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Authors: Inma Chacón

Tiempo de arena (37 page)

Antes de irse, se quitó la toca de lana y se la echó a Munda sobre el abrigo.

—¡Vuelvo enseguida!

Y se marchó a por el médico con el alma en un puño y la imagen de Munda desmayada sobre la lápida grabada en la retina.

El
baserritarra
le había prohibido que le contase lo que había sucedido después del parto, pero aquella mujer tenía derecho a saber que debía olvidarse de encontrar al niño y centrarse en la niña, como tenía que haber pasado con la madre.

La pobre criatura sólo había vivido unos minutos, amoratada y sin poder respirar, con la marca del cordón de su hermana alrededor del cuello. Los propios guardeses lo habían bautizado, ya muerto, para que su alma no vagase por el limbo.

Se encontraban en las cuadras cuando apareció Lula, nerviosa y acelerada, con los bebés envueltos como fardos. A la niña se le veía la carita, aún manchada de sebo y de sangre, pero el niño estaba completamente tapado.

—¡Tienes que ayudarme! —le dijo al
baserritarra
mientras le ponía en los brazos el cadáver—. Entiérralo donde nadie pueda verlo. Me tengo que llevar a la niña ahora mismo.

El campesino la miró horrorizado, sin comprender lo que estaba sucediendo.

—¿Enterrarlo? ¿Qué dices? ¿Adónde tienes que llevar a la niña? ¿Y la madre, pues?

—Es mejor que no sepas nada. Para cualquiera que pregunte, los mellizos han muerto. ¿Me comprendes? ¡Los dos! ¡También para la madre! Vosotros no sabéis dónde están los cuerpos.

El
baserritarra
palpó el pequeño bulto que Lula acababa de ponerle en las manos y se encaró con la partera.

—Pero ¿qué estás diciendo, desgraciada?

—Desgraciados vamos a ser todos si no cumplimos las órdenes del de Valencia. Ha comprado el caserío y, si os vais de la lengua, os echará de aquí en menos que canta el gallo y nos denunciará a todos a la Guardia Civil.

—¿Denunciarnos? ¿Por qué?

—Por participar en el robo de los niños de una recién parida. ¿Te parece poco? ¡Y todo ha sido en tu casa! ¿Quieres acabar con los huesos en prisión?

—Yo no participé en nada. Un amigo me pidió el favor de alojar a una joven y a su madre en el caserío, y es lo que hice.

—Eso cuéntaselo a los civiles cuando vengan a por ti.

Y salió corriendo con la niña en los brazos, dejando a los paisanos desconcertados, espantados con lo que acababa de suceder.

La
amona
quiso acudir a María Francisca para no llevar aquel peso sobre la conciencia —a la marquesa estaba claro que no, la había visto varias veces escondida en los establos hablando a espaldas de su hija con el señor de Valencia que parecía haber llevado la desgracia al caserío—, pero el
baserritarra
se negó; la amenaza de la cárcel y de quedarse sin su única forma de ganarse la vida caló en él nada más escucharla. ¿Adónde iban a ir? Llevaban más de veinte años labrando aquellas tierras y malviviendo con lo poco que les quedaba después de echar cuentas con el dueño: una mitad para él y la otra para que ellos pudieran seguir estirando cada real hasta la siguiente visita de la
amona
a Bilbao.

De manera que optaron por continuar al margen, como habían hecho hasta entonces. Bautizaron al pequeño y lo enterraron en el jardín de la ermita, el suelo más sagrado que se les ocurrió. En el cementerio lo habría descubierto enseguida el sepulturero, que se afanaba por mantener su camposanto más limpio que el de ninguno y se pasaba la mayoría del tiempo cuidándolo como si le fuera la vida en ello. En cambio, el jardín de la ermita era más bien una tierra de nadie, un espacio en el que crecía la vegetación a su antojo, apartado y solitario, por donde no se solía transitar.

Cuando volvieron al caserío, la
amona
no dejaba de llorar y de lamentarse por lo que acababan de hacer. Su marido la llevó a su habitación para que nadie la viese ni pudiera oírla y le ordenó que guardase silencio.

—¿Estás loca, mujer? Te oirán todos.

—¡Ay, marido! ¡Qué pecado más grande cometimos! ¡Tenemos que ir a confesarnos!

—¿Qué dices? ¡Esto no puede salir de aquí! ¡Júrame que nunca dirás nada!

—¡Nuestro Señor no nos perdonaría nunca si nos callaríamos!

—Nuestro Señor tiene otras cosas mejores que hacer que mirarnos a nosotros. Esta gente nos taparía la boca en cuanto la abriríamos. Nosotros no somos nadie, no podemos hacer nada.

—¿Quieres ir de cabeza al fuego eterno? Porque yo prefiero la cárcel o morirme de hambre.

—¡Qué fuego eterno! Aquí no hay más fuego que el de la chimenea. Y me ha costado muchos años encenderla todos los días.

—¡No blasfemes! ¿No te basta con lo que acabamos de hacer? ¡Virgen Santa de Uribarri! ¡Hemos enterrado a una criatura sin la bendición de Dios!

—La partera la habría dejado en el monte y se la habrían comido los lobos. Está mejor en la ermita. Eso es lo que hay que pensar.

—Estaría mejor donde la madre querría.

—¡Calla! ¡O juras que no dirás nada o no sales nunca más del caserío y se acabaron las misas y las visitas al cura!

—¿Serías capaz de encerrarme? No te creo.

—Sólo tienes que probar. ¡Júramelo por el alma de tus padres!

Pero ella se negó y él la dejó encerrada en su habitación hasta el día siguiente, cuando volvió para preguntarle.

—¿Lo juras?

La
amona
volvió a negarse y a quedarse en su cuarto otro día más, creyendo que su marido se aflojaría cuando se diese cuenta de que no podría arrancarle el juramento. Pero el
baserritarra
no cedió. La joven a la que habían alojado se debatía entre la vida y la muerte. El parto la había destrozado y, si moría en el caserío, el problema de los niños desaparecidos sería el menor de los que tendrían que preocuparse.

Para que nadie se extrañase de la ausencia de su mujer, él mismo preparaba la cazuela de berzas y las bandejas para las forasteras, aduciendo que la
amona
tenía un ataque de reuma que no la dejaba levantarse de la cama. La marquesa apenas probaba bocado y la recién parida sólo tomaba un sorbo de sopa.

Así pasaron casi tres semanas, lo que tardó María Francisca en recuperarse y empezar la búsqueda de los niños. Cuando las forasteras salían del caserío, el
baserritarra
abría la puerta del dormitorio y permitía que su mujer bajase a la cocina para volver a encerrarla antes de que regresasen.

Hasta que una mañana, el cura del pueblo, extrañado de no verla en la misa de nueve, a la que no había faltado un solo día desde que él se encargaba de aquella parroquia, se acercó a preguntar por ella y la
amona
se horrorizó al oír a su marido, que lo echó del caserío entre insultos y amenazas.

—Ya no te conozco —le dijo cuando le tuvo delante—. El diablo se te metió en el cuerpo y no te deja pensar.

—Si no pensara, ya no estaríamos ninguno aquí.

—¿Y para qué quieres estar? ¿Para ser mi carcelero? ¡Mejor estaríamos los dos entre rejas! Por lo menos seguiríamos queriéndonos.

El
baserritarra
agachó la cabeza para no mirarla. Siempre había respetado a su mujer. La quería desde el mismo día en que la había conocido en las fiestas de San Fausto, cuando los dos eran unos críos que correteaban entre los
aizcolaris
para recoger astillas de los troncos en las pruebas de los cortes. El que menos astillas conseguía tenía que entregárselas al otro para concederle el privilegio de encender una fogata, un juego que ella se había inventado y que seguían practicando todavía, cada vez que presenciaban un campeonato de
herri kirolak
en el pueblo.

Por ella había abandonado el seminario donde sus padres lo habían ingresado para quitarse una boca que alimentar. Y por ella moriría si fuera preciso. Pero el problema no era suyo, sino de los que los habían engañado haciéndoles creer que hacían un favor, mientras los utilizaban como tapadera.

—No me gusta ser un carcelero. Pero eres más terca que un mulo, mujer. Júrame que no dirás nada y a la tarde voy a pedirle perdón al cura.

—¿Y te confesarás?

—Sí, de todo menos de lo que tú sabes y que nunca volveremos a nombrar ninguno.

—Eso no valdría. Hay que confesar hasta el último pecado.

—Mejor es quedarse con uno que llevarlos todos a cuestas. Júrame que no dirás nunca nada, ni al cura ni a nadie, y nos vamos ahora mismo a la parroquia.

Y ella lo juró muy a su pesar, porque no podía soportar que su marido siguiese añadiendo pecados a los muchos que tenía y porque sabía que, si ella era tozuda, mucho más lo era él.

Desde aquel día no volvió a dejar que se le arrimase por la noche; le preparó una habitación al otro lado del pasillo y en la suya echaba el cerrojo cada vez que oía sus pasos.

Lo más curioso fue que aquel juramento no habría hecho falta, porque María Francisca sólo les preguntaba sobre lo único que ellos podían responder: por el paradero de Lula y del doctor.

—No sabemos nada, señorita. La partera llegó al caserío el mismo día que usted; no sabemos dónde vive. Y al doctor parece como si la tierra se lo habría tragado.

48

Desde que comenzó su peregrinación por los caseríos de toda la provincia, María Francisca dio por hecho que, donde debería haber buscado, no encontraría respuestas. El médico y la partera habían desaparecido sin dejar rastro y, tal vez por eso, la joven madre, en su empeño por encontrarlos, sólo pensase en que tenía que buscarlos lejos.

Lo cierto es que la
amona
y el
baserritarra
no tuvieron que mentir nunca a nadie, al menos de palabra. Es verdad que surgieron rumores sobre el caserío y que hubieron de soportar las habladurías de los chismosos, pero esperaron pacientemente a que amainara la tormenta y siguieron con sus vidas en silencio.

Un mes después de la marcha de la madre y la hija, apareció por allí el hermano del señor de Valencia, curioseando y removiéndolo todo otra vez, pero también él les preguntó por el médico y por Lula y ellos respondieron aliviados y volvieron a respirar todo lo tranquilos que su conciencia les permitía hacerlo, que no era demasiado. La sombra de la recién parida buscando a sus hijos por cada rincón de Vizcaya les quitaba el sueño la mayoría de las noches, sobre todo a la
amona
, a quien no dejaban de perseguir las llamas del infierno.

Si al menos hubiera podido decirle a la pobre madre que sólo tenía que buscar a la niña... Si la hubiese podido llevar al jardín de la ermita de San Pedro de Tabira para que le rezase un padrenuestro al angelito que creía vivo... Si le hubiese podido dar una pista, aunque fuese pequeña, de dónde empezar a buscar... Si no la hubiese visto llegar cada noche con las manos vacías durante tres meses..., tan joven..., tan indefensa..., tan perdida... Si no la hubiese dejado marcharse tan triste después...

Para colmo, en su siguiente visita a Bilbao comprobó que su silencio, además del peso con que le aplastaba la conciencia, también tenía un precio. El nuevo dueño del caserío los había liberado de la obligación de entregarle la mitad de lo que sacaban de la tierra. Ella se negó en redondo cuando el casero anterior se lo comunicó, pero no hubo manera de contactar con el señor de Valencia; nadie sabía darle razón ni de él ni de sus apellidos ni de su dirección. Sólo conocía su nombre de pila —el mismo con que bautizaron al niño— porque, una de las veces que se había escondido en las cuadras para hablar con la marquesa, la
amona
había oído que le pedía a la señora que, cuando naciesen los mellizos, si eran varones, bautizase al mayor con su nombre.

Cuando Munda apareció en el caserío, habían pasado once años y medio, y todavía podía sentir la terrible levedad del fardo. Su marido se lo puso en los brazos para poder coger la pala y empezar a cavar, y ella lo acunó repitiendo una y otra vez la oración que su madre siempre rezaba al sentarse a la mesa, cuando su padre murió nada más cumplir los cuarenta y cinco años:
Réquiem aetérnam dona ei, Dómine, et lux perpétua lúceat ei. Requiéscat in pace. Amén.

Su pobre madre siguió a su marido al poco tiempo. Desde entonces la
amona
había tomado el testigo de aquella costumbre. Iba ya para casi medio siglo.

En los últimos once años y medio, había rezado su réquiem dos veces al día: una por ella y otra por la recién parida. No había dejado pasar una tarde sin acercase a la ermita y recitar la oración junto a la verja del jardín, como si fuese la propia madre la que le pedía al Señor que le diese el descanso eterno a su niño y que la luz perpetua brillase para él.

Una vez al mes, sin que nadie la viese, limpiaba la lápida y desbrozaba los bordes para que los matorrales no se la tragasen. La había colocado el
baserritarra
al mes de darle tierra al bebé, una pequeña losa que ella misma había encargado en Bilbao, grabada con el nombre con el que habían bautizado a la criatura y la única fecha que había conocido la pobre.

Nunca le había contado nada a nadie sobre sus visitas a la tumba, ni a su marido ni al cura con el que se confesaba una vez por semana y absolvía todos sus pecados menos el más grande que había cometido, que desde entonces le impedía comulgar y la llevaría derecha al infierno.

Y ahora, después de tanto tiempo, Dios le daba la oportunidad de reparar su culpa. Su marido le había hecho jurar por el alma de sus padres que no diría nada, sin embargo no había jurado que no le mostraría la tumba a nadie; se suponía, y ella siempre lo había entendido así; pero cuando Munda llegó al caserío y empezó a hablar con el doctor sobre los mellizos, comprendió que había llegado la hora de plantearse los términos del juramento. Munda tenía derecho a intentar encontrar a la niña, y ella tenía que ayudarla, aunque fuese demasiado tarde para María Francisca. Se lo debía, tenía una deuda con ella que había tratado de saldar cuidando del niño en su nombre, para que nunca se sintiera solo y, en aquel momento, le tocaba terminar de pagarla.

Afortunadamente, el doctor se encontraba en su casa. No tardaron más de dos segundos en sacar el automóvil de la cochera y encaminarse hacia la ermita de San Pedro de Tabira.

Cuando llegaron al banco donde se había quedado Munda, la encontraron tiritando de frío y de fiebre. Llevaba un sombrero de fieltro que se había empapado y le calaba el pelo, y la toquilla de la guardesa, que estaba tan mojada que podría escurrirse.

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