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Authors: Lothar-Günther Buchheim

Submarino (39 page)

¡Las paredes estaban negras, y nosotros también!

El ingeniero está incómodo en la central. Calladamente desaparece hacia la popa. Pero cinco minutos después está nuevamente con nosotros.

—¿Y? ¿Cómo ve la cosa?


Comme ci... comme ça
—es su respuesta sibilina.

El comandante, ocupado en la mesa de cartografía, no parece prestar atención.

El radiooperador asoma con su borrador, para que se lo firmen. Si nos atenemos a eso, han pasado dos horas.

—Nuestro informativo —dice el viejo—: que hay una comunicación para Merkel, nada en especial, simplemente tiene que repetir su situación. Zarpó el mismo día que nosotros.

Todos se asombran en verdad de que el viejo Merkel, a quien llaman el Merkel de las catástrofes, todavía esté con vida. Su primer oficial me contó una vez lo que se atrevió a hacer, en un mar muy picado, contra un buque cisterna.

—El tanque tuvo simplemente mala suerte. Al cambiar su curso general se nos puso delante de la escopeta. Teníamos que acercarnos más, para que después del primer torpedo no les quedara tiempo a los otros de escapar. Así que el comandante ordenó un solo disparo, por el tubo tres. Desde el submarino oímos la detonación que causó el impacto, y en seguida otra y otra más. El ingeniero hacía todo lo posible por mantener nuestro submarino a profundidad de periscopio, pero a pesar de ello no conseguíamos divisar el vapor. Pasaron minutos antes de que pudiéramos usar el periscopio; mas cuando lo hicimos, ahí estaba ya ante nosotros la pared del buque.

¡Había girado completamente! No teníamos posibilidad alguna de escapar de la situación. Nos embistió a quince metros. Ambos periscopios se rompieron... pero la estructura aguantó... asombroso. Realmente pienso que se salvó por un par de centímetros, no más. Emerger no podíamos. Nuestra escotilla había quedado completamente inutilizada por la colisión. No es nada agradable no poder echar un vistazo afuera ni tampoco salir por la escotilla. No, no es un sentimiento agradable. Más tarde conseguimos salir por la escotilla de la cocina, y abrimos la escotilla de la torre con martillos y palancas. Pero a partir de ahí ya no podíamos volver a sumergirnos...

Nadie se atrevió a preguntarle aquella vez al viejo Merkel cómo salieron de ésa: volver al punto de partida, a través de dos mil millas marinas, sin torre y sin periscopios. De todas maneras, el viejo Merkel ya tenía los cabellos grises desde antes.

Al pasar por el habitáculo de los suboficiales para buscar mis cámaras, sorprendo una conversación a gritos entre los que están libres de guardia. A pesar de la cercanía del convoy, ellos departen otra vez más acerca del tema número uno.

—Yo andaba una vez con una que antes de desvestirse ponía agua a calentar sobre el gas...

—¡Te querría limpiar el pito... !

—¡No seas tonto! Era para después, para su higiene. Es que era una chica práctica: lo primero que hacía era encender el gas... No es lo que se dice erótico, ¿no?

—¡Ah, pero muy necesario! Tendrías que ver la última conquista de éste; modelo ochocientos y pico... ¡con ésa lo primero que hay que hacer es sacarle las telarañas!

Zeitler eructa un trueno que le nace muy abajo.

—¡De calidad! —le reconoce Pilgrim.

Me escapo al habitáculo de proa. Allí hay otros, cinco o seis, que no están de servicio. Están sentados en el suelo, bajo las hamacas, con las piernas estiradas o recogidas. Solamente falta el fuego en el centro, para remedar un campamento.

—¿Y, cómo está la cosa ahí afuera? —me atacan.

—¡Parece que todo se desarrolla según el programa!

El Bailarín revuelve algo en su taza con un cuchillo grasiento.

—¡Qué caldo tan alimenticio! —se ríe Ario.

Entra otro, que se sorprende igual que yo.

—¿Estáis de campamento?

Inmediatamente el recién llegado intenta participar de la reunión y entra en la rueda. Pero Ario se enoja:

—¡No me toques el pan con manteca! ¡Ayer lo mismo! ¡Te voy a dar una paliza!

—así que el marinero le quita el pan a otro, se acomoda y comenta—: ¡Dicho en confianza... qué tontos que son!

Nadie lo toma a pecho.

¡Qué ambiente! Regreso al habitáculo de los suboficiales. Las primeras palabras que oigo ya me indican de qué se trata ahora. Zeitler es quien habla:

—¡Allí también teníamos un cerdo así!

—¿Te refieres a mí? —pregunta Frenssen.

—¿Quién habla de ti?

—¡Al que le quepa el sayo, que se lo ponga! —interviene Pilgrim.

Observo la habitación: la cortinilla de Rademacher está cerrada. Zeitler parece hacerse el enojado. La cosa es con Frenssen, y seguramente aguarda a que el otro le pida perdón. Pilgrim reinicia el tema:

—Una vez conocí a uno que se compró una de goma, y se la colocaba así, arriba... ¡estaba muy bien hecha, hasta con pelos y todo!

—¡Goma! ¡Realmente eso no me atrae para nada! —manifiesta Frenssen.

—¿Qué te pasa ahora?

—¡Goma, bah! Para eso me compro medio kilo de carne de cerdo, con su piel puesta, y le hago un tajo...! ¡Para reemplazo...!

Se hace un respetuoso silencio. A Pilgrim se le ocurre agregar aún:

—¡Aquí sí que terminas por arruinarte!

Se abre la compuerta hacia la cocina. Veo la otra compuerta, la que da a la sala de máquinas, abierta. La conversación se apaga bajo el ruido de los diesel.

—¡Faltan diez minutos! —oigo que gritan. Movimiento, enojo, insultos. Hay que prepararse para rotar la guardia en la sala de máquinas. Calculo que deben de ser cerca de las dieciocho más o menos.

Subo nuevamente al puente. Pronto anochecerá. El cielo, gris, se viste ya con algunas nubes oscuras. El gris presenta por momentos, como una tela de fibras sueltas, algunas manchas más claras. Parece que la luz quiere volver a gobernar sobre el firmamento. Pero un azul negro oscuro se diluye sobre el gris como sobre un papel mojado. Por fin, la última luminosidad, hacia el Oeste, se ahoga de color.

El sonido ambiental es una mezcla del ruido que provocan los diesel y el que produce la absorción del aire que necesitan las máquinas.

—¡No quisiera ser el comandante de ese convoy, si logramos atacar en medio de los barcos! —dice el viejo en voz alta, por debajo de los binóculos—. ¡La baja velocidad!

¡Ellos están obligados a navegar a la velocidad del vapor más lento del grupo! ¡Y la falta de maniobrabilidad! Seguro que entre los diversos capitanes hay algunos más tozudos que otros... ¡y con esa gente hay que marchar en un sistema de zigzag tan complicado... ! ¡Si ésta es toda gente habituada a navegar derecho hacia adelante, que sólo a medias consigue adaptarse al ordenamiento de las rutas en el mar!

Un instante después continua.

—Y sin embargo... el que navegue en uno de estos transportes de combustible tiene que ser un valiente... o no poseer nervios. ¡Estar sentado durante semanas enteras y con este tiempo sobre la gasolina, aguardando a que llegue el primer torpedo...! ¡Te lo regalo!

Por un largo rato mira a través de sus anteojos sin decir palabra.

—Son muchachos duros, hay que reconocerlo. He oído nombrar a uno del cual se dice que cuatro veces los destructores tuvieron que rescatarlo del mar. Tres veces perdió su barco. Cuatro veces salvado... Hay algo en esa persona, claro... Es cierto que reciben muy buena paga... Amor a la patria y monedas, quizá la mejor mezcla... por así decir, el mejor caldo de cultivo para un héroe. —Secamente remata su monólogo—: A veces también se logra por medio del alcohol...

El comunicado radial ya ha sido despachado. Continuamente informamos nuestra situación a los submarinos que estén cerca. Para los pinchabanderitas de Kernével damos señales cortas, con horas de intervalo entre ellas, formadas por determinadas letras o serie de letras, según las cuales ellos pueden leer todo lo que al convoy se refiera. Así conocen la situación, el curso, la velocidad, el número de barcos, su sistema de seguridad, el estado de nuestro combustible y hasta la situación climática en la zona. A partir de nuestras variaciones de curso, ellos pueden hacerse asimismo idea acabada de los movimientos del convoy.

De todas formas, antes de que se llame a otros submarinos a nuestras cercanías, nos está prohibido atacar.

El ánimo ha cambiado. En los habitáculos reina un silencio llamativo. La mayoría de los tripulantes están recostados tratando de dormir aunque sea una hora antes del ataque.

En la central, todo está dispuesto hace rato ya. Las instalaciones han sido revisadas una y otra vez. Así es que el marinero y su ayudante no tienen nada que hacer; el marinero de la central se entretiene resolviendo crucigramas, y me pregunta ahora si conozco alguna ciudad francesa cuyo nombre comience con «Ly».

—Lyón.

—¡Gracias! ¡Muy bien! —El ingeniero aparece desde la popa.

—¿Y, cómo se ven las cosas por ahí? —me pregunta.

—Bien —opino.

Da la impresión de que para el ingeniero también se terminaron los problemas, si se descuenta el del combustible. Ha olfateado todo el submarino. Por eso se sienta con toda comodidad sobre la caja de las cartas marinas y se pone a conversar.

—¡Parece que da resultado toda esta organización...! Yo ya había dejado de creer en ella. ¡Dios mío, qué tiempos podridos! ¡Ah, antes! ¡Antes era todo
veni, vidi, vici
! Uno se podía echar a andar por esas rutas del mar y esperar tranquilamente a que cayera uno. Hoy no. Ahora se hacen desear, los señores... ¡Tienen razón, desde su punto de vista!

Son las diecinueve. Tres personas andan dando vueltas: el encendido de los torpedos es controlado una vez más.

Vuelvo al puente. Ahora son las diecinueve y treinta. Además del estudiante de ingeniería, todos los oficiales están arriba. El ingeniero está sentado sobre el zócalo de la columna del periscopio. Vamos a ciento ochenta grados. El cielo, por detrás de las banderitas de humo, se ha dividido en franjas horizontales, coloreadas de rojo. El sol ha caído por debajo de las nubes, y el rojo de las franjas se diluye lentamente en un pálido verde de seda. Sólo un par de nubes, al pasar cerca del horizonte, deshilachadas, permanecen con su roja tonalidad. Así, con esas tiras rosadas, transformándose lentamente, se asemejan a exóticas variedades de pececillos de pecera, arrastrando al nadar su larga cola. Sus escamas brillan ahora, destellan y chisporrotean, para palidecer un instante después. Los pececillos se han manchado, como toqueteados por dedos oscuros.

La noche asciende desde el Este. Poco a poco la oscuridad, tan ansiada, va conquistando cada región celeste.

—¡Anote, navegante! «Diecinueve y treinta horas. Anochece. La formación del convoy se diferencia claramente en cuatro columnas. Nos proponemos atacar de noche»... Bien, ya tenemos algo para el diario de guerra.

El viejo da una orden referente a las máquinas. Poco después, los diesel bajan el tono. Otra vez suenan como el lento andar de una carreta. La crin blanca de la popa se atrofia y se transforma de nuevo en la estela verdosa que fue. Estamos bastante más adelante que el convoy. Ahora se trata de reconocer a tiempo cada cambio de curso de los barcos, a pesar de la oscuridad creciente. De acuerdo con eso tenemos que acercarnos o alejarnos, de manera que el humo de sus chimeneas se mantenga siempre del mismo tamaño.

El cielo ya es bañado por el blanquecino brillo de cal que desparrama la luna, cada vez mayor.

—Esto todavía puede tardar un rato largo —me dice el viejo. No termina de hablar cuando ya el vigía de estribor, a popa, informa—: ¡Mástil a popa! —Todos los binóculos se dirigen hacia allí. Otra vez no encuentro nada. El viejo murmura tres veces una maldición.

De reojo observo hacia dónde enfoca él su mirada. Lo sigo entonces por sobre la línea del horizonte, hacia mi izquierda. El horizonte se distingue aún levemente del cielo nocturno.

Busco y busco... ¡ahí! ¡Es cierto, un mástil! ¡Fino como un pelo! No lleva ninguna estela de humo sobre sí, o sea que es una embarcación de seguridad. ¿Una corbeta? ¿Un destructor? ¿Un sereno que hace su ronda nocturna para limpiar la zona antes de que caiga la noche?

¿Nos habrán visto? ¡Sus mejores hombres se hallan encaramados a ese mástil! De todas maneras, nos tienen exactamente por delante de su proa. Y en el Oeste falta mucho aún para que sea una noche cerrada. Así que para los Tommies tenemos de fondo un horizonte demasiado limpio.

El viejo... ¿porqué no hace nada este viejo? Está agazapado como un arponero, esperando detrás de su cañón alguna estela de plata. Sin bajar los anteojos, ordena:

—¡Ambas máquinas a toda marcha! Ni cambio de curso ni inmersión.

Los escapes resuenan de pronto. El submarino pega un respingo.

¡Dios mío, la espuma que queda detrás de nosotros tiene que delatarnos a los Tommies! La estructura del submarino está pintada de gris, pero esa cola blanca, con la nubecilla azulada que forman los gases al escapar... Detrás del azul de los gases desaparece ahora el horizonte. También deja de verse el mástil. No sé entonces si se ha hecho más grande o más pequeño.

Si nosotros no lo vemos, pienso yo, quizás él tampoco alcanza a divisarnos a nosotros.

El ruido que provocan los diesel se hace infernal. El combustible se gasta ahora de verdad.

Noto que el ingeniero ha desaparecido del puente. El viejo, en cambio, mantiene constantemente sus binóculos delante de la vista. El oficial navegante, por su parte, se empecina en que no nos desviemos un ápice del curso.

Un rato después el viejo ordena velocidad mínima. El humo azulado va disminuyendo. El viejo y el oficial buscan afanosamente algún indicio sobre el horizonte. Yo hago lo mismo, milímetro a milímetro. No encuentro nada.

—Hum —hace el viejo.

El navegante guarda silencio. Por fin comenta—: Nada, señor.

—¿Tiene anotada la hora en que se divisó el mástil?

—Sí, señor, a las diecinueve y cincuenta y dos!

El viejo se acerca a la escotilla y grita:

—¡Escriban: visto el mástil a las diecinueve y cincuenta y dos! ¿Lo tiene?

Escapamos por sobre la superficie a máxima velocidad... El vigilante no nos alcanza a ver, ya que quedamos bien cubiertos por el escape de los diesel... ¿Lo tiene?

Así que era eso: el viejo necesitaba la nube de humo... la usaba.

El corazón me palpita.

Un nuevo temor me asalta: en el Oeste, un cohete sube hacia el cielo. Por un instante queda inmóvil, allí arriba, hasta curvarse en forma de bastón y caer y apagarse.

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