivo, y cuando por las tardes se sentaban a charlar en el embarcadero. También tenían discusiones, lo sabían los pescadores, y una noche vieron salir corriendo a Marilyn, histérica, llorando sin parar, por la calle que salía del muelle, y a Joe siguiéndola. Pero los pescadores fingieron no haber visto nada; no era asunto suyo. Sabían que Joe quería que ella se quedara en San Francisco y evitara todo contacto con los tiburones de Hollywood, pero en ese entonces ella estaba confundida y se debatía interiormente («Era una niña», decían), y hasta el día de hoy DiMaggio aborrece Los Ángeles y a muchos de sus habitantes. Ya no habla con su antiguo amigo Frank Sinatra, que trabó amistad con Marilyn en sus años postreros, y también es frío con Dean Martin y Peter Lawford y la ex mujer de este último, Pat, que una vez dio una fiesta en la que presentó a Marilyn Monroe a Robert Kennedy, y ambos bailaron sin parar aquella noche, le contaron a Joe, que no lo tomó a bien. Él fue muy posesivo con ella en ese año, dicen sus amigos cercanos, porque Marilyn y él tenían pensado volver a casarse. Pero no hubo tiempo porque ella murió, y DiMaggio vetó la presencia de los Lawford y Sinatra y muchas personas de Hollywood en los funerales. Cuando el abogado de Marilyn Monroe protestó porque DiMaggio tenía excluidos a los amigos de ella, DiMaggio respondió fríamente:

—Si esos amigos no la hubieran convencido de que se quedara en Hollywood, aún estaría viva.

Joe DiMaggio ahora pasa casi todo el año en San Francisco, y todos los días los turistas, al notar el apellido en el restaurante, preguntan a los del muelle si alguna vez lo ven. Oh, sí, dicen ellos, lo ven casi todos los días; esta mañana no lo han visto todavía, añaden, pero ya llegará dentro de poco. Así que los turistas continúan paseándose por los embarcaderos, frente a los vendedores de cangrejos, bajo los círculos que trazan las gaviotas, más allá de los puestos de
fish’n'chips
, deteniéndose a veces a mirar un navio de gran calado que surca rumbo al puente Golden Gate, el cual, para su consternación, está pintado de rojo. Visitan luego el museo de cera, donde hay una figura de tamaño natural de Joe DiMaggio con su uniforme, y cruzan la calle y pagan 25 centavos para divisar por los telescopios metálicos la isla de Alcatraz, que ya no es una cárcel federal. Al fin regresan a preguntarles a los hombres de mar si Joe DiMaggio se ha dejado ver. Aún no, dicen ellos, aunque allá ven su Impala azul aparcado junto al restaurante. En ocasiones los turistas entran al restaurante y piden el almuerzo y lo encuentran sentado tranquilamente en un rincón firmando autógrafos y mostrándose sumamente cortés con todo el mundo. Otras veces, como en esta mañana específica que eligió el hombre de Nueva York para hacer su visita, DiMaggio estaba tenso y receloso.

Cuando el hombre entró al restaurante por los escalones laterales que dan al comedor, vio a DiMaggio de pie junto a la ventana, hablando con un anciano maître llamado Charles Friscia. Para no aproximarse y acaso pecar de entrometido, el hombre le pidió a uno de los sobrinos de DiMaggio que lo anunciara. Cuando DiMaggio recibió el mensaje se dio la vuelta en el acto, dejó en el sitio a Friscia y desapareció por una salida que lleva a la cocina.

Atónito, perplejo, el visitante se quedó plantado en el hall. En un momento Friscia se hizo presente y el hombre le preguntó:

—¿Joe se marchó?

—¿Qué Joe? —replicó Friscia.

—¡Joe DiMaggio!

—No lo he visto —dijo Friscia.

—¿Que no lo ha visto? ¡Si estaba de pie junto a usted hace un segundo!

—Ése no era yo —dijo Friscia.

—Estaban juntos. Yo lo vi. En el comedor.

—Usted debe de estar equivocado —le dijo Friscia, en tono suave, serio—. Ése no era yo.

—Tiene que estar bromeando —dijo el hombre, enfadado, largándose del sitio.

Pero antes de que llegara a su coche, el sobrino de DiMaggio le dio alcance y le dijo:

—Joe lo quiere ver.

Regresó, creyendo que DiMaggio iba a estar esperándolo. Le entregaron, en cambio, un teléfono. La voz era potente y grave y tan tensa que se atropellaba: «Está violando mis derechos; yo no le pedí que viniera; supongo que usted tiene un abogado; tiene que tener un abogado; ¡consígase su abogado!».

—Vine en son de amistad —lo interrumpió el hombre.

—Eso no viene al caso —dijo DiMaggio—. Tengo mi intimidad; no quiero que la invada; más le vale contratar un abogado —y, tras una pausa, añadió—: ¿Está ahí mi sobrino?

No estaba.

—Entonces espéreme donde está.

Al momento DiMaggio apareció, alto y con el rostro encendido, muy derecho y hermosamente vestido con un traje oscuro y una camisa blanca con corbata de seda gris y unos relucientes gemelos de plata. Avanzó a zancadas hasta el hombre y le entregó un sobre de correo aéreo, cerrado, que el hombre le había enviado de Nueva York.

—Tome —le dijo DiMaggio—. Esto es suyo.

DiMaggio procedió a tomar asiento en una mesita. Sin decir nada encendió un cigarrillo y se puso a esperar, con las piernas cruzadas, la cabeza echada hacia atrás como para hacer visible la intrincada construcción de su nariz, con esa punta fina y aguda sobre los grandes orificios nasales y esos huesecillos diminutos entramados sobre el caballete: una gran nariz.

—Mire —dijo DiMaggio, más calmado—, yo no me meto en la vida de los otros. Y no espero que ellos se metan en la mía. Hay cosas de mi vida, cosas personales, que me niego a ventilar. Y aunque les preguntara a mis hermanos, no podrían decirle nada sobre ellas porque no las conocen. ¡Hay cosas mías, tantas, que ellos simplemente desconocen!

—No quiero causarle problemas —dijo el otro—. Creo que usted es un gran hombre y…

—Yo no soy grande —lo interrumpió DiMaggio—. No soy grande —repitió bajando la voz—. Soy simplemente un hombre que trata de arreglárselas.

Entonces, como cayendo en la cuenta de que él mismo invadía su propia intimidad, se levantó bruscamente. Miró su reloj.

—Llego tarde —dijo, de nuevo en tono muy formal—. Llego diez minutos tarde. Usted me está retrasando.

El hombre se marchó del restaurante. Cruzó la calle y caminó hasta el muelle, donde por un momento miró a los pescadores, que tiraban las redes y tomaban el sol con semblantes tranquilos y contentos. Después, cuando se volvía hacia el aparcamiento, un Impala azul frenó a su lado y Joe DiMaggio se asomó por la ventanilla y le preguntó, con una voz muy amable:

—¿Tiene un automóvil?

—Sí —respondió el hombre.

—Oh —le dijo DiMaggio—, yo lo habría llevado.

Joe DiMaggio no nació en San Francisco sino en Martínez, un pueblecito de pescadores a cuarenta kilómetros al nordeste del Golden Gate. Zio Pepe se afincó allí después de abandonar la Isola delle Femmine, una pequeña isla frente a Palermo en donde los DiMaggio habían sido pescadores durante varias generaciones. Pero en 1915, al tener noticia de las más propicias aguas del muelle de San Francisco, Zio Pepe se marchó de Martínez, apiñando en la barca el mobiliario y la familia, incluido Joe, que tenía un año de edad.

San Francisco era plácido y pintoresco cuando llegaron los DiMaggio, pero en el muelle había un trasfondo competitivo y de lucha por el poder. Al amanecer las barcas zarpaban hacia el punto donde la bahía se encuentra con el océano y el mar se embravece; más tarde los hombres corrían de regreso con sus redadas, con la esperanza de alcanzar tierra antes que sus compañeros y venderlas mientras podían. En ocasiones había hasta veinte o treinta barcas tratando de acceder al mismo tiempo al canal de regreso a la costa, y el pescador tenía que conocer cada escollo en el agua y luego cada maña de regateo en tierra, pues los comerciantes y los restauradores confrontaban a un pescador contra el otro, manteniendo así bajos los precios. Más adelante los pescadores se avisparon, se organizaron, y fijaron la máxima cantidad que cada uno podía atrapar, pero nunca faltaban quienes, al igual que los peces, no aprendían nunca; así que a veces había crismas rotas, redes acuchilladas, gasolina rociada en los pescados, flores de advertencia al pie de alguna puerta.

Pero esos días tocaban a su fin cuando llegó Zio Pepe, quien esperaba que sus cinco hijos varones lo sucedieran como pescadores, cosa que los dos mayores, Tom y Michael, hicieron; sin embargo el tercero, Vincent, quería ser cantante. De joven cantaba con tan magnífica potencia que atrajo la atención del gran banquero A. P. Giannini, y hubo planes para enviarlo a Italia a recibir clases particulares con miras a la ópera. Pero en casa de los DiMaggio nunca se decidieron y Vince nunca partió, y en cambio entró a jugar al béisbol con los Seáis de San Francisco, y los cronistas deportivos escribían mal su apellido.

Ponían DiMaggio hasta que Joe, por recomendación de Vince, se unió al equipo y fue la sensación, seguido después por el hermano menor, Dominic, que era también sobresaliente. Los tres jugaron en las grandes ligas, y a ciertos reporteros les gusta decir que Joe era el mejor bateador, Dom el mejor jardinero y Vince el mejor cantante; y Casey Stengel dijo una vez:

—Vince es el único jugador que yo haya visto al que lo eliminan tres veces en un partido y no se avergüenza. Entra al club silbando. Todos sentían pena por él, pero Vince siempre creía que lo estaba haciendo bien.

Después de dejar el béisbol Vince trabajó de barman, luego de lechero y ahora es carpintero. Vive a sesenta y cinco kilómetros al norte de San Francisco en una casa que él construyó en parte, ha estado felizmente casado desde hace treinta y cuatro años, tiene cuatro nietos y en el armario uno de los trajes hechos a medida de Joe que nunca ha arreglado para que le sirva, y cuando le preguntan si envidia a Joe siempre responde: «No, tal vez a Joe le gustaría tener lo que yo tengo. Él no lo reconocería, pero bien pudiera querer lo que yo tengo». El hermano al que Vince más admiraba era Michael, «un hombretón llano, un soñador, un pescador que deseaba cosas pero no las quería recibir de Joe ni trabajar con él en el restaurante. Quería una barca más grande pero quería ganársela él solo. Nunca la consiguió». En 1953, a los cuarenta y cuatro años de edad, Michael cayó de su embarcación y se ahogó.

Desde que Zio Pepe murió, a los setenta y siete años, en 1949, Tom, a los sesenta y dos años y siendo el mayor de los hombres (dos de sus cuatro hermanas son mayores), se ha convertido en la cabeza nominal de la familia y en el administrador del restaurante que abrió en 1937 con el nombre de Joe DiMaggio’s Grotto. Después Joe vendió su participación y ahora Tom es copropietario con Dominic. De todos los hermanos, Dominic, a quien llamaban el «Pequeño Profesor» cuando jugaba con los Red Sox de Boston, es el que más éxito tiene en los negocios. Vive en un elegante barrio residencial de Boston con su mujer y sus tres hijos y es presidente de una firma que elabora materiales para protectores de fibra, y con la que ganó 3,5 millones de dólares el año pasado.

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