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Authors: Herta Müller

Tags: #Histórico

Todo lo que tengo lo llevo conmigo (17 page)

Eran siquiera antinomias regresar a casa y quedarse allí. Seguramente quería estar a la altura de ambas, si los acontecimientos se desarrollaban así. Seguramente desde entonces no quise hacer depender por más tiempo la vida de aquí, la vida en general, del deseo de pretender ir diariamente a casa y no poder hacerlo nunca. Cuanto más anhelaba el regreso, más intentaba no desearlo con una fuerza que me destrozaría si no lo conseguía nunca. Nunca te librabas del deseo de volver a casa, pero para tener algo más que eso, me decía, si nos mantienen aquí para siempre, mi vida será eso. Los rusos también viven. No quiero resistirme a asentarme aquí, sólo tengo que mantenerme tal como estoy ahora, a medias con el frasco sellado herméticamente. Puedo reeducarme, aún ignoro cómo, pero ya se encargará de ello la estepa. El ángel del hambre se había adueñado de tal modo de mí que mi cuero cabelludo ondeaba; me acababan de pelar al rape por los piojos.

El verano anterior, bajo el vasto cielo,
Kobelian
se había desabrochado una vez la camisa, y cuando ésta comenzó a ondear, dijo algo sobre el alma de hierba de la estepa y sus sentimientos por los Urales. En mi pecho eso también es posible, me dije para mis adentros.

Sobre el envenenamiento por luz diurna

E
l sol salió esa mañana muy temprano, un globo rojo tan hinchado que encima de la planta de coque el cielo estaba demasiado plano.

Cuando comenzó el turno era de noche. Estábamos bajo el cono de luz del foco en el depósito
Pek
, un pozo de 2 metros de profundidad, la longitud y la anchura de dos barracones. El depósito estaba revestido con una capa antiquísima de pez petrificada de un metro de grosor. Nosotros teníamos que limpiarlo con palancas y picos, retirar la pez picándola y cargarla en carretillas. A continuación, empujar la carretilla fuera del depósito por encima de un puente de tablones bamboleante, transportarla hasta las vías, subirla al vagón por otro tablón y, una vez allí, volcar la pez.

Picábamos cristal negro; pedazos estriados, abombados y picudos volaban alrededor de nuestras cabezas. No se veía una mota de polvo. Cuando regresé con la última carretilla por el puente bamboleante desde la noche negra hasta el cono de luz, en el aire brillaba una pelerina de organza de polvo de cristal. En cuanto el foco oscilaba al viento, la pelerina desaparecía para reaparecer un instante después flotando nuevamente en el mismo lugar como una pajarera cromada.

El turno terminaba a las 6 horas, y desde una hora antes era pleno día. El sol estaba encogido, pero furioso, su esfera compacta como una calabaza. Mis ojos ardían, todas las suturas de los huesos de la cabeza palpitaban. En el camino de regreso al campo, todo me deslumbraba. Las venas del cuello me latían a punto de estallar, los globos oculares hervían dentro de la frente, el corazón tamborileaba en el pecho, mis orejas crepitaban. El cuello se me hinchaba como masa caliente hasta ponerse rígido. Cabeza y cuello se hacían uno. La hinchazón se extendía a los hombros, cuello y tronco se hacían uno. La luz me atravesaba, tenía que refugiarme deprisa en la oscuridad del barracón. Pero habría necesitado que estuviera oscuro como boca de lobo, hasta la luz de la ventana era letal. Me puse la almohada encima de la cabeza. Al anochecer llegó el alivio, pero también el turno de noche. En cuanto oscureciera, tendría que volver bajo el foco al depósito
Pek
. En el segundo turno de noche llegó el
nachálnik
con un cubo que contenía una pasta grumosa de color rosa grisáceo. Antes de meternos en el depósito, nos embadurnamos con ella la cara y el cuello. Se secó enseguida y volvió a descamarse.

Por la mañana, al salir el sol, el alquitrán hacía estragos aún peores en mi cabeza. Caminé pesadamente hasta el campo como un gato achacoso, esta vez fui directo al barracón de los enfermos. Trudi Pelikan me acarició la frente. La auxiliar sanitaria dibujó en el aire una cabeza todavía más grande con las manos y dijo
sóntse
y
svet
y
bolit
. Trudi Pelikan lloraba y me explicó algo sobre las reacciones fotoquímicas de las mucosas.

Eso qué es.

Envenenamiento por luz diurna.

Sobre una hoja de rábano picante me puso un pegote de ungüento preparado por ella misma con caléndula y manteca de cerdo, para embadurnarme y que no reventase la piel herida. La auxiliar sanitaria afirmó que yo era demasiado sensible para trabajar en el depósito
Pek
, que me daría tres días de baja y quizá hablaría con Tur Prikulitsch.

Permanecí tres días en la cama. Medio dormido, medio despierto, las oleadas de fiebre me arrastraban a mi tierra, al frescor veraniego en el Wench. El sol sale muy temprano por detrás de los abetos, como un globo rojo. Atisbo a través de la rendija de la puerta, mis padres aún duermen. Voy a la cocina, sobre la mesa hay un espejo de afeitar apoyado en la jarra de la leche. Mi tía Fini, delgada como un cascanueces, va y viene con las tenacillas de la cocina de gas al espejo. Con su vestido blanco de organza puesto, se ondula el pelo. Después me peina con los dedos y doma con saliva mis cabellos, antes de punta. Me toma de la mano y salimos a recoger margaritas para la mesa del desayuno.

La hierba, húmeda por el rocío, me llega a las axilas, se oyen crujidos y zumbidos, el prado está repleto de margaritas blancas y campanillas azules. Yo sólo cojo llantén menor, que aquí llaman hierba ballesta porque se puede hacer un lazo con el tallo y disparar lejos la cápsula de las semillas. Yo disparo contra el vestido de organza de deslumbrante blancura. Pero entonces, entre la organza y la enagua igualmente blanca que rodea el vientre de tía Fini, aparece de pronto un tubo pardo formado por saltamontes aferrados con las garras. Ella deja caer su ramo de margaritas, abre los brazos estirándolos y se queda paralizada. Yo me deslizo debajo de su vestido y retiro los saltamontes a manotazos cada vez más apresurados. Están fríos y pesan como tornillos mojados. Muerden, siento horror. Por encima de mí ya no está la tía Fini con su pelo ondulado, sino un saltamontes colosal sobre dos patas delgadas.

Era la primera vez que tenía que manotear desesperadamente debajo de un vestido de organza. Ahora yacía en mi barracón, y durante tres días me froté con el ungüento de caléndula. Todos los demás siguieron yendo al depósito
Pek
. A partir de entonces, por ser demasiado sensible, Tur Prikulitsch me destinó al sótano de la escoria.

Allí me quedé.

Cada turno es una obra de arte

A
lbert Gion y yo somos dos trabajadores del sótano situado debajo de las calderas de vapor de la fábrica. En el barracón, Albert Gion se deja llevar por la cólera. En el sótano oscuro se comporta con prudencia, pero también con determinación, como los melancólicos. A lo mejor no siempre ha sido así y en el sótano se ha vuelto igual que el sótano. Lleva mucho tiempo trabajando aquí. Apenas hablamos, sólo lo justo.

Albert Gion dice: Yo vuelco tres vagonetas y tú otras tres.

Y después limpio la ganga, añado.

Y él: Sí, y después vas a empujar.

Entre volcar y empujar transcurre el turno. Cuando llevamos la mitad, Albert Gion dice: Dormiremos media hora debajo del tablón, del séptimo, allí se está tranquilo.

Luego viene la segunda mitad.

Albert Gion dice: Yo vuelco tres vagonetas y tú otras tres.

Y después limpio la ganga, añado.

Y él: Sí, y después vas a empujar.

Yo digo: Cuando esté lleno el noveno, iré y empujaré.

Y él: No, ahora te toca volcar a ti, yo iré a empujar, la tolva también está llena.

Al finalizar la jornada decimos uno de los dos: Ahora a limpiar, tenemos que dejar el sótano en condiciones.

Después de haber trabajado una semana en el sótano, Tur Prikulitsch volvió a colocarse detrás de mí en el espejo de la barbería. Yo estaba afeitado a medias, y él, levantando la mirada untuosa y los dedos limpios, preguntó: Qué tal os va en el sótano.

Tan ricamente, contesté, cada turno es una obra de arte.

Sonrió por encima del hombro del barbero, pero no se figuraba que era verdad. Su tono traslucía un odio sutil, las aletas de su nariz brillaban rosáceas, sus sienes mostraban vetas de mármol.

Qué sucia tenías la cara ayer, exclamó, y cómo te asomaban las entrañas por todos los agujeros de la gorra.

No importa, repuse, el polvo de carbón es afelpado y tiene un dedo de grueso. Pero después de cada turno el sótano queda limpio, porque cada turno es una obra de arte.

Cuando canta un cisne

D
espués de mi primer día en el sótano, Trudi dijo en la cantina: Ahora ya no volverás a tener mala suerte, a que se está mejor bajo tierra.

Luego me contó con cuánta frecuencia durante su primer año en el campo había cerrado los ojos en la obra mientras tiraba del carro de la cal para entregarse a sus ensoñaciones. Y cómo ahora depositaba a los muertos desnudos de la cámara mortuoria en el suelo del patio trasero, como leña recién partida. Añadió que ahora, cuando saca a los muertos a la puerta, suele cerrar los ojos y se entrega a las mismas ensoñaciones que antes junto al carro de la cal con los arreos puestos.

Cuáles, le pregunté.

Que un rico, guapo y joven fabricante americano de carne de cerdo en conserva.

—No es necesario que sea guapo y joven, —dijo ella— se enamora de mí.

—No es necesario que esté enamorado, pero es tan rico que puede pagar mi rescate y sacarme de aquí para casarse conmigo. Eso sí que sería una suerte, exclamó. Y más si además tuviera una hermana para ti.

No es necesario que sea guapa y joven, no es necesario que esté enamorada, repetí. Trudi Pelikan soltó una risita nerviosa. Y la comisura derecha de su boca empezó a aletear y abandonó su rostro, como si se hubiera roto el hilo que ata la risa a la piel.

Por eso le conté a Trudi Pelikan a grandes rasgos el sueño recurrente de mi regreso a casa cabalgando a lomos de un cerdo blanco. Sólo en una frase y sin el cerdo blanco: Imagínate, le informé, muchas veces sueño que atravieso el cielo hacía mi casa cabalgando a lomos de un perro gris.

Es uno de los perros guardianes, preguntó.

No, un perro del pueblo, contesté.

Trudi dijo: Por qué tienes que cabalgar, volar es más rápido. Yo sólo sueño cuando estoy despierta. Cuando deposito los cadáveres en el patio trasero, me gustaría salir volando de aquí, como un cisne, hasta llegar a América.

A lo mejor Trudi también conocía el cisne del escudo ovalado de los baños Neptuno. No se lo pregunté, pero le dije: Cuando canta un cisne, siempre está ronco, se oye su úvula hinchada.

Sobre la escoria

E
n el verano vi en medio de la estepa un terraplén de escoria blanca que me recordó las cumbres nevadas de los Cárpatos.
Kobelian
comentó que el terraplén se convertiría algún día en una carretera. La escoria blanca estaba apisonada, tenía una textura granulosa, como burbujas de cal y arena de conchas. En lugares dispersos lo blanco se teñía de rosa, a veces tan intensamente que se tornaba gris en los bordes. No sé por qué el rosa grisáceo posee una belleza tan acariciadora y posesiva, ya no mineral, sino triste y cansada como las personas. No sé si tendrá color la nostalgia.

La otra escoria blanca yacía en montones de la altura de un hombre, como una cadena de colinas, al lado de la
yáma
. En este caso no estaba apisonada, la hierba crecía en los bordes. Cuando diluviaba mientras paleábamos carbón, nos refugiábamos allí. Excavábamos agujeros en la escoria blanca, que volvía a gotear y nos envolvía. Y en invierno la nieve humeaba por encima de ella, y nosotros nos calentábamos en los agujeros, escondidos tres veces: en el techo de nieve, en la escoria y en el uniforme
fufáika
. Se percibía un olor familiar a azufre, el vapor lo traspasaba todo. Estábamos metidos en los agujeros hasta más arriba del cuello, con la nariz encima de la tierra, cual bulbos que han germinado prematuramente, y la capa de nieve se fundía junto a la boca. Cuando salíamos de la escoria, nuestras ropas estaban agujereadas por los trocitos de brasa, la guata asomaba por todas partes.

Conozco la escoria pulverizada rojo oscuro de los altos hornos por las tareas de carga y descarga. No tiene nada que ver con la escoria blanca. Es un polvo bermejo que a cada palada vaga por el aire como un fantasma y va aterrizando despacio, igual que un paño que cae formando pliegues. Al estar tan seca como los calores del estío y ser completamente aséptica, la escoria rojo oscuro de los hornos no habla a la nostalgia.

También está la escoria verde parduzca, apisonada sobre la pradera silvestre en la tierra baldía de detrás de la fábrica. Yacía debajo de la maleza como trozos de sal lamidos. No teníamos nada que ver, ella me dejaba pasar de largo y no suscitaba en mí pensamiento alguno.

Pero mi único bien, mi escoria de cada día, ya me tocase el turno diurno o el nocturno, era la escoria de caldera de vapor de los hornos de carbón, la escoria caliente del sótano y la fría. Los cinco hornos estaban en el mundo de arriba, uno a continuación del otro, y tenían la altura de un edificio de varios pisos. Los hornos calentaban cinco calderas, producían vapor para toda la factoría, y para nosotros, la escoria caliente y fría en el sótano. Y todo el trabajo: la fase caliente y la fase fría de cada turno.

La escoria fría se origina a partir de la caliente, no es más que el polvo frío de la escoria caliente. La escoria fría ha de vaciarse una sola vez en cada turno; la caliente, de continuo. Hay que palearla al compás de los hornos en innumerables vagonetas, empujarla monte arriba y volcarla al final de la vía de la montaña.

La escoria caliente puede ser distinta cada día. El resultado depende de la mezcla de carbón. Se puede hablar de la bondad y de la perfidia de la mezcla. Cuando la mezcla de carbón es buena, a la parrilla de transporte llegan placas candentes de 4 a 5 cm de grosor que, tras desprender su calor, se han vuelto quebradizas, y se resquebrajan en fragmentos que caen sueltos por la trampilla como pan tostado. El ángel del hambre se asombra; aunque flojees al palear, la vagoneta se llena muy deprisa. Pero si la mezcla es mala, la escoria llega viscosa cual lava, incandescente y pegajosa. No cae por sí misma a través de la parrilla, se amontona entre las trampillas de los hornos. Con el atizador, arrancas pedazos que se estiran como si fueran una masa. No consigues vaciar el horno, la vagoneta no se llena. Es un trabajo agotador que requiere mucho tiempo.

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