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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (7 page)

Busco en la chaqueta. Pallina es más rápida que yo. Saca un paquete de Marlboro light de la camisa verde claro con charreteras militares y bolsillos con cremallera. Coge uno y me tiende el paquete. Cojo uno y me doy cuenta de que no está el cigarrillo del revés, el del deseo. ¿Sueños acabados? Me ataca la melancolía. Cierro el paquete y se lo devuelvo. Me lo pongo en la boca. Después ella me alarga un encendedor, no, insiste en encenderme el cigarrillo. Tiene las manos frías, me sonríe.

—¿Sabes que desde entonces no he vuelto a estar con ningún hombre?

Doy una calada y me trago el humo, cargado, pesado.

—¿Hombre? ¡Chico! —intento banalizar.

—Bueno, eso, lo que sea. —Quizá la Bud, el cigarrillo, el follón, todo lo que hay sucio a nuestro alrededor. Nos reímos. Y todo se vuelve como tiempo atrás, sin problemas. Hablamos de todo: recuerdos, novedades nuestras, de los demás… Gilipolleces, las gilipolleces de siempre, pero estamos bien. Me informa de asuntos romanos—. Oye, te acuerdas de ésa de allí, ¿no? ¡No sabes en qué se ha convertido!

—¿En una tía buena?

—En un tonel.

Risas.

—Frullino, en cambio, está dentro otra vez.

—¡No jodas!

—Si, acabó a hostias con Papero porque se había liado con su novia y éste lo denunció.

—No me lo puedo creer… Ya no hay respeto por nada.

—Te lo juro.

Nos reímos.

—Los hermanos Bostini han abierto una pizzería.

—¿Dónde?

—En Flaminio.

—¿Y cómo es?

—Está bien. Te encuentras con todo el mundo que conoces pero también hay un montón de gente nueva. Además no es demasiado cara. Giovanni Smanella, en cambio, no ha pasado la selectividad.

—No me lo puedo creer… Pero ¿qué tiene en el cerebro?

—Bah, piensa que el pasado invierno me iba detrás.

—Vamos… ¡Menudo mierda!

Vuelven los viejos tiempos. Pallina me mira preocupada.

—No, era una cosa simpática. Nos habíamos hecho amigos, me hacía compañía. Me hablaba a menudo de Pollo.

—¡Encima!

Me quedo en silencio.

—¡Joder, Step —Pallina da un largo trago a la cerveza—, no has cambiado nada!

Estoy tenso, pero después lo dejo correr. Tiene razón, ¿a mí qué me importa? No ha hecho nada malo. En el fondo, la vida continúa.

—He cambiado —digo sonriendo.

—Ah, menos mal, ¿entonces podemos hablar de otra cosa? —Sonríe y pone cara de lista, inolvidable—. Ah… —Se entiende que cambio de cara—. He aquí la nota doliente. Te la has buscado. —Bebe un último sorbo de cerveza y después vuelve a la carga hecha una mujer—: Entonces…, ¿has sabido de ella? ¿Cuánto hace que no habláis? ¿Has intentado llamarla desde allí?

Es una maquinita, parece que no pueda parar nunca.

—Eh, calma, caray. ¡Ni que me hubiera pillado la pasma! —Intento no parecer demasiado afectado por el tema, pero no sé si lo consigo—: No, no he vuelto a saber de ella.

—¿Nunca?

—Nunca.

—¡Júralo!

—Lo juro.

—No me lo creo.

—Qué demonios… ¿Crees que te estoy mintiendo? Entonces he hablado con ella.

—No, no, de acuerdo, te creo. Yo, en cambio, me la encontré un día.

Después hace una pausa, larga, demasiado larga. No dice nada. Lo hace adrede. Me mira y sonríe. Quiere que yo diga algo. Espera un poco, demasiado. Pero ¿por qué? Qué coñazo. Qué boba. No lo resisto.

—Vamos, Pallina, suéltalo, cuenta.

—Como siempre, muy amable, pero…

—¿Pero?

—Distinta. No sé cómo decirte. Eso es: ha cambiado.

—Bueno, sobre eso no tenía dudas, todos hemos cambiado.

—Sí, lo sé… Pero ella… Ella ha cambiado de una manera… Qué sé yo, eso, de una manera distinta.

—¡Eso ya lo has dicho! Pero ¿qué quiere decir de manera distinta?

—Oye, no lo sé. Distinta y basta. Es así, no sé cómo decirlo. O lo entiendes o tienes que verlo para entenderlo.

—Gracias.

Después, no sé cómo pero hago la pregunta. Me sale con normalidad. No quiero decirlo, pero sin embargo se me escapa. Me sale así, sin quererlo. Incluso parece que no sea yo quien lo dice.

—Y… ¿estaba sola?

—Sí. ¿Sabes adónde iba? De compras.

Me dan ganas de reír. La recuerdo, la imagino y de repente la veo. Babi.

—Espera aquí un momento. No te muevas, ¿eh?, Step. No desaparezcas como de costumbre. En serio, no te vayas, que quiero tu consejo… —Me deja delante del escaparate. Entra, mira, elige y después me llama—. Mira, he decidido que me quedo éste. ¿Te gusta? —Pero no me da tiempo a contestar. Lo piensa de nuevo y cambia de modelo. Se prueba otro, le sienta bien. Ahora parece de nuevo decidida. Hace una especie de desfile y después me mira—. ¿Y bien?… ¿Qué dices?

—Me parece que te sienta muy bien.

Vuelve a mirarse al espejo. Pero encuentra algo que no va, que sólo ella sabe.

—Disculpe, pero tengo que pensarlo.

Entonces sale de la tienda y me abraza.

—No, no, he decidido que no. Es muy caro.

Y se siente feliz porque de todos modos ha decidido lo mejor. Al final, yo se lo regalaba algunos días después. Y ella se reía. Se había convertido en un juego, otro juego. ¿Por qué decidiste dejar de jugar, Babi? Pero no me da tiempo a encontrar la respuesta.

—¿Ya sabes que no sale con aquel tipo?

—No, no lo sé. ¿Cómo quieres que lo sepa? Te he dicho que no he vuelto a hablar con ella. ¿Qué te crees, que tengo informadores secretos?

—Creo que ahora no sale con nadie.

Lo dice adrede, sonriente, pensando que me alegra. No sé qué piensa y no quiero saberlo.

—Bueno, de todos modos, Babi no me interesa.

Ante mi respuesta, pone cara de incredulidad.

—¿Qué?

—Que no me interesa. En serio. Alguien dijo que si sobrevives a Nueva York puedes sobrevivir a todo, y yo creo que lo he conseguido.

—Ya. Pero no fue alguien: es una frase de la película
Mejor… Imposible
. De acuerdo, te creo.

Sonríe y enarca las cejas. Bebo otro sorbo de cerveza.

—En serio que no me interesa.

—Entonces, ¿por qué me lo repites?

Empieza a sonar un móvil. No es un timbre normal. Parece una musiquilla polifónica, pero baja, distorsionada, fea. Un chico sentado a la mesa de al lado se lo saca del bolsillo y se lo acerca a la oreja. El que suena no es el suyo. Sigue hablando con la chica sentada frente a él, ligeramente sonrojado. Quién sabe qué llamada podría recibir. La chica hace ver que no pasa nada. El móvil sigue sonando. La musiquilla insiste y sube de volumen. Un hombre gordo se saca un móvil diminuto de la camisa y lo mira. No ve bien y se lo acerca a la oreja. No, no es el suyo. Está a punto de arrojarlo sobre la mesa.

—Qué coñazo de móviles.

—Yo me lo he dejado en casa —dice Pallina—, o sea que no puede ser el mío. A veces, cuando no me apetece, lo apago, pero esta noche lo he olvidado.

El retintín insiste.

—Me parece que es el tuyo…

Acabo el último sorbo de cerveza, que casi se me va por el otro lado. Joder, es verdad, no me acordaba. Lo saco del bolsillo. Es el mío. Ahora suena más fuerte. La musiquilla debe de haberla elegido Paolo. La gente me mira. Pallina también. Trato de justificarme.

—Me lo ha regalado Paolo esta tarde. —Pallina asiente—. Diga. Es el mío.

—Menos mal, pensaba que estabas en la discoteca. ¿No lo oías? —Es una bonita voz de mujer que al final se echa a reír—. Te estarás preguntando quién puede tener tu móvil. Tu hermano me lo ha explicado. Espero haber sido yo la primera en estrenarlo. Soy Eva.

Por un momento me quedó en silencio. ¿Eva? Claro… Eva, la azafata. Eva, la que me traía las cervezas. Eva, la que brincaba arriba y abajo en el avión. Eva la
gnocca
. Es para eso para lo que sirve un hermano… Y un móvil.

—Oye… ¿Estás ahí?

—Claro.

—¿Sabes ya quién soy o realmente has conseguido olvidarme?

—Como podría olvidarme de… —Querría decir de Eva la
gnocca
pero entiendo que no es el momento—. Eva, es que creía que este móvil no funcionaba. Aún no había llamado a nadie.

—¿A cuánta gente le has dado ya tu número?

Parece celosa. Me río:

—A nadie…

—¿Dónde estás?

—Estoy con una amiga.

Silencio del otro lado.

—¿Dónde?

—Por ahí…

Lo extraño del móvil es que estás en todas partes y en ninguna.

—¿Y cómo es esa amiga tuya?

—Una amiga.

—¿Y qué dice tu amiga si estás tanto rato al teléfono?

Pallina mira a su alrededor y saluda a los amigos que acaban de entrar.

—No dice nada. Ya te lo he dicho: es una amiga.

Parece aliviada.

—Oye, si te apetece, quedamos en algún sitio. Podríamos ir a dar una vuelta.

—Hay un problema…

—¿Tu amiga?

—No, mi moto. Voy en moto.

—Ah, entonces sí que es un problema.

—¿Tienes miedo?

—No, no tengo miedo, ¿tendría que tenerlo?

—No.

Esa chica me gusta.

—El problema es que no puedo subir. Me lo prohíbe el seguro del vuelo.

No sé si creerla, pero no importa.

—Es verdad, si te caes con la moto no pagan.

—¿Por qué no vienes a verme? Estoy en el hotel Villa Borghese.

Pallina me mira y hace un gesto con la mano como diciendo «¡Sí que dura esa llamada!».

—¿Y después cogemos un taxi? ¿O tampoco estás asegurada para eso?

Eva se ríe:

—Después decidimos.

Termino la llamada.

—Menos mal. ¿Una discusión con una chica?

—Sientes curiosidad, ¿eh?

Me levanto y cojo el ticket.

—¿Qué haces?, ¿te marchas?

—Sí, pero pago.

Pallina parece desilusionada.

—¿Nos veremos un día de éstos o vuelves a marcharte en seguida?

—No, me quedo.

—Dame tu número y así te llamo yo.

—No me lo sé de memoria.

Me mira con su cara graciosa. Ladea la cabeza y me mira fijamente. Está más mona, más mujer. Le tengo mucho cariño. Pero no hay nada que hacer, no me cree.

—Ya te llamaré yo. Si no, puedes llamarme a casa. Estoy en casa de mi hermano y tiene el mismo número.

Se tranquiliza. Se levanta y me da un beso:

—Adiós, Step. Bienvenido.

Luego va a reunirse con sus amigos.

Ocho

La moto arranca a la primera. La batería se ha recuperado sin problemas. Primera, segunda, tercera. En un instante estoy debajo del puente del corso Francia. Se me ocurre una cosa y vuelvo atrás. A una chica como Eva tal vez pueda gustarle. Y sobre todo me apetece a mí. Cinco minutos después. Corso Francia, Piazza Euclide, viale Parioli. Una caterva de restaurantes y coches en doble fila. Falsos aparcacoches elegantes, probablemente polacos de parco italiano. Una señora más o menos negada intenta una maniobra para aparcar bien. En su opinión, claro. En realidad, ha bloqueado una curva. Chicos y chicas a las puertas del Duck obstaculizan el tráfico. Me escabullo veloz entre los coches, evito una tentativa de cambio de sentido y me planto en la Piazza Ungheria. A la derecha y después recto hasta el zoo. Al fondo a la izquierda y después de nuevo a la derecha. Hotel Villa Borghese. Aparco la moto y bajo con la bolsa.

—Buenas noches. —Joder, no lo había pensado, no sé su apellido—. Buenas noches. —Vuelvo a intentarlo. Quién sabe de dónde puede llegarme la inspiración. El portero, un hombre de unos sesenta años con aspecto bonachón y simpático, decide salvarme.

—La señorita lo espera. Habitación 202, segundo piso.

Quisiera preguntarle por qué piensa que voy a verla precisamente a ella. ¿Y si hubiera querido una habitación o cualquier otra cosa? Una simple información, por ejemplo. Pero entiendo que es mejor que me quede callado.

—Gracias.

Me observa mientras me marcho. Esboza una media sonrisa y después suspira. Asiente con la cabeza. Siente envidia por Eva o por esos años ya pasados, más bonitos incluso para él. Subo la escalera. 202. Me paro y llamo.

—¿Traen el champán? —pregunta divertida yendo hacia la puerta.

—No, la cerveza.

Abre.

—Hola, entra.

Me besa en las mejillas. Camina tranquila, ligeramente altiva pero más delicada de como paseaba por el avión. Es otra cosa. Lleva el pelo suelto.

—Bromas aparte, ¿quieres beber algo? Pido que lo suban…

—Sí, ya te lo he dicho, cerveza.

—Hay en la nevera.

Me señala una pequeña nevera en la esquina opuesta. Voy a cogerla. Cuando me vuelvo, ya está sentada en el sofá. Tiene los brazos abiertos: uno apoyado sobre el brazo del sillón y el otro sobre un cojín. Las piernas medio estiradas, con las rodillas juntas.

—Estoy agotada. He dado una vuelta para hacer unas compras, tal como me dijiste.

—¿Y cómo ha ido?

—Bien. He comprado un camisón y un traje de chaqueta muy bonito de un azul especial; «azul perdido», así lo he llamado. ¿Te gusta el nombre?

—Mucho.

Sonríe y se sienta más erguida.

—¿Quieres ver cómo me queda?

Me sonríe vivaz, solícita, divertida. Me mira de un modo más intenso, con una extraña malicia. Para demostrar algo, su hipotética elegancia, o quién sabe qué. ¿Es un desafío? Lo acepto.

—Por supuesto.

Coge una bolsa. Me mira, después levanta las cejas y se aleja divertida. Pero sé que quiere que se lo diga.

—¿Adónde vas?

—Al baño. ¿Qué pensabas?

Cierra la puerta detrás de ella con una última sonrisa que significa: «Dentro de poco estaré de vuelta, ¿qué creías?»

Acabo la cerveza apenas a tiempo. Aquí está Eva.

—¿Cómo me sienta?

Lleva el camisón transparente resbalándole sobre el cuerpo como una ola suave, tan suave que me parece que casi oigo ese mar. Es de color azul polvo. Azul perdido, como ha dicho ella. También se ha peinado. Incluso la sonrisa, no sé, ha cambiado.

—Guapa. Mucho. Si ése es el camisón…, ahora me gustaría ver el traje.

Se ríe. Después cambia de expresión y se acerca con porte profesional. Ha vuelto la azafata.

—¿Es usted quien ha llamado? ¿Qué desea?

No se me ocurre ninguna broma. Finalmente pienso en decir: «Como diría la señora: "A ti,
gnocca
."» Pero la encuentro malísima y la desecho. Y hago bien.

Ella insiste. Está muy cerca de mi cara, y me vuelve a la memoria por un momento esa canción de Nirvana: «
If she ever comes down now…
»

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