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Authors: Inma Chacón

Tiempo de arena (44 page)

—La niña es hija mía y de mi primer esposo. Así está inscrita en la partida de nacimiento. —Y miró alternativamente a la partera y a Jorge para que confirmasen sus palabras—. ¿No es así?

La partera asintió con la cabeza y comenzó a llorar dirigiéndose a Mariana.

—¡Usted no la quería! ¡No la quería!

A Mariana se le saltaron las lágrimas. Vestía de luto riguroso, igual que Alejandra, y el negro de su ropa afinaba su figura hasta convertirla en una sombra de sí misma. Pero Jorge no se conmovió, dio un paso al frente y la miró cargado de rabia, pensando en María Francisca.

—¡Jamás se me ocurriría imaginar que te atreverías a venir a por ella! ¡Eres aún más perversa de lo que siempre has demostrado!

—¡Es mi nieta!

Jorge avanzó otros pasos hacia ella y la miró fijamente, como si tratase de adivinar el motivo por el que se encontraba allí en realidad.

—Te horroriza pensar que te has quedado sin heredera, ¿verdad? ¡Por eso has venido! Porque tu querido marquesado se extinguirá contigo. Pero estás muy confundida si crees que consentiré que Blanca pase ni la décima parte de lo que pasó su madre. Yo sí que voy a llevarte a los tribunales, ¡la vendiste a cambio de tu preciado palacio!

—¡Tu hermano me la robó!

—¿Y por qué has tardado once años en venir a por ella? Porque ahora es la dueña del palacio y quieres volver a él.

Acababa de llegar el criado que había abierto la cancela. Llevaba sujetos por las correas a dos perros que no paraban de ladrar, dos perros iguales, negros, no demasiado grandes pero con unas mandíbulas capaces de asustar a cualquier intruso que osara colarse en la finca.

La discusión había ido subiendo de tono hasta llegar a los gritos. Hasta ese momento, el taxista había permanecido en el coche, pero, al oír que se hablaba de un robo, se bajó y comenzó a gruñir.

—Pero ¿de qué hablan? Yo no quiero tener nada que ver en este lío. ¡Señoras, suban al taxi o las dejo aquí!

Jorge y su cuñada continuaban delante de la puerta, como dos guardianes ante un tesoro escondido, protegiendo el interior de la vivienda con sus cuerpos. Los perros seguían ladrando, y Alejandra, sin poder pronunciar palabra, miraba a Jorge y a Mariana tratando de asimilar lo que estaba sucediendo. El taxista volvió a amenazar a sus pasajeras con dejarlas allí si no subían al taxi, y Lula continuaba llorando y diciendo «Usted no la quería».

Y en medio de aquella confusión, desde una ventana del primer piso, que había permanecido abierta sin que nadie lo advirtiese, se oyó la voz de la niña sobre todas las demás.

—¡Abuela! ¡Espera!

Y al cabo de unos segundos apareció con su camisón arrugado y su pelo revuelto, para situarse delante de Mariana y entregarle una carta.

Mariana hizo ademán de acariciarle los rizos; se parecía tanto a María Francisca que habría dicho que había retrocedido veinte años, a cuando la sacó del Colegio de Doncellas Nobles para que Munda le permitiese tomar posesión del palacio de Sotoñal. Pero la viuda de Jaime abortó la caricia cogiendo a la niña del brazo y obligándola a volver al interior de la casa.

—¡Esta insensatez se ha terminado!

Jorge se dispuso a seguir a su familia, pero antes de desaparecer tras la puerta miró a Alejandra indignado.

—¿Por qué la has traído? ¿No sufrió Xisca bastante? Si llego a saber que vendría ella en lugar de Munda no os habría enviado al Anboto.

—¿De qué estás hablando? ¡No te entiendo!

—No hay nada que entender. ¡Me equivoqué!

Y le indicó a Lula que entrase también en la casa, dejando a Mariana y Alejandra solas en el porche, enlutadas, mudas, impotentes.

Las dos mujeres regresaron al taxi con el alma encogida. Mariana llevaba la carta en la mano, en silencio, sin atreverse a leerla. Al cruzar la cancela de salida, sacó la cuartilla del sobre y comprobó que la firmaba María Francisca. Estaba fechada unas semanas antes de su muerte y en ella le pedía a la niña que quisiera a su tío Jorge como si fuera su padre y que, si alguna vez llegaba a conocerla, intentase perdonar a su abuela porque no había sabido quererla. «Te he encontrado demasiado tarde, queridísima Blanca. Ya no podré darte el cariño que he guardado para ti desde que naciste, pero confío en que tu tío sepa hallar la manera de que las hermanas de mi madre te compensen, como hicieron conmigo. Alejandra y Munda te querrán por mí.»

56

El taxi circulaba por la carretera que conducía a la playa de La Malvarrosa, cuando Mariana y Alejandra terminaron de leer. Alejandra tenía un nudo en la garganta. No podía regresar al hotel así, sin saber qué había querido decir Jorge. Por qué las envió al Anboto sabiendo que sólo encontrarían una tumba. ¿En qué se había equivocado?

La imagen de la hija de María Francisca se le había grabado en la retina, con su camisón arrugado y sus ojos azules, tan parecida a su madre que cualquiera que hubiera conocido a Xisca a esa edad no habría caído en el engaño. Pero los niños cambian, se les alarga la cara y acaban perdiendo ese aspecto de ángel recién bajado del cielo que hace que en el fondo se parezcan unos a otros.

No podía quedarse de brazos cruzados. Ahora no. Ahora que por fin podía ofrecerle a Xisca la reparación a tanto sufrimiento. Jorge tenía que explicarle muchas cosas, demasiadas, como para que ella se sentase a esperar cuál sería su siguiente paso.

Mariana continuaba con la carta en la mano, atónita todavía por la visión de su nieta, llorando en silencio, con la mirada clavada en la letra de Xisca. La niña la había llamado abuela con tanta naturalidad como si lo hubiera hecho cientos de veces. ¡Abuela! Aquella palabra había actuado sobre ella como si tuviera poder para transformarla. Sólo una palabra, una simple palabra la convirtió de repente en la madre de otra madre, como si realmente le correspondiese el derecho a que la llamasen así.

Ninguna sabía lo que estaba pensando la otra, pero, a unos pocos metros del hotel, las dos hermanas se miraron a los ojos y, como si se hubieran comunicado sólo con la mirada, Alejandra se adelantó en su asiento para tocarle el hombro al chófer.

—¡Vuelva! ¡Por favor! ¡Llévenos otra vez a la masía!

—Pero, señora...

—¡Por favor, se lo ruego!

Y había tanta súplica en sus palabras que el conductor dio media vuelta y las llevó de nuevo a la finca.

La cancela estaba cerrada con una cadena sujeta por un candado, y el pasiego la custodiaba con los perros, liberados de sus correas y ladrando como antes.

—¡Dígale al señor que necesito hablar con él! —le dijo Alejandra—. No le robaré mucho tiempo.

El pasiego protestó, estaba seguro de que su señor se enfadaría si les permitía el paso por segunda vez, pero ante la insistencia de Alejandra —y la amenaza de que no se moverían de allí hasta que no las recibiesen— se dirigió a la casa grande sin haber abierto aún la cancela. Al cabo de unos minutos regresó, volvió a atar a los perros, abrió la cancela y le hizo un gesto a Alejandra para que pasara.

—El amo sólo hablará con usted. —Y luego miró a Mariana—: Me ha dicho que la señora se quede en el taxi y que no pase de aquí.

Alejandra protestó, no le parecía digno que Jorge la obligase a caminar seiscientos metros para encontrarse con él, y menos que Mariana tuviese que esperar en la puerta, sin cruzar siquiera la puerta que daba acceso a la finca. Pero el pasiego se mostró inflexible.

—Está bien —dijo Mariana—. Ve tú a hablar con él. Al fin y al cabo, ésa era nuestra primera intención. ¡Anda! ¡Entra! A mí no me importa esperar aquí.

Alejandra se bajó del automóvil, no sin volver a protestar, y caminó por el sendero bordeado de palmeras, con el firme propósito de hacerle ver a Jorge su incorrección, rayana en el desprecio. Pero no llegó hasta la casa. A unos metros de la cancela, la esperaba Jorge recostado sobre el brocal de una de las fuentes del jardín.

—Sabía que volverías.

—Y yo nunca pude imaginar que nos tratarías como a dos malhechoras.

—Lo siento, Alejandra, pero Mariana no es bienvenida en esta casa. ¿Dónde está Munda?

Alejandra estaba furiosa, pero, al oír el nombre de Munda, recordó el ataúd de su hermana en el centro del panteón familiar, junto a su sobrina y el cofre del pequeño Jaime, y no pudo contener las lágrimas. Jorge sacó un pañuelo del bolsillo y se lo extendió sin dejar de mirarla. Su mirada no tenía nada que ver con la del hombre que las había recibido unos minutos antes. Ahora sus ojos parecían cálidos, dulces, como los de un amigo al que se reencuentra después de mucho tiempo, y su tono de voz había dejado de ser desafiante.

—¿Qué sucede, Alejandra? No pretendía ofenderte. ¡Entiéndeme! No puedo fiarme de las intenciones de Mariana. Deberías haber venido con Munda.

—Ella ya no podrá venir nunca —respondió Alejandra sin parar de llorar—. Encontró al niño en Durango. Ahora reposan juntos al lado de Xisca. Parece ser que arrastraba un cáncer de pulmón desde hacía tiempo.

—¡Vaya! Lo lamento de verdad. María Francisca no me dijo que estuviera enferma.

—Nadie lo sabía.

Jorge le pasó la mano por el hombro para tratar de calmarla.

—A Munda no le gustaría verte así. Tienes que ser fuerte. Sé que lo eres, y ahora tenemos que hablar de muchas cosas, Alejandra, cosas que nos desbordaron a todos y que nos hicieron mucho daño.

Habían pasado doce años desde que le dejó en el altar y, aunque lo habían hablado cuando se encontraron en el balneario de Las Arenas, casi un año después, Alejandra nunca le había pedido perdón. Y, de pronto, ante aquella mirada, experimentó un malestar que la obligó a tratar de excusarse.

—Verás, Jorge, yo...

Él la interrumpió.

—No sigas. El pasado es pasado. Ahora tenemos que pensar en Blanca.

Y Alejandra estuvo de acuerdo. El pasado sólo es arena depositada en el globo inferior de un reloj. Tiempo de arena silenciosa y quieta, que sólo tiene sentido si una mano la hace girar y le devuelve el movimiento. Y ella estaba allí para darle la vuelta en nombre de María Francisca, no en el suyo. De manera que retomó el tono acusatorio con el que había empezado la conversación.

—Sí, hablemos de Blanca, y de por qué le hiciste creer a Xisca que la buscabas, cuando en realidad vivías con ella.

Jorge ignoró su acritud y respondió con un suspiro y una mirada cargada de culpa, brillante, húmeda, contenida, tan sincera que Alejandra volvió a echarse a llorar.

—¿Qué pasó, Jorge, por qué participaste en el engaño? Xisca confiaba en ti.

—Yo no supe la verdad hasta hace un mes. Inmediatamente llamé a Xisca y se lo conté todo. La tuberculosis ya la había invadido. No quiso que la niña la conociese en ese estado.

Alejandra se apoyó en el brocal de la fuente y aspiró una bocanada de aire para controlar el llanto. Imaginó a su sobrina entre la alegría de haber encontrado a su hija y la desesperación de no abrazarla. El tiempo perdido de los besos y las caricias, y la seguridad de no poder recuperarlos.

—¿Y no supo lo del niño? Ella nos habló de sus hijos.

—Yo aún no sabía con certeza lo que había sucedido con él. Supuse que no había sobrevivido al parto, pero preferí que Xisca muriese creyendo que a él también le encontraría.

—No lo entiendo, Jorge. La niña ha vivido aquí todo el tiempo. ¿Qué tenías que encontrar? Se parece tanto a mi sobrina que es imposible no reconocerla. Es igual que ella cuando tenía su edad.

—También se parece a mi hermano. Diría que, más aún, a su madre adoptiva.

—Adoptiva, no, Jorge. Es una niña robada.

—Es cierto. Ahora, lamentablemente, lo sé. Pero cuando pensaba otra cosa sólo veía en ella los ojos de mi hermano y la cara y los gestos de mi cuñada. Las cosas no son tan sencillas como quisiéramos. Creo que Jaime eligió a mi cuñada precisamente por su parecido físico con Xisca. ¡Escúchame!

Y Jorge le contó cómo supo que aquella niña, que él creía hija de Jaime y su mujer, llegó desde Durango en brazos de la partera.

Jaime engañó a su hermano como a todos los demás. Incluso simuló que le ayudaba, proporcionándole información sobre posibles ciudades en las que Xisca debía buscar a la niña que él tenía en su propia casa: Zamora, Tineo, Sevilla y tantas otras a las que María Francisca acudió tras las pistas que Jorge le proporcionaba sin saber que eran falsas.

Cuando Jaime murió, su esposa se refugió en su cuñado y encontró en él la dulzura que nunca le dio su marido. Y la dulzura se fue tornando poco a poco en algo más. Surgió sin querer, sin buscarlo, pero entre ellos nació una relación que, aunque al principio se negaron a reconocer, los llenaba a ambos de paz. Un sentimiento tranquilo, pausado, una unión que se fue reforzando sin que se dieran cuenta. Y cuando terminó el periodo de luto, decidieron casarse.

En la noche de bodas, él le dijo que quería tener muchos hijos, y ella se echó a llorar. Todavía no le confesó que no podía ser madre porque los corsés le habían desplazado la matriz y se le habían atrofiado los ovarios, dejándola estéril, vacía, sin haber sentido nunca la humedad de la sangre. Pero cada mes, cuando le rechazaba en su cama fingiendo que le habían llegado esos días en que el marido no debía tocarla, volvía a llorar desesperada. Hasta que, poco antes de la muerte de Xisca, le confesó la verdad. Jaime se casó con ella sabiendo que no podría ser madre. Pero no le importó, porque él tenía la solución. Se encargaría de encontrar a una madre soltera que quisiera deshacerse del niño, y ella sólo tendría que simular un embarazo en secreto. Y así lo hicieron. Los padres de ella también cayeron en el engaño. Habían llevado a su hija en varias ocasiones a un médico de Madrid, quien les había asegurado que los desarreglos de su hija se curarían con el matrimonio. Y en Alicante, su tierra natal, no habían hablado nunca de sus desarreglos, eran cosas de familia que se quedaban en casa, por lo que, en las pocas ocasiones en que la joven los visitaba estando encinta, nadie sospechó que lo que tapaba su ropa era un almohadón que crecía todos los meses. De vez en cuando, Jaime se ausentaba durante unos días y volvía diciéndole que pronto estaría todo arreglado. Hasta que una noche, cuando aún no se habían cumplido siete meses de su supuesta gestación, volvió de uno de sus viajes con Lula y con Blanca. Ella nunca supo de dónde las había traído, pero supuso que venían del norte, por el acento de Lula y porque ésta siempre le contaba a la niña historias sobre una diosa de un monte de Vizcaya.

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