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Authors: Herta Müller

Tags: #Histórico

Todo lo que tengo lo llevo conmigo (21 page)

En lugar de entretenerme con estas ocurrencias, podría leer algo. Pero hace tiempo que vendí como papel de fumar, para calmar un poco el hambre, el terrible Zaratustra, el grueso Fausto y el Weinheber impreso en papel biblia. En mi anterior miércoles libre imaginé que no subíamos al tren. Que el barracón sin ruedas viaja con nosotros hacia el este y al viajar se estira como un acordeón. Que no traquetea, que en el exterior desfilan a la carrera las acacias arañando la ventanilla con sus ramas, y yo, sentado al lado de
Kobelian
, pregunto: Cómo viajamos si no tenemos ruedas. Y
Kobelian
contesta: Es que vamos sobre un cojinete.

Estoy cansado y no me apetece que se apodere de mí ningún tipo de nostalgia. Existen toda suerte de tedios, los que pasan corriendo y los que llegan tarde, rezagados. Si los trato bien, no me hacen nada y cada día me pertenecen. Durante todo el año, encima del pueblo ruso hay una tediosa luna delgada, su cuello parece una flor de pepino o una trompeta con los pistones grises. Unos días después crece hasta convertirse en una medialuna similar a una gorra de visera colgada. Y en los días siguientes nos contempla desde el cielo una tediosa esfera lunar completa, llena hasta rebosar, todos los días existe el tedio del alambre de espino sobre el muro del campo, el tedio de los centinelas en las torretas, las puntas brillantes de los zapatos de Tur Prikulitsch y el tedio de los propios chanclos rotos. Y el tedio de la nube blanca de la torre de refrigeración, y el tedio de los paños blancos del pan. Y el tedio de las planchas de asbesto onduladas, de los vapores de alquitrán y de los viejos charcos de aceite.

Existe el tedio del sol cuando se seca la madera y la tierra se vuelve más fina que el juicio en la mente, cuando los perros guardianes duermen en vez de ladrar. Y antes de que la hierba acabe muriéndose de sed, el cielo se nubla, y entonces existe el tedio en las puntas de las cuerdas de lluvia, hasta que la madera se hincha y los zapatos se adhieren al barro y las ropas a la piel. El verano tortura al follaje, el otoño a los colores, el invierno a nosotros.

Existe el tedio de la nieve recién caída con polvo de carbón y de la nieve vieja con polvo de carbón, el tedio de la nieve vieja con mondas de patata y de la nieve recién caída sin mondas de patata. El tedio de la nieve con arrugas de cemento y manchas de alquitrán, la lana cubierta de harina de los perros guardianes y sus ladridos graves de chapa y agudos de soprano. Existe el tedio de los tubos que gotean, con carámbanos cual rábanos de cristal, y el tedio de la nieve, acolchada como un mueble, sobre las escaleras del sótano. También existe el hilo de hielo y su deshielo, como una redecilla del pelo sobre la arcilla desmigajada de las baterías de coque. También existe el tedio de la nieve pegajosa aferrada a las personas, que vidria nuestros ojos y abrasa nuestras mejillas.

Sobre las anchas vías rusas existe la nieve de los travesaños de madera, la corona de óxido de los tornillos, que están muy juntos, dos, tres o incluso cinco, como galones de distinto rango. Y en el terraplén de la vía, cuando alguien se desploma, existe el tedio de la nieve con el cadáver y su pala. Apenas retirado, ya has olvidado el cadáver, porque la nieve espesa impide ver el contorno de los enjutos cadáveres. Sólo el tedio de una pala abandonada. No hay que estar cerca de la pala. Cuando sopla un viento flojo, vuela un alma adornada con plumas. Si es fuerte, la arrastra en oleadas. No sólo a ella, con cada cadáver seguramente queda libre un ángel del hambre que busca un nuevo huésped. Sin embargo, ninguno de nosotros es capaz de alimentar a dos ángeles del hambre.

Trudi Pelikan me contó que ella y la auxiliar sanitaria rusa acompañaron a
Kobelian
al terraplén de la vía y cargaron en el camión a la congelada Corina Marcu. Trudi subió a la caja para desnudar el cadáver antes de enterrarlo, pero la auxiliar sanitaria dijo: Eso lo liaremos más tarde. La auxiliar sanitaria iba en la cabina con
Kobelian
, y Trudi Pelikan, sentada arriba con el cadáver.
Kobelian
no fue al cementerio sino al campo, donde Bea Zakel esperaba en el barracón de los enfermos y, apenas oyó rugir al camión, salió a la puerta con su hijo en brazos.
Kobelian
se cargó al hombro a la difunta Corina Marcu y, por orden de la auxiliar sanitaria, no la llevó a la cámara mortuoria ni a la sala de curas, sino a la habitación privada de la auxiliar sanitaria. Allí no supo dónde ponerla, porque la auxiliar dijo: Espera. La muerta le pesaba mucho en los hombros y la dejó resbalar hasta el suelo. La apoyó contra él hasta que la auxiliar sanitaria metió apresuradamente en un cubo las latas de conservas y la mesa quedó despejada.
Kobelian
tendió a la muerta encima de la mesa sin decir palabra. Trudi Pelikan comenzó a desabrochar la chaqueta de la muerta, porque creía que Bea Zakel esperaba a las ropas. La auxiliar sanitaria dijo: Primero el pelo. Bea Zakel encerró a su hijo detrás del cobertizo de madera con los demás niños. El niño pateó la pared de madera y gritó hasta que también los demás niños empezaron a gritar más fuerte, igual que los perros cuando uno de ellos empieza a ladrar. Bea Zakel tiró de la cabeza de la muerta hasta que asomó por el borde de la mesa y sus cabellos quedaron colgando. Corina Marcu, de milagro, nunca había sido rapada, y la auxiliar sanitaria le cortó el pelo al cero. Bea Zakel colocó los cabellos con esmero en una cajita de madera. Trudi quiso saber para qué servían, y la auxiliar sanitaria respondió: Para hacer cojines para las ventanas. Trudi preguntó: Para quién, y Bea Zakel dijo: Para la sastrería, el señor Reusch nos cose cojines para las ventanas, el pelo no deja entrar las corrientes de aire. La auxiliar sanitaria se lavó las manos con jabón y dijo: Tengo miedo de aburrirme cuando esté muerta. Bea Zakel puntualizó entonces con voz inusualmente alta: Con razón. Bea Zakel arrancó luego dos hojas en blanco del registro de enfermos y tapó la cajita de madera. Con la cajita debajo del brazo, parecía que hubiera comprado en el pueblo ruso algún género perecedero. No esperó a la ropa, sino que desapareció con la cajita antes de que hubieran terminado de desvestir a la muerta.
Kobelian
volvió a su camión. Costó lo suyo desnudar a la muerta, porque Trudi no quería cortar el estupendo traje
fufáika
. A fuerza de tirones cayó al suelo, junto al cubo, desde el bolsillo de la chaqueta de la muerta, un broche con un gato. Trudi Pelikan se agachó a recogerlo y deletreó en el cubo lo que estaba impreso en una de las brillantes latas de conserva:
corned beef
. No daba crédito a sus ojos. Mientras ella deletreaba todavía, la auxiliar sanitaria recogió el broche. Durante todo el rato el camión rugió fuera, pero no se marchó. La auxiliar sanitaria salió con el broche del gato en la mano y regresó con la mano vacía, diciendo:
Kobelian
, sentado al volante, no para de decir Dios Santo y llorar.

El tedio es la paciencia del miedo. Porque no quiere exagerar. Sólo a veces, y por eso le interesa mucho, quiere saber qué tal me va.

Podría comerme un trozo del pan ahorrado del almohadón con una pizca de azúcar o de sal. O poner a secar mis paños mojados para los pies sobre el respaldo de la silla, junto a la estufa. La mesita de madera proyecta una sombra alargada, el sol ha dado la vuelta. En primavera, en la próxima primavera, a lo mejor me agencio dos trozos de goma de la cinta transportadora de la fábrica o de un neumático del garaje y se los llevo al zapatero.

La primera del campo que llevó
balétki
, ya el verano pasado, fue Bea Zakel. Fui a verla al almacén de ropa, necesitaba otros zapatos de madera. Rebusqué en el montón, y Bea Zakel me advirtió: Sólo tengo muy grandes o muy pequeños, dedales o barcos, todos los medianos han desaparecido. Me probé muchos para quedarme más tiempo. Primero opté por unos pequeños, pero luego pregunté cuándo llegarían los medianos. Al final me quedé con dos grandes. Bea Zakel dijo: Póntelos enseguida y deja los viejos aquí. Mira lo que tengo,
balétki
.

De dónde, pregunté.

Ella dijo: Del zapatero. Fíjate, se doblan como si fueras descalza.

Cuánto cuestan, inquirí.

Eso tienes que preguntárselo a Tur, respondió.

A lo mejor
Kobelian
me da los trozos de goma de balde. Por lo menos deberían tener el tamaño de dos palas. Necesito dinero para el zapatero. Tendría que vender carbón mientras aún hace frío. En verano, en el próximo verano, a lo mejor el tedio se quita los paños de los pies y se pone
balétki
. Entonces correrá como si fuera descalzo.

Hermano sustituto

A
principios de noviembre Tur Prikulitsch me llamó a su oficina.

Tengo correo de casa.

El paladar palpita de alegría, no logro cerrar la boca. Tur hurga en una caja dentro del armario entreabierto. En la mitad cerrada del armario hay una foto de Stalin pegada, altos pómulos grises como dos escombreras, nariz imponente como un puente de hierro, bigote como una golondrina. Al lado de la mesa brama la estufa de carbón, encima murmura una cazuela destapada con té negro. Junto a la estufa hay un cubo con carbón de antracita. Tur dice: Echa un poco más de carbón mientras encuentro tu carta.

Busco en el cubo tres trozos adecuados, la llama salta como una liebre blanca a través de una liebre amarilla. Después la amarilla salta atravesando a la blanca, y ambas se destrozan entre sí y silban a dos voces.
Aymé
. El fuego proyecta calor sobre mi cara, y la espera, miedo. Cierro la puertecilla de la estufa y Tur el armario. Me entrega una postal de la Cruz Roja.

A la postal va cosida con hilo blanco una foto, cuidadosamente pespunteada con la máquina de coser. En la foto se ve a un niño. Tur me mira de hito en hito, yo miro la postal, y el niño cosido a la postal me mira a la cara, mientras desde la puerta del armario Stalin nos observa a todos.

Debajo de la foto se lee:

Robert, nac. el 17 de abril de 1947.

Es la letra de mi madre. El niño de la foto lleva un gorrito de ganchillo y un lazo debajo de la barbilla. Vuelvo a leer: Robert, nac. el 17 de abril de 1947. No pone nada más. La letra manuscrita me da una puñalada, el pensamiento práctico de mi madre, el ahorro de espacio con la abreviatura
NAC
. por nacido. Mi pulso late en la postal, no en la mano con la que la sostengo. Tur me pone sobre la mesa la lista de correo y un lápiz: he de buscar mi nombre y firmar. Tras acercarse a la estufa, estira las manos y escucha el borboteo del agua del té y los silbidos de las liebres del fuego. Primero se desvanecen las columnas ante los ojos, luego las letras. Entonces me arrodillo junto al borde de la mesa, dejo caer las manos sobre ella y, escondiendo la cara entre las manos, lloro.

Quieres té, pregunta Tur. Quieres aguardiente. Creí que te alegrarías.

Sí, contesto, me alegro porque en casa aún conservan la vieja máquina de coser.

Bebo con Tur Prikulitsch un vaso de aguardiente y luego otro. Para la gente de
pielyhuesos
es demasiado. El aguardiente arde en el estómago y las lágrimas en el rostro. Hacía una eternidad que no lloraba, enseñé a mi nostalgia a mantener los ojos secos. He conseguido incluso que mi nostalgia no tenga amo. Tur me entrega el lápiz y señala la columna correcta. Escribo tembloroso: Leopold. Necesito el nombre completo, dice Tur. Escríbelo tú, replico, yo no soy capaz.

Después salgo al exterior nevado con el niño cosido en la chaqueta
fufáika
. Desde fuera, veo en la ventana de la oficina el cojín contra las corrientes de aire del que me habló Trudi Pelikan. Está cosido y relleno con esmero. El pelo de Corina Marcu no pudo ser suficiente, seguro que contiene cabello de más gente. De las bombillas fluyen embudos blancos, la torreta de vigilancia del fondo oscila en el cielo. Las alubias blancas de Cítara-Lommer están diseminadas por el patio nevado. La nieve se desliza cada vez más lejos, con el muro del campo. Pero en el paseo principal, por donde voy, hasta mi cuello se alza. El viento tiene una guadaña afilada. Yo carezco de pies, camino sobre las mejillas y pronto no tendré ni mejillas. Lo único que tengo es un niño cosido, mi hermano sustituto. Mis padres han fabricado un niño porque ya no cuentan conmigo. Igual que mi madre abrevia nacido con
NAC
., también abreviaría fallecido con
FALL
. Ya lo ha hecho. Mi madre no se avergüenza, con su esmerado pespunte de hilo blanco, de que yo tenga que leer bajo la línea:

Por mí puedes morirte donde estás, me ahorrarías sitio en casa.

En el espacio en blanco bajo la línea

L
a postal de la Cruz Roja de mi madre llegó al campo en noviembre. Un viaje de siete meses. En casa la enviaron en abril. Entonces el niño cosido ya llevaba nueve meses en el mundo.

He colocado la postal con el hermano sustituto en el fondo de la maleta, junto al pañuelo blanco. En la postal sólo había una línea, y en ella no figuraba una sola palabra sobre mí. Ni siquiera en el espacio en blanco bajo la línea.

En el pueblo ruso aprendí a mendigar comida. No quería mendigar a mi madre una alusión. En los dos años restantes me contuve para no contestar a la postal. El ángel del hambre me había enseñado a mendigar durante los dos años anteriores. En los dos restantes aprendí del ángel del hambre el orgullo puro y duro. Era tan brutal como resistir delante del pan. Era una tortura cruel. Cada día, el ángel del hambre me mostraba a mi madre alimentando a su hijo sustituto y pasando de largo junto a mi vida. Arreglada y saciada, vagaba por mi cabeza con su cochecito de niño de color blanco. Y yo la miraba desde todos los lugares donde yo no aparecía, ni siquiera en el espacio en blanco bajo la línea.

La cuerda de Minkowski

A
quí todo el mundo tiene su presente. Aquí todo el mundo toca el suelo con sus chanclos de goma o con sus zapatos de madera, ya sea en el sótano a doce metros bajo tierra, o en el tablón del silencio. Cuando Albert Gion y yo no estamos trabajando, nos sentamos en un banco hecho con dos piedras y un tablón. En la alambrada luce una bombilla, en el cestillo de hierro, un fuego de coque. Descansamos y callamos. Muchas veces me pregunto si todavía sé contar. Si ahora estamos en el cuarto año y en la tercera paz, aquí en el sótano también tiene que haber habido una primera y una segunda paz, y también una paz anterior, sin mí. Y aquí, en el sótano, tiene que haber tantos turnos de día y de noche como estratos. Y mis turnos con Albert Gion, habría debido contarlos, pero sabré contar todavía.

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