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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (48 page)

—Por favor, sin salsas extrañas, sin nada encima.
Nothing, nothing…

Los tipos, al oírnos hablar así, asienten con la cabeza. Siempre. Incluso cuando decimos cosas absurdas. Al final, no sabemos nunca qué nos traerán realmente. A veces lo decimos bien, a veces mal. Intento aconsejar a Gin.

—Estés donde estés, si te inclinas por el pescado a la plancha, siempre vas sobre seguro.

Se ríe.

—Madre mía, ya hablas como un viejo. Con lo bonito que es probarlo todo.

Miro a mi alrededor. En esta isla no hay casi nadie. En una mesa alejada de nosotros come otra pareja. Son más mayores y silenciosos que nosotros. ¿Es normal que al envejecer se tengan menos cosas que decir? No lo sé, y no quiero saberlo. No tengo prisa. Lo descubriré cuando sea el momento. Gin, en cambio, habla un montón, de esto y de lo otro, de cosas divertidas e interesantes. Me hace partícipe de retazos de su vida que yo nunca habría conocido, ni siquiera imaginado, si no fuera a través de ella. Y yo la escucho, mirándola a los ojos, sin perderla nunca de vista. Además, siempre tiene mil propuestas.

—Oye, he tenido una idea estupenda. Mañana iremos a una isla que hay aquí delante; mejor no, cogemos una barca y salimos a pescar; no, no, mejor hacemos un poco de
trekking
en el interior… ¿Eh, qué dices?

Yo sonrío. No le digo que la isla tiene un diámetro de apenas un kilómetro.

—Claro, excelente idea.

—Pero ¿cuál es excelente? ¡Te he hecho tres propuestas!

—Las tres son excelentes.

—A veces me parece que me tomas el pelo.

—¿Por qué dices eso? Estás preciosa.

—¿Ves?, me tomas el pelo.

Me levanto, me siento a su lado y le doy un beso. Largo, larguísimo, con los ojos cerrados. Un beso totalmente libre. Y el viento intenta pasar entre nuestros labios, nuestra sonrisa, nuestras mejillas, entre nuestro pelo… Nada, no lo consigue, no pasa. Nada nos separa. Sólo oigo pequeñas olas que se rompen debajo de nosotros, la respiración del mar, que hace eco en nuestras respiraciones, que saben a sal… Y a ella. Y por un instante tengo miedo. ¿De tener ganas de perderme otra vez? ¿Y después? ¿Qué pasará? Bah. Me relajo. Me pierdo en ese beso. Y abandono ese pensamiento. Porque es un miedo que me gusta, sano. De repente Gin se aparta de mí, se aleja y me mira fijamente.

—Oye, ¿por qué me miras así? ¿En qué piensas?

Le cojo el pelo que el viento le ha echado hacia delante. Se lo recojo dulcemente en mi mano. Después se lo echo hacia atrás, liberando su cara, aún más bella.

—Me apetece hacer el amor contigo.

Gin se levanta. Coge la chaqueta. Por un instante parece enfadada. Después se vuelve y esboza una preciosa sonrisa.

—Se me ha pasado el hambre. ¿Vamos?

Me levanto, dejo dinero en la mesa y me reúno con ella. Echamos a caminar por la orilla. La abrazo. La noche. La luna. Un viento aún más ligero. Barcas lejanas en mar abierto. Velas blancas que baten. Parecen pañuelos que nos saluden. Pero no, no nos marchamos. Aún no. Pequeñas olas nos acarician los tobillos, sin hacer demasiado ruido. Son calientes, lentas, silenciosas. Son respetuosas. Parecen un preludio de un beso que quiere ir más allá. Tienen miedo casi de dejarse oír. Un camarero llega con los platos a nuestra mesa. Pero ya no nos encuentra. Después nos ve. Ahora ya lejos. Nos llama.

—Mañana, comeremos mañana.

El tipo sacude la cabeza y sonríe. Sí, esta isla es preciosa. Aquí todos respetan el amor.

Sesenta y cuatro

Cuando era pequeño y volvía de vacaciones, Roma me parecía distinta cada vez. Más limpia, más ordenada, con menos coches, con un sentido de la circulación repentinamente cambiado, con un semáforo de más. Esta vez me parece idéntica de cuando la dejamos. Es Gin la que me parece distinta. La miro sin que se dé cuenta. Espera formal en fila nuestro turno para coger el taxi. Se toca de vez en cuando el pelo, vigorizándolo, se lo aparta de la cara y éste, aún con sabor a mar, obedece. No, distinta no; simplemente, más mujer. Tiene su maleta entre las piernas y una mochila no demasiado pesada colgada del hombro derecho. Austera y erguida, pero suave en los rasgos. Se vuelve, me mira y sonríe. ¿Es mamá? Dios mío, ¿puede ser que espere de verdad un bebé? He sido un loco. Me mira curiosa intentando quizá adivinar mis pensamientos. En cambio, yo la miro intentando adivinar algo acerca de su barriga. Me acuerdo entonces de una obra de teatro que vi de pequeño, la historia de Ligabue. Pero no el cantante, sino el pintor. Mirando a una modelo suya, pintándola sobre una tela, Ligabue, por la luz distinta de sus ojos, por los suaves rasgos de su cuerpo, sabe que está embarazada. Pero yo no soy pintor, aunque quizá haya sido más loco que Ligabue.

—¿Se puede saber en qué piensas?

—Te parecerá absurdo, pero estaba pensando en Ligabue.

—Pues no sabes lo mucho que me gusta como cantante y como hombre.

Canturrea alegre, perfectamente afinada. Se sabe todas las palabras de
Certe notti
, pero no ha adivinado uno de mis pensamientos. Por suerte. Al menos esta vez.

—¿Y sabes qué? Ligabue me gusta también como director… ¿Has visto
Radiofreccia
?

—No.

Ha llegado nuestro turno. Metemos el equipaje en el maletero y subimos al taxi.

—Lástima, en un momento dado hay una bonita frase: «Creo que tengo un gran agujero dentro de mí, pero el
rock and roll
, alguna que otra amiguita, el fútbol, las satisfacciones laborales y las gamberradas con los amigos lo llenan de vez en cuando.»

—Caray…, sí que tienes memoria.

Gin insiste:

—¿Y
Da dieci a zero
?

—Tampoco.

—¿Estás seguro de que pensabas en el cantante y no en el Ligabue pintor?

Me mira con curiosidad e insolencia. Esta chica me preocupa. Le digo dónde vive Gin al taxista, que asiente con la cabeza y arranca. Oh, todos lo saben todo. Me pongo las gafas de sol. Gin se ríe.

—Te he pillado, ¿eh? ¿O no sabes ni siquiera quién es?

No espera la respuesta. Decide dejarme en paz. Se apoya en mi hombro como durante los vuelos en avión. Como todas estas últimas noches. La veo reflejada en el retrovisor del taxista. Cierra los ojos. Parece descansar, pero después los abre otra vez. Cruza mi mirada con la suya incluso a través de las gafas. Sonríe. Quizá lo haya entendido todo. Pero algo es seguro: si es niña, la llamaré Sibilla.

Un último saludo:

—Adiós, nos llamamos.

Con la mochila al hombro y la maleta en la mano, entra en el portal. La veo marcharse así, sin poder ayudarla. No ha querido: «No quiero que me ayudes y, sobre todo, no me gustan las despedidas demasiado largas. ¡Vete!»

Gin es demasiado. Subo de nuevo al taxi y doy mi dirección. El taxista asiente con la cabeza. También la conoce. Bueno, por otro lado, es su trabajo. En un instante me vienen a la mente muchos momentos del viaje. Es como un álbum hojeado velozmente. Entonces escojo las fotos más bonitas. Las zambullidas, los besos, las bromas, las cenas, las charlas sin prisa, el amor sin prisa, los despertares sin prisa. ¿Y ahora? Estoy preocupado y no sólo por el huso horario. La echo de menos. Dejarla en casa precisamente después de un viaje es como marcharme de nuevo pero sin saber adónde ir y, sobre todo, con quién. Solo. Y a Gin ya la echo de menos. Estoy preocupado por eso. ¿Me habré vuelto demasiado romántico?

—Ya hemos llegado, doctor.

Por suerte, está el taxista, que me devuelve a la realidad. Bajo. No espero la vuelta, cojo mis cosas y entro en casa.

—¿Hay alguien?

Silencio. Mejor así. Necesito entrar muy despacio, sin demasiado ruido, sin demasiadas preguntas, en mi vida de todos los días. Pongo en su sitio parte de la ropa de la maleta, dejo en el cesto de la ropa sucia del baño la que hay que lavar y me doy una ducha. No noto el cambio horario pero por suerte oigo el móvil. Salgo de la ducha. Lo cojo en seguida. Me seco un momento antes de contestar. Es ella, Gin.

—Caray, lo he encendido hace un segundo, antes de ducharme. Sabía que no podrías resistir.

—Sólo te he llamado para saber cómo te las apañabas sin mí. ¿O ya te estás dando de cabezazos contra la pared? ¿Tienes el síndrome de abstinencia… de amor?

—¿Yo? —Aparto el móvil un poco y finjo dirigirme a un abundante público femenino que está delante—. Calma, chicas, calma… ¡Ya voy!

Gin finge que está enfadada.

—Qué raro que no hayas dicho «ya me vengo». «¡Acabo en un instante, chicas!» Habrías sido más sincero. ¡No las desilusiones! ¡Ay! ¡Ay!

—¡Hum! Venenosa. Si pones las cosas en estos términos hablamos con Romani, dos intervenciones en cualquier programa como el caso del año y nos volvemos en seguida a dar la vuelta al mundo.

—Sin ir demasiado lejos… Empieza a prepararte el discurso para mis padres, tendrá que ser dentro de unos días.

—¿El qué?

—Bueno, si no llega «ella», será mejor que pases tú, ¿no?

—¿Cómo?

—Pues sí, no hay ni rastro de «ella», ¡o sea que estoy embarazada! Prepárate la promesa de boda, las excusas y todo lo demás.

Me quedo en silencio.

—¡Muy bien! ¡Veo que lo has entendido! ¡Ahora diviértete con las chicas que tienes ahí, que te queda poco tiempo!

—Yo pensaba que sólo tendría que ocuparme de elegir el nombre.

—Claro, ¡lo más fácil! No, mira, de eso ya me ocupo yo. Tú preocúpate de todo lo demás. ¿Sabes qué dice siempre mi madre? «¿No querías una bicicleta? ¡Pues ahora pedalea!»

—Bicicleta… Si es niña podemos llamarla así. Será seguramente una chica muy deportista y qué sé yo, en honor a tu madre…

—Menos mal. Creía que ya estabas deprimido, pero veo que todavía tienes fuerzas para decir gilipolleces.

—Sí, pero ya son las últimas. Ya sabes que, como padre, tendré que ser aún más serio. Pero ¿estás segura de que yo soy el padre? Mi abuelo siempre decía: «Mater semper certa est, pater numquam.»

—Muy bien, vive en la incertidumbre. ¡Pero puedes estar seguro de que si es tonto, querrá decir que es tuyo!

—¡Menos mal que tenía el síndrome de abstinencia de amor!

—Step…, no discutamos.

—¿Y quién quiere discutir?

—Te echo de menos… —Alejo otra vez el móvil.

—Chicas, ¿queréis saber qué ha dicho? Que me echa de menos…

—Venga…, no seas estúpido.

—Has cambiado.

—¿Por qué?

—Por lo general me llamas tonto.

—¿Y qué es mejor, tonto o estúpido?

—Bueno, digamos que prefiero estúpido… Además, has dicho que llamarías tonto a mi hijo, así que a mí tienes que llamarme a la fuerza estúpido, porque si no en esa casa no nos aclararemos. ¡Menudo lío!

—¡Cretino!

—Eso… ¿Y cretino quién es, entonces? ¿El otro?

Nos reímos. Y seguimos riéndonos así. Hablando sin saber muy bien de qué ni por qué. Después decidimos colgar, prometiendo que nos llamaremos mañana. Es una promesa inútil: lo hubiéramos hecho de todos modos. Cuando pierdes tiempo al teléfono, cuando los minutos pasan sin que te des cuenta, cuando las palabras no tienen sentido, cuando piensas que si alguien te escuchara creería que estás loco, cuando ninguno de los dos tiene ganas de colgar, cuando después de que ella ha colgado compruebas que lo haya hecho de verdad, entonces estás perdido. O mejor dicho, estás enamorado, lo que, en realidad, es un poco lo mismo…

Sesenta y cinco

En Roma, los días siguientes vuelven lentamente a la normalidad. Las horas ocupan de nuevo su lugar. Vuelve a hacer frío. Cada uno en su casa. El mar se aleja, igual que su recuerdo. Quedan sólo las fotos de ese espléndido viaje. Muy pronto acaban en quién sabe qué cajón, también olvidadas. Romani se ha alegrado de vernos, tan contentos y morenos, sobre todo gracias a él. Y aún se ha alegrado más al vernos aceptar ese contrato de trabajo, siempre gracias a él. Paolo y Fabiola parecen estar de acuerdo. Paolo ha abandonado la idea de hacer de representante, de mi representante. Ha vuelto a trabajar como asesor financiero. Le deja tomar todas las decisiones a Fabiola, su novia, y así salen las cuentas. Porque si a él las cuentas no le salieran tanto en la oficina como fuera, podría enloquecer. Por lo que oigo de los relatos de Paolo, mi padre y su novia, de la cual no recuerdo para nada el nombre ni quiero hacer el mínimo esfuerzo por recordarlo, siguen enamorados y en sintonía. Enamorados… Tampoco sobre esto quiero hacer el mínimo esfuerzo. De la vida sentimental de mamá, Paolo en cambio no sabe nada. O al menos no me cuenta nada. Sin embargo, está preocupado por su salud. Le ha visto hacer varias visitas al hospital, pero tampoco de eso sabe nada. O también en este caso no quiere contarme nada. Y tampoco sobre esto consigo hacer un esfuerzo. No puedo. Ya me ha parecido difícil leer el libro que mamá me regaló. Una historia parecida a la nuestra pero con un final feliz. Un final feliz, sí. Pero es una novela.

—Hola, ¿qué estás haciendo?

—Estoy preparando la bolsa; iré en un rato al gimnasio…

Todo ha vuelto a la normalidad. También Gin.

—¿De verdad? Yo iré esta tarde. Hoy me toca… —Hace una pausa buscando en su calendario de gimnasios de gorra—. ¡El Gregory Gym en via Gregorio VII! Menos mal que no está muy lejos. ¿Nos vemos más tarde?

—Claro.

—Entonces, un beso y hasta luego.

Entonces no sabía qué pasaría, que de ese «claro» no estaría después tan seguro.

En el gimnasio saludo a alguna gente. Después empiezo a entrenarme. Sin apretar demasiado, sin excederme con el peso. Tengo miedo de herniarme. Hace demasiado tiempo que no me entreno.

—Eh, bienvenido.

Es Guido Balestri, delgado y sonriente como siempre. Con su chándal granate roto como siempre, con una sudadera
radical-chic
de marca, como todas sus cosas, también éstas como siempre.

—Hola. ¿Te entrenas?

—No, he pasado por el gimnasio precisamente con la esperanza de encontrarte.

—No tengo una lira… —Se ríe divertido quizá porque los dos sabemos muy bien que es la última cosa que podría necesitar—. Y durante un tiempo tengo que evitar las peleas.

—Pues claro, uno se quema si se deja ver demasiado. ¡Ya eres un divo de las peleas! —Entiendo que debe de haber seguido toda la historia. Pero él prefiere hacérmelo saber, y para bien—: He recortado todos los artículos: el héroe, el paladín, el justiciero de la tele…

—Sí, se han pasado.

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