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Authors: Antonio Muñoz Molina

Sefarad (54 page)

En el vestíbulo buscamos en vano la taquilla. Un portero viejo y fornido que está sentado con perezosa despreocupación en un sillón frailuno nos indica que podemos pasar tranquilamente, y por su cara y su actitud y el acento con que habla inglés se nota enseguida que es cubano. Lleva una chaqueta de uniforme gris, parecida a la de un bedel español, una chaqueta de bedel español de hace muchos años, deteriorada tras una larga veteranía, tras muchos trienios de soñolienta holganza administrativa. Nada más pisar el vestíbulo notamos con aprensión que a este lugar no viene casi nadie, y que todo en él sufre un desgaste uniforme, el de las cosas que no se renuevan, que siguen durando cuando ya están gastadas y se han quedado obsoletas, aunque todavía puedan usarse. El cartel con los horarios, pegado al cristal de la entrada, está impreso en una tipografía antigua, y se ha ido poniendo amarillento, obedeciendo al mismo principio de erosión lenta del tiempo que la chaqueta del portero, o que las fotos enmarcadas que en el interior de una vitrina recuerdan la fundación, en los años veinte, de la Hispanic Society, los grandes automóviles negros de las autoridades españolas y americanas que asistieron a la inauguración, el edificio entonces alzado en un espacio en el que no había nada más, arrogante y blanco en el clasicismo de su arquitectura, sus mármoles recién pulidos brillando con el resplandor de lo muy nuevo, de lo que parecía tener delante un porvenir triunfal. En el cielo, sobre las cabezas cubiertas con chisteras y sombreros de paja, se ve un aeroplano que sería entonces tan vertiginosamente moderno como los automóviles de los caballeros y damas que concurren a la inauguración. Pero el cartón de las fotos se ha combado, y en las esquinas interiores de los marcos se ven mordeduras diminutas de polillas.

Dónde estamos ahora, adonde hemos llegado cuando entramos en un vasto salón sombrío que tiene algo de patio de palacio español, con maderas labradas de sillerías platerescas y arcos de una piedra oscura rojiza que se ensombrece más por la poca luz del día, filtrada por las vidrieras del techo. El espacio nos niega una identificación precisa, porque podría ser no sólo del patio de un palacio sobre el que se abren galerías, sino también la sacristía desordenada e inmensa de una catedral, o el almacén de un museo cuya naturaleza exacta es tan confusa como sus normas organizativas, o como el principio que rige las adquisiciones. A principios de siglo el millonario Archer Milton Huntington, poseído por una insensata pasión de españolismo romántico, de erudición insaciable y omnívora, recorría el país comprándolo todo, comprando cualquier cosa, lo mismo el coro de una catedral que un cántaro de barro vidriado, cuadros de Velázquez y de Goya y casullas de obispos, hachas paleolíticas, flechas de bronce, Cristos ensangrentados de Semana Santa, custodias de plata maciza, azulejos de cerámica valenciana, pergaminos iluminados del Apocalipsis, un ejemplar de la primera edición de
La Celestina
, los
Diálogos de Amor
de Judá Abravanel, llamado León Hebreo, judío español refugiado en Italia, el
Amadís de Gaula
de 1519, la Biblia traducida al castellano por Yom Tob Arias, hijo de Levi Arias, y publicada en Ferrara en 1513, porque en España ya no podría publicarse, el primer
Lazarillo
, el
Palmerín de Inglaterra
en la misma edición que hubo de haber leído don Quijote, la primera edición de
La Galatea
, las ampliaciones sucesivas del temible
Index Librorum Prohibitorum
, el
Quijote
de 1605, y tantos otros libros y manuscritos españoles que nadie apreciaba y que fueron vendidos a cualquier precio a aquel hombre que viajaba en automóvil por los caminos imposibles del país y vivía en un trance perpetuo de entusiasmo hacia todo, de prodigiosa gula adquisitiva, el multimillonario Mr. Huntington, yendo de un lado a otro con su violenta energía americana, por los pueblos muertos y rurales de Castilla, siguiendo la ruta del Cid, comprando cualquier cosa y dando órdenes expeditivas para que se la envíen a América, cuadros, tapices, rejerías, retablos enteros, desechos de la enfática gloria española, reliquias de opulencia eclesiástica, pero también testimonios de la menesterosa vida popular, los platos de barro en que los pobres tomarían sus gachas de trigo y los botijos gracias a los cuales probaban el lujo del agua fresca en los secanos interiores. Dirigió excavaciones arqueológicas en Itálica y le compró de un solo golpe al tronado marqués de Jerez de los Caballeros su colección de diez mil volúmenes. Y para albergar todo el desaforado botín de sus viajes por España construyó este palacio, en un extremo de Manhattan al que nunca llegó la prosperidad ni la fiebre especulativa que tal vez el señor Huntington había anticipado: todo está en los muros, en las vitrinas, en los rincones, cada cosa con una etiqueta sumaria, fecha y lugar de origen, siempre escrita en papel amarillento, mosaicos romanos y candiles de aceite, cuencos neolíticos, espadas medievales, vírgenes góticas, como un Rastro en el que han ido a parar, arrastrados en la confusión de la gran riada del tiempo, todos los testimonios y las herencias del pasado, los despojos de las casas de los ricos y de las de los pobres, los oros de las iglesias, los bargueños de los salones, las tenazas con las que se atizó el fuego y los tapices y los cuadros que colgaron en los muros de iglesias ahora abandonadas y saqueadas y palacios que tal vez ya no existen, las lápidas casi borradas de las tumbas de los poderosos y las pilas de mármol que contenían el agua bendita en la penumbra fría de las capillas. Y también los nombres, nombres sonoros de lugares españoles en las etiquetas de las vitrinas, y entre ellos, de pronto, junto a un lebrillo de barro verde y vidriado que reconozco enseguida, el nombre de mi ciudad natal, donde aún había, cuando yo era niño, un barrio de los alfareros en el que los hornos seguían siendo iguales a los de los tiempos de los musulmanes, una calle ancha y soleada que se llama la calle Valencia y desembocaba en el campo. De allí vino este lebrillo que ahora te señalo detrás de un cristal en una de las estancias solitarias de la Hispanic Society de Nueva York, y que en esta lejanía me devuelve al corazón exacto de la infancia: en el centro tiene el dibujo de un gallo, rodeado por un círculo, y al mirarlo casi noto en las yemas de los dedos la superficie vidriada de la cerámica y la protuberancia de las líneas del dibujo, que es un gallo inmemorial y también parece un gallo de Picasso, y se repetía en los platos y en los lebrillos de mi casa, y también en la panza de las vasijas para el agua. Me acuerdo de los grandes lebrillos en los que las mujeres amasaban la carne picada y las especias para los embutidos de la matanza, de los platos de barro sobre los que se cortaba el tomate y el pimiento verde de las ensaladas, bodegones austeros y sabrosos de la comida popular. Esos objetos habían estado siempre en las mesas y en las alacenas de las casas y parecía que tuvieran casi los atributos de una perennidad litúrgica, y sin embargo desaparecieron en muy poco tiempo, apenas unos años, desplazados por la invasión de los plásticos y de las vajillas industriales. Se han ido como las casas en cuya honda penumbra brillaban sus formas anchas y curvadas, y como los muertos que habitaron en ellas.

A mí también me trae recuerdos ese lebrillo, dice muy cerca de nosotros la mujer a la que vimos fumando en la puerta. Se disculpa por interrumpirnos, por haber estado escuchando: he reconocido su acento, yo viví hace mucho tiempo en esa ciudad. Su voz es casi tan joven como sus ojos, igual de ajena a la edad inscrita en los rasgos de la cara y a la negligencia americana de su manera de vestir. Trabajo en la biblioteca, si les interesa tendré mucho gusto en enseñársela. Hay tantos tesoros, y lo sabe tan poca gente. Vienen de vez en cuando profesores, gente muy sabia que estudia cosas españolas, pero pueden pasar semanas, hasta meses enteros sin que nadie se acerque a preguntarme por un libro. Quién va a venir tan lejos, quién va a imaginarse que aquí hay cuadros de Velázquez, del Greco, de Goya, tan cerca del Bronx, que tenemos guardados el primer
Lazarillo
y el primer
Quijote
y
La Celestina
de 1499. Los turistas llegan hasta la calle noventa para ver el Guggenheim y se imaginan que lo que hay más allá es un mundo tan desconocido y peligroso comoel corazón de África. Yo vivo cerca de aquí, en un vecindario de cubanos y dominicanos donde no se oye hablar inglés. Debajo de mi apartamento hay una casa de comidas cubana que se llama La Flor de Broadway. Hacen la ropavieja y los daiquiris más sabrosos de Nueva York y dejan fumar tranquilamente en las mesas, que tienen manteles de hule a cuadros, como los que había en España cuando yo era muy joven. Qué lujo, fumarme un pitillo tomándome un café negro después de comer. Ya saben lo raro que se ha vuelto eso aquí, que dejen fumar en la mesa de un restaurante. El tabaco me hace daño en los bronquios, y la gente me mira mal cuando entra aquí y me ve fumando en la puerta de la calle, pero ya estoy muy vieja para cambiar, y los cigarrillos me gustan mucho, disfruto cada uno que me fumo, me hacen compañía, me ayudan a conversar o a pasar el tiempo cuando estoy sola. Y además, cuando era muy joven, yo quería escaparme de España y venir a América porque aquí las mujeres podían fumar y llevar pantalones y conducir automóviles, como se veía en las películas de antes de la guerra.

La mujer hablaba un español franco y diáfano, como el que puede escucharse en algunos lugares de Aragón, pero en su acento había adherencias caribeñas y norteamericanas, y el metal de su voz se volvía del todo anglosajón cuando pronunciaba alguna palabra en inglés. Nos había invitado a tomar una taza de té en su oficina, y nosotros aceptamos en parte porque ya sentíamos el desfallecimiento físico de los museos y en parte también porque en su manera de hablar y de mirarnos había algo hipnótico, más aún en aquel lugar deshabitado y silencioso, en la mañana gris del último día de nuestro viaje. Nos inquietaba y al mismo tiempo nos subyugaba esa mujer que no nos había dicho su nombre, que nos hablaba con una voz española de muchos años atrás y nos examinaba con unos ojos mucho más jóvenes que su cara y su figura, que sus manos pecosas y arrugadas, con nudos de artritis en las articulaciones, que su respiración de fumadora, aunque el tabaco no le había manchado los dedos ni ensombrecido su voz. El despacho era pequeño, desordenado, con un olor a papel rancio, con muebles de oficina de los años veinte, como los que se ven en algunos cuadros de Edward Hopper. De un archivador la mujer sacó tres tazas y tres bolsitas de té que dejó encima de los papeles de la mesa y con un gesto de disculpa del todo norteamericano se ausentó para buscar un poco de agua caliente. Nos miramos sin decir nada, nos sonreímos, para establecer cierta complicidad en una situación tan rara, y la mujer vuelve enseguida, nos examina con sus ojos tan vivaces como para adivinar si durante su ausencia nos hemos dicho algo sobre ella. Las gafas le cuelgan del cuello sujetas por una cinta negra. Parece una secretaria de departamento universitario al filo de la jubilación, pero sus ojos me interrogan tan desvergonzadamente como si estuvieran protegidos por el anonimato de una máscara, y la mujer que mira en ellos no es la misma que vierte el agua caliente en las tazas de té y se mueve con cautelas y cortesías de rígida etiqueta americana, y se peina de cualquier manera el pelo canoso y lleva pantalones, jerseys y zapatos de una austeridad práctica y más bien desoladora. Me mira como si tuviera treinta años y evaluara a los hombres en los crudos términos de su atractivo o su disponibilidad sexual; te mira a ti queriendo adivinar si somos amantes o estamos casados y si en el modo en que nos dirigimos el uno al otro hay síntomas de deseo o de distancia. Y mientras sus ojos magnéticos estudian cada pormenor de tu presencia y de la mía, de nuestras caras y de nuestra ropa, sus manos de anciana se desenvuelven en el ritual de la hospitalidad académica sirviendo té y ofreciendo sobres de azúcar y de sacarina y esos palitos de plástico que en los Estados Unidos sustituyen tan desagradablemente a las cucharillas, y su voz diáfana, antigua, española, con dejes cubanos y sajones, nos cuenta cosas sobre aquel millonario megalómano que levantó la Hispanic Society en la esquina de Broadway y la ciento cincuenta y cinco creyendo que esa zona de Harlem iba a ponerse muy pronto de moda entre los ricos, y sobre la extrañeza de pasar la vida tan lejos de España y rodeada sin embargo de tantas cosas españolas, tan lejos de España y de cualquier parte, hasta de la misma Nueva York, dice, señalando con un gesto hacia la ventana, desde donde se ve una acera pobre y popular que sin embargo es Broadway, una línea de casas de ladrillo rojo cruzadas por escaleras de incendios y coronadas por altos depósitos de agua, y más allá la grisura del horizonte abierto, las grandes torres renegridas de viviendas sociales del Bronx.

Ya hace más de cuarenta años que me vine de España, y no he vuelto nunca ni pienso volver, pero me acuerdo de algunos sitios de su ciudad, de algunos nombres, la plaza de Santa María, donde soplaba tan fuerte el viento en las noches de invierno, la calle Real, ¿no se llamaba así? Aunque ahora me acuerdo que entonces le habían puesto calle de José Antonio. Y esa calle donde estaban las alfarerías, se me había olvidado el nombre pero al oír que usted le hablaba a su mujer de la calle Valencia enseguida me he dado cuenta de que se refería a ella, y de una canción que se cantaba entonces:

En la calle Valencia

los alfareros

con el agua y el barro

hacen pucheros

Cuando era todavía joven me las arreglé para tomar unos cursos de literatura española en Columbia University con don Francisco García Lorca, y a él le gustaba que yo le cantara esos versos, decía que nada puede ser más exacto, los repetía en voz alta, para que nos fijáramos bien en que no había ni un adjetivo, ni una palabra que no fuera común, y sin embargo, el resultado, nos decía, es al mismo tiempo poético y tan informativo como una frase en una guía, igual que en los romances antiguos.

Habla mucho, nos hipnotiza contando, pero en realidad no llegamos a saber nada de su verdadera vida, ni siquiera su nombre, aunque de ese detalle nos damos cuenta luego, y no sin asombro, cuando ya nos hemos marchado. Cómo será el apartamento donde vive, sola sin la menor duda, quizás con la compañía de un gato, escuchando las voces y las músicas cubanas que suben desde La Flor de Broadway, adonde va a cenar regularmente, donde se toma un plato de frijoles con cerdo y arroz y tal vez se marea con un daiquiri, sola en una mesa con mantel de hule a cuadros, fumando luego mientras va apurando un café y mira hacia la calle y hacia los hombres y las mujeres con esos ojos de infalible examen sexual. Qué hace durante tantas horas y días en los que no llega nadie a consultar los libros de la biblioteca, los tesoros sepultados que ella cataloga y revisa, con una expresión de severa eficacia en su cara ajada, los ojos entornados detrás de las gafas sujetas con una cinta negra. Ejemplares únicos que ya sólo pueden encontrarse aquí, primeras ediciones, colecciones enteras de revistas eruditas, pliegos de cordel, cartas autógrafas, toda la literatura española y todos los saberes e indagaciones posibles sobre España reunidos en esa gran biblioteca a la que apenas va nadie. Pero a ella ya no le hacía falta abrir los volúmenes de poesía de la colección de Clásicos Castellanos porque en la época de sus clases con el profesor García Lorca había adquirido, animada por él, nos dijo, el hábito de aprenderse de memoria los poemas que más le gustaban, de modo que se sabía una gran parte del
Romancero
, y los sonetos de Garcilaso, de Góngora, de Quevedo, y todo San Juan de la Cruz y casi todo fray Luis de León, y Bécquer y Espronceda, que habían sido pasiones de su primera adolescencia fantasiosa y literaria, compartidas con su hermano, que era algo mayor que ella, y con quien recitaba a medias el
Tenorio
o
Fuenteovejuna
o
La vida es sueño
. Quizás a eso se había dedicado todos los años que llevaba trabajando en la biblioteca de la Hispanic Society, a aprenderse de memoria la literatura española, a recitársela en silencio o en voz baja, moviendo los labios como si rezara, mientras acudía cada mañana a su trabajo por las aceras caribeñas de Broadway o viajaba hacia el sur de Manhattan en lentos autobuses o en los vagones populosos del metro, mientras yacía de noche en el insomnio de su cama solitaria o recorría los salones del museo sin fijarse casi en ninguno de los cuadros y objetos cuya disposición también se sabía ya de memoria, igual que los nombres y las fechas mecanografiados en las etiquetas. Pero había un cuadro frente al que se detenía siempre, y se sentaba para mirarlo despacio, con una emoción melancólica que no se amortiguaba nunca, incluso se hacía más fuerte según pasaban los años y todo en aquel lugar parecía que permaneciera tan invariable como en un reino encantado. Las etiquetas, los carteles y los catálogos amarilleaban, los sanitarios de los cuartos de baño se iban convirtiendo en reliquias cada vez más antiguas, a los conserjes cubanos y puertorriqueños se les iba poniendo blanco el duro pelo rizoso, se les desfondaban los bolsillos de sus chaquetas grises como de bedeles españoles y se les gastaban los filos de las mangas, y a ella misma el tiempo la convertía en una desconocida cada vez que se miraba en un espejo, a no ser por sus ojos, cuyo relumbre era tan afilado y hermoso como cuando tuvo treinta años y se vio por primera vez sola y soberana de sí misma en América, poseída por un entusiasmo de vivir que podía alcanzar extremos de desasosiego y de delirio quizás aún más fervientes que el coleccionismo desatado y lunático del señor Huntington. Me gusta sentarme delante de ese cuadro de Velázquez, el retrato de esa niña morena, que nadie sabe quién fue, ni cómo se llamaba, ni por qué Velázquez la pintó, nos dijo. Seguro que ya lo han visto, pero no se vayan sin mirarlo un poco más, porque puede que ya no vuelvan y no lo vean nunca de nuevo. Con los años una deja de fijarse en las cosas, se habitúa a ellas y ya no las mira, no sólo por indiferencia, sino también por higiene mental. Los vigilantes de cualquier museo se volverían locos si vieran permanentemente todos los cuadros que los rodean, con todos sus detalles. Yo entro aquí y no veo ya nada, después de tantos años, pero a esa niña de Velázquez la veo siempre, tiene un imán que me atrae hacia ella, y siempre me mira, y aunque me sé de memoria su cara siempre descubro en ella algo nuevo, como imagino que descubre una madre o un padre en la cara de su hijo, o un amante en la de la persona amada. Los cuadros, aquí y en cualquier museo, representan a poderosos o a santos, a gente hinchada de arrogancia, o trastornada por la santidad o por el tormento del martirio, pero esa niña no representa nada, no es ni la Virgen niña ni una infanta ni la hija de un duque, no es nada más que ella misma, una niña sola, con una expresión de seriedad y dulzura, como perdida en una ensoñación de melancolía infantil, perdida también en este lugar, en los salones ampulosos y algo desastrados de la Hispanic Society, como una niña encantada en un palacio de cuento en cuyo interior el tiempo dejó de transcurrir hace un siglo. Tiene una mirada franca y al mismo tiempo de timidez y reserva, y sus ojos oscuros se posan ahora en los míos, mientras estoy escribiendo, aunque me encuentro ahora muy lejos de ella y de aquel mediodía nublado en Nueva York, en vísperas de la partida. Sólo han pasado unos meses, y los recuerdos son todavía nítidos y firmes, pero si pienso detenidamente en esas horas de la Hispanic Society, en la cara de la niña de Velázquez, en la voz y en los ojos de fuego de la mujer que no llegó a decirnos su nombre, todo tiene el temblor, la consistencia frágil de lo que no se sabe si llegó a suceder de verdad. Guardo pruebas, detalles materiales, la tarjeta Metrocard que usamos para tomar el autobús que nos llevó tan lejos, las postales que compramos en la tienda de la Hispanic Society, que es una tienda muy precaria, en la que todavía quedan existencias de postales en blanco y negro de hace casi un siglo, y guías y catálogos de publicaciones que podrían estar en esos mostradores de las librerías de lance en los que se ofrece lo más deteriorado y manoseado. Pero en ese lugar imprevisible una tienda tan modesta, con algo de apocado estanco español —cómo no compararla con las tiendas de otros museos de Nueva York, espectaculares supermercados de lujo— ocupa un salón enorme, inexplicable en su organización del espacio, circundado por completo por grandes mostradores de madera oscura, como anaqueles de un desmesurado almacén de tejidos de principios de siglo o como esas cómodas gigantes que se ven en las sacristías de las catedrales, y en las que se guardan las ropas litúrgicas. La tienda ocupa una esquina deslucida, una parte del mostrador, detrás del cual se sienta una señora muy mayor con todo el aire de ponerse a tricotar en cualquier momento, en cuanto se vayan estos dos raros visitantes que ahora repasan una colección mustia de postales. Y todos los muros, desde el suelo hasta el techo, están ocupados por pinturas ingentes, o por una sola pintura que trascurre sin interrupción en toda su amplitud, y en la que están representados, como en un delirio barroco de carnaval o en el desorden de las láminas de una enciclopedia, todos los trajes regionales, los oficios y los bailes antiguos, los paisajes de España, toda la bisutería del romanticismo folklórico pintada a destajo por Joaquín Sorolla, como una Capilla Sixtina consagrada a glorificar la pasión hispánica de Mr. Huntington, a celebrar en grandes brochazos de color cada tipo racial, cada polvoriento vestuario o tocado ancestral o particularidad antropológica, los caballistas andaluces con sus sombreros de ala ancha y los aldeanos vascos con sus boinas, y los catalanes con sus barretinas y alpargatas, y los castellanos con las caras rugosas y quemadas, y los aragoneses bailando jotas con pañuelos rojos atados a la nuca: también los naranjales, los olivares, las aguas cantábricas en las que faenan los pescadores del norte, los hórreos gallegos y los molinos de La Mancha, las gitanas andaluzas con vestidos de volantes y las falleras valencianas con sus faldas tiesas de almidón y pedrería y sus peinados rígidos como de damas ibéricas, las huertas y los páramos, los cielos violáceos del Greco y la luz clara y jugosa del Mediterráneo, metros y metros cuadrados de pintura, una profusión de caras como máscaras y ropas como disfraces que tiene toda la densidad y el mareo de un baile de carnaval, y también la minuciosidad abrumadora de un catálogo o de un reglamento, cada lugareño con sus rasgos vernáculos y su uniforme pertinente, uncido a sus costumbres eternas y a su paisaje regional, cada individuo tan clasificado en su origen y en su patria chica como los pájaros o los insectos en sus categorías zoológicas.

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