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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (8 page)

—Entonces, ¿qué te apetece?

—Perderme en tu azul perdido.

Y ésta le gusta. Eva se ríe. Da por buena la broma y decide que sí, que me pierda en seguida. Me besa. Maravillosamente bien, tranquila, dulce, mucho rato. Juega con mi labio inferior chupándomelo, lo estira ligeramente hacia ella, hacia su boca. Después, de repente, lo suelta. Me aprovecho.

—Te he traído una cosa.

Por otro lado, no hay prisa. El aterrizaje no está previsto. No ahora. Me separo de ella y cojo la bolsa. Se queda sorprendida mirándome. Los pezones le asoman entre los pliegues livianos del camisón. Pero no quiero perderme ahora en esas corrientes. Abro la bolsa delante de sus ojos.

—No me lo puedo creer, estupendo. ¡Dos rodajas de sandía!

—He ido a comprárselas a un amigo en el puente Milvio. Hacía un montón que no lo veía y me las ha regalado.

Le paso una.

—Tiene las sandías más buenas de Roma.

«Después de las tuyas», quisiera añadir, pero esta broma sería peor que la otra. Muerde la rodaja e inmediatamente, con un dedo, recoge un poco de jugo que se le resbala de los labios y chupa intentando no perder ni siquiera una gota. Me río. Sí, no hay prisa. Muerdo la mía a mi vez. Es fresca, dulce, buena, compacta, no harinosa. Eva sigue comiendo. Le gusta. Las devoramos mirándonos, sonriéndonos. Aquello se convierte casi en una competición. Las medias lunas rosadas al final se nos quedan en la mano, mientras seguimos masticando. El jugo nos resbala hasta la barbilla. Ella deja su rodaja acabada sobre la mesa y, sin secarse la boca, me besa otra vez.

—Ahora tú eres mi sandía.

Me muerde la barbilla y me lame alrededor de la boca, frenada tan sólo por mi barba aún suave. Y ella, decidida, hambrienta, divertida. Aún más mujer.

—¿Sabes?, te deseé en el avión y te deseo ahora…

No sé qué contestarle. Me resulta extraño oírla hablar. Me quedo en silencio mientras ella me sonríe.

—Es la primera vez que quedo con un pasajero.

Tranquilo, saco el móvil del bolsillo. Pienso en la musiquilla y lo apago. La verdad es que, tal como están yendo las cosas, es el mejor regalo que podría haberme hecho Paolo.

—En cambio, tú eras la única azafata que me faltaba.

Intenta darme un bofetón. Le detengo la mano al vuelo y la beso, dulcemente. Finge que se ha enfadado y resopla.

—Pero también eres la sandía más buena que he probado nunca.

Sacude la cabeza divertida y se libera de la presa. Se sienta frente a mí con las piernas cruzadas. Decidida, descarada, presumida. Me mete adrede la mano allí delante, lentamente, con dulzura. Donde ella sabe, donde yo sé. Me mira a los ojos, desafiante, sin pudor. Y yo la miro, sin ceder, sonriendo. Entonces me atrae hacia sí, con deseo, ávida, agarrándose casi a mis hombros. Y me dejo ir, así. Me pierdo en ese antiguo azul perdido, agradablemente arrebatado por la dulzura de todo esto, sandía incluida.

Nueve

Lejos. Por la Aurelia, antes de Fregene, en Castel di Guido. Un viejo castillo abandonado ha sido reformado. Cincuenta grafiteros han pasado cinco días llenándolo de
grafitti
. Cinco proyectores con focos de toda clase para poder, en un instante, iluminarlo como si fuera de día. Dentro, tres consolas con doscientos altavoces de 100 kw repartidos a lo largo de los salones abandonados, arriba, en la rocas, en las habitaciones con los frescos antiguos ahora descoloridos por el tiempo, e incluso en los sótanos. Cinco mil velas distribuidas al azar entre el jardín y los interiores. Y por si eso no bastara, dos camiones con más de doscientos colchones aún envueltos en celofán. Sí, porque nunca se sabe… Y ese nunca se sabe, Alehandro Barberini no lo va a dejar escapar. Ésta es su noche. Por su veinte aniversario, su padre le ha regalado una tarjeta negra de Diners. ¿Y qué mejor ocasión para inaugurarla sino ésa? Doscientos mil euros, un suspiro,
et voilà
, ya está. Y Gianni Mengoni no ha dejado escapar la ocasión de un acontecimiento como ése. Es él quien ha tomado las riendas de la situación. Ha encargado más de mil botellas de bebidas alcohólicas y trescientas de champán, cuarenta y cinco barreños hinchables llenos de hielo y veinte camareros… ¿Por qué escatimar? Él, sólo por la organización, se ha hecho soltar una paga y señal de treinta mil euros. Ya cobrados: «¿Sabes?, con estos nobles un poco decadentes, ¡nunca se sabe!», le dijo al pobre Ernesto, que ha tenido que ocuparse en serio de toda la organización. Para Ernesto, en cambio, mil ochocientos euros y un palizón que dura desde hace más de un mes. Claro que, para él, esos mil ochocientos son un maná del cielo. Quiere llegar al corazón de la bella Madda. Hace un mes que tontean pero aún no se le ha entregado. Esta noche cree que lo conseguirá. Le ha comprado el chaquetón que tanto le gustaba, mil euros a tocateja por una prenda de piel rosa, anticuada y arañada. Pero si ella está contenta…, él también. El paquete lo ha escondido en el coche y cuando vuelvan al final de la velada, al alba, o cuando, cuando… Ya le parece ver su sonrisa, esa sonrisa que le impresionó tanto, que lo convenció para contratarla como ayudante también para esa noche. Y por
sólo
quinientos euros. En definitiva, si todo va bien, al final de la noche Ernesto se embolsará trescientos euros pero tendrá a cambio algo que no tiene precio. Ciertas alegrías no entienden de ceros.

—Dani, pero ¿dónde te has metido? Llevo una hora esperándote fuera.

—Ya lo sé, pero hemos tenido que dejar el coche al fondo. Siempre tiene miedo de que se lo rayen.

—¿Por qué?, ¿con quién has venido?

—¿Cómo que con quién? ¡Ya te lo dije, con Chicco Brandelli!

—¡No me lo puedo creer!

—Pues cuando yo digo algo es verdad.

—Pero aún dura… ¡Pero si ése se ha fijado en ti sólo para vengarse de tu hermana!

—Mira que eres ácida. Pues, conmigo es encantador. Además, ¿a ti qué te importa? Giovanni Franceschini, el que siempre tiraba los tejos a esa de tercero A, ¿cómo se llama?

—Cristina Gianetti.

—Eso. ¿No salió después con la hermana pequeña cuando la conoció?

—¡Sí, porque la primera es una monja redomada y la otra dicen que hace unos numeritos que, comparada con ella, la estrella del porno Eva Henger es aburrida!

—Bueno, pues a mí Brandelli me gusta un montón y, además, ya te lo he dicho, dentro de cuatro días es mi cumpleaños y ya está decidido.

—¿Todavía con esa historia? ¡Pero si a los dieciocho años no se caduca! Estás obsesionada. ¿Qué te importa si tu primera vez es dentro de dos años?

—¿Dos años? Pero ¿estás loca? ¿Y cuándo recupero el tiempo perdido? ¿Cómo puede ser que ahora que me he armado de valor me desanimes así? Además, perdona, ¿tú cuándo lo hiciste?

—A los dieciséis.

—¿Ves?, y encima hablas por hablar.

—¿Y qué tiene que ver?, si yo salía con Luigi desde hacía dos años. Mira, no me agobies.

—Chicco Brandelli me gusta un montón y esta noche he decidido hacerlo con él. ¡Haz de amiga por una vez!

—Pues precisamente por eso te lo digo, porque soy tu amiga.

Dani se vuelve y lo ve de lejos.

—Venga, basta. Ya llega. Vamos, entremos y no hablemos más de esto.

—Hola, Giuli.

Chicco Brandelli la saluda con un beso en la mejilla.

—Qué bien te veo, hace mucho que no coincidíamos. Estás muy guapa… Así, ¿ha sido buena idea encontrar entradas para esta noche? ¿Estáis contentas, muñecas? Venga, entremos.

Chicco Brandelli coge de la mano a Daniela y va hacia la entrada. A sus espaldas, Giuli cruza la mirada con Daniela y se burla de Brandelli, imitándolo: «Muñecas…» Después hace una mueca de asco como diciendo: «Dios mío, es terrible.» Daniela desde detrás, sin que se note, intenta darle una patada. Giuli se aparta riendo. Chicco atrae de nuevo a Dani hacia sí.

—¿Qué hacéis? Vamos, sed buenas, siempre estáis jugando. Entremos.

Se acerca a los cuatro porteros, unos tipos enormes, de color, con el pelo rapado y rigurosamente vestidos de negro. Uno de ellos comprueba las entradas. Después asiente al ver que todo está en orden. Aparta un cordón dorado para dejarlos pasar. La pequeña comitiva entra, seguida de otros chicos que acaban de llegar.

Diez

Algo más tarde o quizá mucho más tarde. Cuando uno se duerme en una cama no sabe qué hora es. Me despierto, ella está a mi lado. Su pelo suelto se derrama sobre los pliegues del cojín, allí donde su boca enfurruñada busca la respiración. Empiezo a vestirme en silencio. Y mientras me pongo la camisa, Eva se despierta. Estira la mano a su lado y ve que no estoy. Después se vuelve y sonríe al verme aún allí.

—¿Te marchas?

—Sí, tengo que irme a casa.

—Me ha gustado mucho la sandía.

—A mí también.

—¿Sabes qué es lo que más me ha gustado?

Me acuerdo de lo que hemos hecho y me parece todo maravilloso. ¿Por qué estropearlo?

—No, ¿qué?

—Que no me has preguntado si me ha gustado.

Me quedo callado.

—¿Sabes?, eso es algo que todos me preguntan siempre y que me parece… estúpido, no sé cómo decirte.

¿Todos? ¿Todos, quiénes?, querría decir. Pero no es tan importante. Cuando sólo quieres sexo no buscas explicaciones. Es cuando no haces sólo sexo que buscas todo lo demás.

—No te lo he preguntado porque sé que te ha gustado.

—¡Tonto!

Me lo dice con demasiado amor. Me preocupo. Se acerca y me abraza las piernas, besándome en seguida en la espalda.

—¿Por qué?, ¿te ha gustado?

—Mucho.

—¿Ves?

Ella insiste:

—Muchísimo.

—Lo sé —y le doy un beso rápido en los labios y después me dirijo hacia la puerta.

Quería decirte que me quedo aún unos días…

Una mujer algo disgustada.

—¿Para ir de compras?

—Sí… —Sonríe algo atontada todavía por el placer—. También…

No le doy tiempo a añadir nada más.

—Llámame, tienes mi número —y después salgo de prisa.

Aflojo el paso en la escalera. Otra vez solo. Me pongo la chaqueta y saco un cigarrillo del bolsillo. Sopeso la situación. Son las tres y media. En el vestíbulo, el portero ha cambiado. Es uno más joven. Dormita apoyado en la silla. Salgo a la calle y arranco la moto. Llevo aún encima el perfume de la sandía y de todo lo demás. Lástima. Hubiera querido darle las gracias al portero que había antes. Qué sé yo, darle una propina o reírme con él, fumarme un cigarrillo. Tal vez le hubiera contado algo, las tonterías que se cuentan siempre sobre lo que se ha hecho. Quién sabe, tal vez en el pasado él lo haya hecho con algún amigo. No hay nada más divertido que contarle los detalles a un amigo. Sobre todo si ella no te ha robado el corazón. No como entonces. Lila. De ella nunca le conté nada a nadie, ni siquiera a Pollo. Pero es un instante. Nada, no hay nada que hacer. Cuando haces sólo sexo, el amor de antaño viene a buscarte. Te encuentra en seguida. No llama a la puerta. Entra así, de repente, maleducado y hermoso como sólo él puede ser. Y de hecho, en un instante estoy otra vez perdido en ese color, en el azul de sus ojos. Babi. Aquel día.

—Venga, muévete… Sí que tardas.

Sabaudia. Paseo marítimo. La moto está aparcada debajo de un pino, cerca de las dunas.

—No te he entendido, Step. ¿Quieres o no el helado?

Estoy agachado, poniéndole el candado a la moto.

—¿Cómo que no me has entendido? Mira que eres boba. Te he dicho que no, Babi, gracias pero no.

—Pero sí que lo quieres, lo sé.

Babi, dulce testaruda.

—Entonces, ¿por qué me lo preguntas? Además, ¿te parece que si lo quisiera no lo compraría? No cuesta nada.

—Eso, ¿ves cómo eres?… En seguida piensas en el dinero, eres venal.

—Lo decía en el sentido de que el polo es barato. ¿Qué importa, Babi? Se compra de todos modos y si no se come, se tira.

Babi se acerca con dos polos en la mano.

—He comprado dos. Ten, uno para mí de naranja y otro para ti de menta.

—Pero si a mí no me gusta la menta…

—¡Hace un minuto no lo querías por nada del mundo y ahora te quejas del sabor! Mira que eres tonto. Pruébalo, ya verás cómo te gusta.

—¡Sabré yo si algo me gusta o no!

—Dices eso porque estás cruzado. Venga, que te conozco.

Primero le quita el papel al mío y empieza a lamerlo. Tras haberlo probado, me lo pasa.

—Hummm… El tuyo está buenísimo.

—¡Pues entonces tómate el mío!

—No, ahora me apetece el de naranja.

Y lame su polo mirándome y riendo. Y después se apresura porque el helado se derrite en seguida y se lo mete entero en la boca. Y se ríe. Y luego quiere probar otra vez el mío.

—Venga, dame un poco del tuyo. —Lo dice adrede, riendo, y se frota, y estamos apoyados en la moto, y estiro las piernas, y ella se mete dentro, y nos besamos.

Los helados empiezan a deshacerse y a chorrear por el brazo. De vez en cuando recogemos con la lengua un poco de naranja, un poco de menta. En las manos, entre los dedos, en las muñecas, en el antebrazo… Suave. Dulce. Parece una niña. Lleva un pareo largo, azul cielo, con dibujos de un azul más oscuro. Lo lleva atado a la cintura. Lleva sandalias azules y solo un biquini, también azul, y un collar largo con conchas blancas, redondeadas, algunas más pequeñas, otras más grandes. Se pierden y bailan entre sus pechos calientes. Me besa en el cuello.

—¡Ay!

Me ha apoyado adrede el helado en la barriga.

—Mi pequeño, ay… —me imita—. ¿Qué pasa?, ¿te he hecho daño? ¿Tienes frío?

Endurezco los músculos y ella se divierte aún más. Hace que el polo resbale por mis abdominales, uno tras otro, hasta que doy un respingo.

—Ay.

—Tienes un poco de menta en la cintura.

Y seguimos así, pintándonos de naranja y menta en la espalda, detrás del cuello, en la pierna, y después entre sus pechos. El polo se rompe. Un pedazo se mete por el borde del bañador.

—¡Ah, idiota, está helado!

—¡Pues claro que está helado, es un polo!

Y nos reímos. Perdidos en un beso frío bajo el sol caliente. Y en nuestras bocas, la naranja y la menta se encuentran mientras nosotros naufragamos.

—Vamos, Babi, ven conmigo.

—¿Adónde?

—Ven…

Miro a derecha e izquierda, después cruzo la calle velozmente arrastrándola conmigo y ella corre, casi tropieza, arrancando las sandalias al asfalto caliente. Dejamos atrás el mar, la calle, para ir arriba, entre las dunas. Y correr aún más hacia el interior. Luego, cerca de un camping de turistas extranjeros, nos paramos. Allí, escondidos entre la maleza baja, entre el verde seco, sobre la arena casi enrarecida, bajo un sol mirón, me tumbo sobre su pareo. Ahora estamos en el suelo. Y ella se pone encima de mí, sin el bañador, mía. Y con el calor, gotas de sudor resbalan llevadas por regueros de cabellos rubio ceniza, perdiéndose en la barriga ya bronceada, más hacia abajo, entre sus rizos más oscuros y aún más abajo, entre los míos… Y ese dulce placer, el nuestro. Babi se mueve sobre mí, arriba y abajo, lentamente, feliz de ser amada. Hermosa con toda esa luz. Menta. Naranja. Menta. Naranja. Menta… Naranjaaa…

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