Read Submarino Online

Authors: Lothar-Günther Buchheim

Submarino (41 page)

El marinero de la calculadora en la torre informa que las indicaciones han sido cumplidas.

El viejo hace como si esos cánticos litúrgicos de intercambio no le importaran en absoluto. Sólo su tensión descubre lo mucho que atiende a ellos.

El primer oficial le dice ahora al marinero de la torre:

—¡Posición del enemigo a la derecha de la proa...! ¡Situación cincuenta... Velocidad del enemigo diez millas marinas... Distancia tres mil metros... Velocidad de los torpedos treinta... profundidad tres...!

El primer oficial no necesita preocuparse por el ángulo de tiro de los torpedos: la calculadora se encarga de encontrarlo. La instalación de cálculos está ahora en comunicación directa con la brújula y con la mira, y en conexión asimismo con el torpedo, cuyo mecanismo influye en el de toda la instalación: cada cambio de curso pasa a los torpedos automáticamente, como corrección de su propio curso. Lo único que necesita hacer el primer oficial es mantener el blanco ante la cruz de la lente.

El primer oficial se inclina sobre la mira óptica:

—¡Preparados para comparar los flancos! ¡Flanco... cero!

—¡Esto tiene que andar bien! —murmura el comandante.

Nuevamente dirige su mirada hacia la luna. La segunda nube se ha quedado estática, como un globo que ya alcanza la altura indicada: a tres pulgadas por debajo de la luna; ahí está, y de ahí no se mueve.

—¡Parece hecho a propósito! —dice el navegante, amenazando con su puño hacia el cielo; una manifestación de sentimientos que me asombra, en un hombre tan tranquilo como es Kriechbaum. Pero no tengo tiempo ahora de ocuparme de él. De pronto, el comandante se separa violentamente de los binóculos y su rostro fuera de los reflejos de la luna, ordena:

—¡Ambas máquinas a toda velocidad hacia el frente! ¡Todo a babor! ¡Comienza el ataque! ¡Abrir las bocas de los tubos!

Abajo se oye la repetición de las órdenes. La proa comienza a moverse por sobre el horizonte: busca la sombra.

—¡Muy bien! ¡Seguir a noventa grados! —El submarino corre hacia las sombras, que se agrandan segundo a segundo.

El arado que tenemos a proa abre surcos en la piel brillante del mar; montones de agua refulgente caen a sus lados. Toda la parte delantera del submarino se eleva, asciende. Pronto comienza a llegarnos el agua que salpica. Los diesel marchan a todo lo que dan. La defensa tiembla.

—¡Apunten! —ordena el comandante.

El primer oficial se inclina sobre la mira.

—¡Esos de ahí, apunte a ésos! ¿Los tiene ya? ¡Ahí, al lado del vapor solitario...!

¡Al grande un disparo doble, a los otros uno a cada uno! ¡El disparo doble debe caer al comienzo del puente y detrás del mástil de popa!

Estoy de pie, inmediatamente detrás del comandante.

—¡Listos los tubos uno a cuatro!

Las palpitaciones de mi corazón se hacen sentir en el cuello.

Mis pensamientos se entremezclan: los motores que gritan, las sombras, el mar plateado, la luna... Se me ocurre que apenas somos un submarino... ¡Si todo saliera bien!.

El primer oficial mantiene el objetivo en la mira. Concreta y secamente salen las palabras de su boca, curvada hacia abajo: continuamente está mejorando sus valores. Su mano derecha descansa ya en la palanca de disparo.

—¡Encendido de los tubos uno y dos... posición sesenta y cinco... seguir en esa posición!

—¿Posición?

—¡Posición setenta... posición ochenta!

Al lado de mis oídos dice por fin el comandante:

—¡Tubos uno y dos... permiso para disparar!

Unos segundos después, el primer oficial ordena:

—¡Tubos uno y dos, fuego!

Todos mis sentidos están en tensión; pero no logro percibir ningún movimiento, ninguna explosión en el submarino... ¡nada! El submarino sigue navegando hacia adelante, más cerca aún de los vapores.

¡Pero ellos no notan nada! ¡No notan nada!

—¡Encendido en el tubo tres!

—¡Tubo tres, fuego!

—¡Diez a babor! —ordena el comandante.

La proa de nuestra embarcación se desvía en su búsqueda de barcos enemigos.

—¡Encendido del tubo cuatro! —oigo que dice el primer oficial. Espera a que la nueva meta esté en la mira y agrega:

—Tubo cuatro, ¡fuego!

Veo pasar, por debajo del vapor al cual apuntamos, una sombra gris, más clara que los otros grises; es una sombra alargada.

—¡Todo a babor! ¡Encendido! —grita la voz del comandante. El submarino se inclina hacia un lado, al virar. Las sombras se mueven hacia estribor.

El oficial navegante grita:

—¡Nos movemos hacia babor!

Noto cómo nuestro submarino se dirige más y más hacia las sombras.

—¡Tubo cinco, fuego! —chilla el comandante— ¡Todo a estribor! —El submarino no ha terminado aún de girar, cuando de pronto nace frente a nosotros un relámpago rojo—anaranjado, e inmediatamente otro más le sigue. Un puño enorme me hace caer de rodillas.

—¡Esos cerdos nos están disparando! ¡Alarma! —grita el viejo.

De un salto estoy en la escotilla y me dejo caer hacia el interior. Las botas de los demás ya me pisotean en su afán de entrar. Un hombre rueda por el suelo. Me agarro de la mesa de cartografía.

—¡Inmersión! —ordena el comandante— ¡Todos a babor! —Desde arriba cae agua. La gran velocidad que llevamos inclina la proa hacia la profundidad. A pesar de ello, el comandante ordena aún—: ¡Todos a proa!

—¡Estuvo muy bien! —opina, detrás de nosotros.

Sólo con mucho esfuerzo consigo comprender que el reconocimiento va para los contrarios. La caballería de marineros corre hacia adelante. Se ven rostros temerosos. Todo resbala. Las chaquetas de cuero y los binóculos se separan de la pared de la cual colgaban.

El indicador del manómetro se desplaza rápidamente por la escala, hasta que el ingeniero ordena contramarcha. Las chaquetas y los catalejos vuelven lentamente a sus lugares: el submarino regresa a la posición horizontal.

No puedo sorprender la mirada del comandante... ¡Que estuvo muy bien! Si hubiese estado mejor, nos hubiera ido muy mal. Toda mi cabeza está puesta aún en los torpedos.

—Sabía que era un destructor —comenta el comandante. Veo subir y bajar su pecho, su voz suena comprimida.

El comandante nos echa una mirada en conjunto, como si quisiera ver si estamos todos aquí. A media voz me dice:

—¡En seguida comienza el baile!

¡Un destructor! ¡A poca distancia! Es seguro que el viejo ya lo sabía desde antes: las sombras más claras no podían ser vapores. Los destructores están pintados de gris claro, tanto entre los Tommies como entre nosotros.

¡Un destructor, y a toda velocidad hacia nosotros!

¡En seguida comienza el baile! ¡En seguida llegan las bombas! ¡Las bombas!

—¡A noventa metros! ¡Despacio! —ordena el viejo.

El ingeniero repite. Sentado detrás de los timoneles de profundidad, no pierde de vista el manómetro.

¡Tenemos que hacernos más pesados, más pequeños, encogernos si cabe!

¡Los torpedos! ¿Fallaron todos? ¿Puede ser? Fueron cuatro disparos, uno doble y dos simples, y luego otro más. El último seguramente estaba mal apuntado, ¡pero los otros! ¿Por qué no estalla nada?

La cabeza del ingeniero se acerca aún más al manómetro. Perlas de sudor le brillan en la frente. Las gotas se juntan sobre su piel y dejan sobre ella un rastro húmedo, como el de los caracoles. Con el dorso de la mano derecha se limpia la frente, nervioso.

¡Me doy cuenta de que los que se mueven como caracoles somos nosotros!

¡Apenas si hemos avanzado!

¡Debe de estar ya sobre nuestras cabezas!

¿Qué pasa? ¿Por qué no estalla nada?

Todos están ahí, de pie y mudos. El indicador del manómetro, en cambio, marca otras diez líneas.

Trato de pensar claramente. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que nos sumergimos? ¿A qué velocidad marcha el destructor? ¡Todos los disparos errados!

¡Todos! ¡Estos torpedos de mierda! ¡Esto ya no es mala suerte! ¡Tiene que haber sabotaje! ¿Qué otra cosa puede ser? ¡Alguien apuntó mal! ¡Y en seguida nos van a abrir en cuatro partes, esos Tommies! ¡El viejo tiene que haber estado loco...! ¡Esto fue un ataque por sorpresa! ¡Y sobre la superficie! ¡Simplemente al ataque! ¿Cuántos metros de distancia habrá habido? ¿Y cuántos segundos necesita el destructor a máxima velocidad para llegar a donde estamos nosotros? ¡Y esas órdenes sin sentido!

¡Un ángulo...! ¿Un ángulo? ¡Qué locura! El viejo ordenó un giro angular en medio de la inmersión... eso es completamente infrecuente... ¿Para qué? ¡Ahora lo entiendo! Los Tommies nos vieron sumergirnos hacia estribor... el viejo los quiso confundir... ¡Ojalá ellos no sean tan listos!

El viejo está sentado a medias sobre la mesa de cartografía. Veo de él su espalda encorvada, más arriba el cuello de su chaqueta y el blanco sucio de su gorra.

El oficial navegante mantiene los ojos casi enteramente cerrados. Sus labios están apretados por los dientes. Con su mano derecha se sostiene fuertemente. Los rostros de ambos marineros de la central son, a dos metros de distancia, una simple mancha, desdibujada y plomiza.

Un ruido sordo rompe el silencio... como el golpe de una maza sobre el parche flojo de un tambor.

—¡Blanco! —sisea el comandante. Levanta la cabeza y me permite ver su rostro:

sus ojos están entrecerrados, sus labios, apretados.

Otro golpe sordo.

—¡Otro blanco! —Secamente agrega el comandante—: ¡Cuánto han tardado!

¿Qué era eso? ¿Los torpedos? ¿Hemos hecho blanco con dos torpedos?

El segundo oficial se ha incorporado. Ambos puños cerrados, muestra los dientes como un orangután. Puedo entender que quiera gritar. Pero sólo parece; traga ostensiblemente. Su rostro queda duro como una máscara, por varios segundos.

El indicador del manómetro, mientras tanto, continúa lentamente su camino por la escala.

Otro golpe más.

—¡Tres! —dice alguien.

¿Nada más que esos ruidos sordos? Aprieto los párpados. Todas mis terminaciones nerviosas se concentran en mi sentido del oído.

Llega otro sonido: una sábana es rasgada por la mitad. Otra, al mismo tiempo, es rota rápidamente en pequeñas tiras. En seguida raspan sobre una superficie metálica, y de pronto todo es alrededor un único desgarro, golpeteo, rotura, sonido.

Tanto tiempo he contenido mi respiración que ahora tengo hambre de aire.

¡Maldición! ¿Qué ha pasado?

El viejo levanta la cabeza.

—Se hunden dos, navegante... son dos, ¿verdad?

Ese ruido... ¿son compuertas que se violentan?

—¡Les dimos! —El viejo lo dice pronunciando cada sílaba.

Nadie se mueve. Nadie alborota con vítores de triunfo. A mi lado está el marinero de la central, impasible como siempre: una mano en la escalerilla, la cabeza dirigida hacia los manómetros de profundidad. Los dos timoneles, con las arrugas endurecidas de su ropa de goma, sus
Südwester
s brillantes de agua. El ojo de plomo del manómetro: la aguja no se mueve más... ¡Dios mío! ¡Los timoneles tienen aún puestos sus
Südwesters
!

—¡Cuánto han tardado! ¡Ya los daba por perdidos!

La voz del comandante suena nuevamente oscura y brumosa. Los ruidos que llegan desde afuera no parecen acabar nunca.

—¡Creo que no los van a poder usar más!

Un golpe tremendo me lanza en ese mismo momento contra la pared. Alcanzo a agarrarme de un caño. Ruido de vidrios rotos.

Vuelvo a incorporarme, hago dos pasos tambaleantes hacia adelante, tropiezo con alguien, hago impacto contra una arista y termino en el marco de la escotilla.

¡Empezó! ¡Se toman la revancha!

Con ambas manos me agarro del caño sobre el cual estoy montado. Aquí me defenderé. Mis manos sorprenden la pintura lisa del metal, más abajo el herrumbre.

¿Y el próximo disparo?

Como una tortuga, saco la cabeza hacia adelante, presto a encogerme inmediatamente, cuando llegue el golpe. Solamente oigo que alguien se limpia la nariz.

Mi vista es magnéticamente atraída por la gorra del comandante. El viejo se corre un metro hacia un lado, ahora lo veo mejor aún.

Una detonación monstruosa me arranca casi los tímpanos. Y a partir de entonces, golpe tras golpe, como si las profundidades estuvieran cargadas de pólvora.

¡No son tan tontos...! ¡Se ve que no se han dejado engañar! Todo se acalambra en mí.

El submarino se mece entre las ondas de profundidad que han formado los disparos.

El ruido de las detonaciones cesa ya. Pero aún se oyen los que provienen de los impactos que hemos hecho nosotros.

El comandante ríe como un poseso:

—¡Están cayendo! ¡Qué lástima que no podemos verlos, cómo se hunden! Mis párpados están irritados. El viejo recupera su tono de voz normal.

—¡Esta fue la revancha!

Oigo la voz del escucha. Es evidente que mi percepción se vio parcialmente coartada. Seguramente, el escucha ha dado información durante todo este tiempo, aunque yo no lo haya oído.

—El destructor está a treinta grados a babor. Se le oye más cerca cada vez.

La mirada del comandante está clavada en los labios del escucha:

—¿Algún cambio?

El escucha no responde en seguida. Por fin dice:

—¡Se dirige a popa!

Inmediatamente, el comandante ordena aumentar la velocidad. Por fin me puedo liberar de la neblina que había en mi cerebro, pensar, captar lo que sucede a mi alrededor: esperemos que el destructor cruce nuestro curso como el viejo pretende, es decir, a popa de donde estamos ahora.

Aún no sabemos hacia qué lado girará el destructor a fin de intentar nuevamente pasar por encima de nosotros... el viejo parece sospechar que hacia babor, ya que ordena virar hacia estribor.

El maquinista Franz cruza la habitación. Su rostro está blanco como la cal.

Sudor perlado, como si fueran gotas de glicerina, sobre su frente. Se sostiene alternativamente con la mano derecha, luego con la izquierda, a pesar de que en este momento no estamos influenciados por ninguna marea.

—¡Nos agarraron! —dice, y a viva voz grita pidiendo fusibles para la brújula.

—¡No chille así! —le recrimina el comandante, enojado.

Cuatro detonaciones, una detrás de la otra, casi como si se tratara de una sola, hacen temblar el submarino. Pero la onda de agua no nos alcanza.

—¡Fue a popa! —se alegra el comandante—. ¡Demasiado a popa! No es tan fácil!

Other books

B00BNB54RE EBOK by Jaudon, Shareef
Nowhere Is a Place by Bernice McFadden
SpareDick by Sarina Wilde
The Australian Heiress by Way, Margaret
The Warden by Madeleine Roux
Her Last Whisper by Karen Robards
Ember Learns (The Seeker) by Kellen, Ditter
Whatever the Price by Jules Bennett