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Authors: Herta Müller

Tags: #Histórico

Todo lo que tengo lo llevo conmigo (26 page)

Algún día, pensaba yo, quién sabe en qué paz y en qué futuro, iré al país de las crestas montañosas en el que cabalgo en sueños por el aire a lomos del cerdo blanco y al que la gente considera mi patria.

Una variante del regreso que circulaba aquí, en el campo, decía que cuando retornáramos a casa habrían pasado nuestros mejores años. A nosotros nos ocurriría lo mismo que a los prisioneros de guerra después de la Primera Guerra Mundial, que el regreso duraría décadas. Schischtvanionov nos ordenaría presentarnos al último brevísimo recuento y anunciaría: Dicho esto, disuelvo el campo. Largaos.

Y todos se marcharían por su cuenta cada vez más lejos hacia el este, en dirección contraria, porque hacia el oeste está todo cerrado. Cruzarían los Urales, atravesarían Siberia, Alaska, América y después Gibraltar y el Mediterráneo. Al cabo de veinticinco años llegaríamos a casa desde el este pasando por el oeste, en caso de que para entonces siguiera siendo nuestra casa, es decir, no perteneciese ya a Rusia. O las otras variantes: que no nos marcharemos nunca, porque nos mantendrán aquí hasta que el campo sea un pueblo sin torretas de vigilancia y nosotros sigamos sin habernos convertido todavía en rusos o en ucranianos, pero sí en habitantes acostumbrados. O que tendremos que quedarnos aquí tanto tiempo que ya no desearemos marcharnos, convencidos de que nadie nos espera en casa, porque allí hace mucho, que viven otros, porque todos han sido deportados, quién sabe adónde, y ellos mismos tampoco tienen hogar. Otra variante dice que finalmente querremos permanecer aquí porque ya no sabremos qué hacer con el hogar ni el hogar sabrá qué hacer con nosotros.

Cuando llevas una eternidad sin saber nada del mundo de casa, te preguntas si deseas siquiera volver y qué esperas encontrar allí. En el campo te arrebataban el deseo. Uno no debía ni quería decidir nada. Querías ir a casa, sí, pero te limitabas a recordar el pasado, no te atrevías a añorar el futuro. Creías que el recuerdo ya era añoranza. Dónde puede estar la diferencia si siempre le das vueltas en la cabeza a lo mismo y tu mundo está tan perdido que ni siquiera lo necesitas.

Qué será de mí en casa. Yo pensaba que como repatriado corretearía por el valle entre las crestas montañosas, que me adelantaría,
chucu-chucu-chu
, como el tren. Caeré en mi propia trampa, en la más espantosa familiaridad. Ésta es mi familia, diré, refiriéndome con ello a la gente del campo de trabajo. Mi madre dirá que debo hacerme bibliotecario, así nunca estarás a la intemperie pasando frío. Y siempre te gustó leer, dirá. Mi abuelo me aconsejará que me lo piense y que me haga viajante de comercio. Porque siempre te ha gustado viajar, argumentará. Mi madre y mi abuelo quizá dirían eso, pero nosotros estábamos aquí en una nueva cuarta paz y, a pesar del hermano sustituto, yo no sabía si ellos seguían con vida. Aquí, en el campo, profesiones como viajante de comercio eran buenas para la felicidad de la mente, tenías algo de qué hablar.

En cierta ocasión hablé del asunto con Albert Gion en el tablón del silencio del sótano e incluso lo arranqué de su mutismo. A lo mejor más adelante me hago viajante de comercio, le comenté, con todo tipo de cachivaches en la maleta, pañuelos de seda y lápices, tizas de colores, ungüentos y quitamanchas. Mi abuelo le trajo una vez a mi abuela una concha de Hawai, del tamaño de la bocina de un gramófono y con el interior de nácar azulado. A lo mejor también me hago maestro de obras, maestro de cianotipos, dije en el tablón del silencio en el sótano, maestro de papel Ozalid. Entonces tendré mi propia oficina. Construiré casas para gente de dinero, una será completamente redonda, como el cestillo de hierro de aquí. Primero dibujaré el plano sobre el papel del bocadillo. En el centro, el árbol de la escalera hasta la cúpula de arriba. Todas las habitaciones serán la cuarta, la sexta y la octava parte de un círculo, igual que porciones de tarta. El papel del bocadillo se coloca en el bastidor sobre el papel Ozalid, y a continuación el bastidor se expone al sol entre cinco y diez minutos. Después enrollas el papel Ozalid en un tubo con vapores amoniacales y al cabo de poco tiempo sale el plano perfecto. La copia Ozalid está terminada, en rosa, lila, marrón canela.

Tras escuchar estas palabras, Albert Gion dijo: Copia Ozalid, no; tienes ya bastantes vapores, creo que estás agotado. Estamos aquí, en el sótano, porque no tenemos oficio. Aquí los únicos oficios son barbero, zapatero y sastre. Buenos oficios, desde luego en el campo los mejores. Pero o lo eres desde siempre o no lo serás nunca. Son oficios del destino. Si uno hubiera sabido que algún día iría a parar a un campo de trabajo, se habría hecho barbero, zapatero o sastre. Pero no viajante de comercio o aparejador o maestro de cianotipos.

Albert Gion tenía razón. Acaso es un oficio transportar mortero. Si uno transporta mortero o bloques de escoria durante todos estos años, o palea carbón o desentierra patatas con las manos o limpia sótanos, conoce el sentido de las cosas, pero oficio no tiene. Trabajo durísimo, pero no oficio. A nosotros sólo nos exigían trabajar, nunca un oficio. Éramos siempre peones, y peón no es un oficio.

Ya no teníamos un hambre salvaje, y el armuelle crecía aún verde plateado, pronto se volvería leñoso y de un rojo flameante. Sólo porque conocíamos el hambre, no lo recogíamos y comprábamos comida grasienta en el bazar y comíamos muchísimo y de manera indiscriminada. Ahora la vieja nostalgia era cebada con carne nueva, apresurada y fofa. Y con la nueva carne yo continuaba necesitando persuadirme de lo antiguo: Algún día pisaré un pavimento elegante. También yo.

Profundas como el silencio

T
an pronto como dejé atrás la época de
pielyhuesos
y el cambio de salvación…, en cuanto tuve ante mí unas
balétki
, dinero en metálico, comida, nueva carne bajo la piel y ropas nuevas dentro de la maleta nueva, llegó una inimaginable puesta en libertad. De esos cinco años en el campo puedo decir hoy cinco cosas:

1 palada = 1 gramo de pan.

El punto cero es lo indecible.

El trueque de salvación es un huésped del otro lado.

El nosotros del campo es un singular.

La envergadura tiende a lo absoluto.

Pero estas cinco cosas se resumen en una:

Entre ellas y no ante testigos, son profundas como el silencio.

El paralizado

A
principios de enero de 1950 partí del campo hacia casa. Ahora volvía a sentarme en un cuarto de estar, en un profundo cuadrado bajo el techo de estuco blanco como si estuviera debajo de la nieve. Mi padre pintaba los Cárpatos, una nueva acuarela cada pocos días con montañas de dientes grises y abetos desdibujados por la nieve, plasmados casi igual en todas las pinturas. Al pie de la montaña, filas de abetos; en la pendiente, grupos de abetos; en la cresta, parejas de abetos y abetos aislados; entre ellos algún abedul suelto como una cornamenta blanca. Por lo visto, lo más difícil de pintar son las nubes, en todos los cuadros se asemejaban a cojines de sofá grises. Los Cárpatos parecían somnolientos en todas las acuarelas.

El abuelo había muerto. La abuela, sentada en su sillón acolchado, hacía crucigramas. De vez en cuando preguntaba una palabra: canapé en Oriente, parte del zapato con S, raza equina, tejado de lona.

Mi madre tejía un par tras otro de calcetines de lana de oveja para su hijo sustituto Robert. El primer par fue verde, el segundo blanco. Después marrones, jaspeados en rojo y blanco, azules, grises. Con el par blanco había comenzado la confusión: mi madre tejía grumos de piojos. Desde entonces, en todos los calcetines vi nuestros jardines tejidos entre los barracones, picos de jerséis al amanecer. Yo yacía en el sofá, el ovillo de lana en el cuenco de lata junto a la silla de mí madre estaba más vivo que yo. El hilo trepaba, se colgaba y caía. Dos ovillos gordos como un puño constituían un calcetín terminado, imposible calcular la longitud de la lana. Sumada en todos los calcetines, a lo mejor equivalía a la distancia entre el sofá y la estación de tren. Yo evitaba los alrededores de la estación. Ahora tenía los pies calientes, sólo me picaban las manchas de congelación en el empeine, donde primero se helaban los paños de los pies pegados a la piel. En invierno, los días se tornaban grises a eso de las cuatro. La abuela encendía la luz. La pantalla de la lámpara era un embudo azul claro con un ribete de borlas azul marino. El techo recibía poca luz, el estuco permanecía gris y comenzaba a desvanecerse. A la mañana siguiente era blanco de nuevo. Yo me imaginaba que por la noche, cuando nosotros dormíamos en las otras habitaciones, estaba recién helado, como los bordados de hielo en el despoblado detrás del zepelín. Junto al armario, el reloj hacía tictac. El péndulo volaba y paleaba nuestro tiempo entre los muebles del armario a la ventana, de la mesa al sofá, de la estufa al sillón acolchado, del día a la noche. En la pared, el tictac era mi columpio del aliento; en mi pecho, mi pala del corazón. La echaba mucho de menos.

A finales de enero mi tío Edwin vino a recogerme por la mañana temprano para presentarme a su jefe en la fábrica de cajas. Fuera, en la calle de la escuela, en la ventana del señor Carp una casa más allá, divisé una cara. Estaba cortada a la altura del cuello por el dibujo de la escarcha en las ventanas. Una trenza de cabellos de hielo ceñía su frente, y al lado del arranque de la nariz, un verdoso ojo huidizo: vi a Bea Zakel con una bata de flores blancas y una maciza trenza gris. En la ventana se sentaba, como todos los días, el gato del señor Carp, pero me apenó que Bea hubiera envejecido tan deprisa. Yo sabía que el gato sólo puede ser un gato, que el poste telegráfico no es un centinela, ni el fulgor blanco sobre la nieve el paseo principal del campo, sino la calle de la escuela. Que todo lo que hay aquí, en casa, no puede ser distinto porque se ha mantenido idéntico. Todo menos yo. Entre las personas saciadas de patria, yo me mareaba de libertad. Tenía el ánimo veleidoso, adiestrado para la caída, y un miedo abyecto, mi cerebro obligado a la sumisión. Veía a Bea Zakel esperándome en la ventana; seguro que ella también me había visto pasar. Habría debido saludarla, al menos con una inclinación de cabeza o agitando la mano. Se me había ocurrido demasiado tarde, ahora nos encontrábamos dos casas más allá. Cuando doblamos la esquina al final de la calle de la escuela, mi tío me cogió del brazo. Seguramente advirtió que, a pesar de estar tan cerca de él, yo estaba en otro lugar. Seguramente no me cogió del brazo, sino de su viejo abrigo que yo llevaba puesto. Sus pulmones silbaban. Me dio la impresión de que él no quiso decir lo que dijo después del largo silencio. Que sus dos pulmones le obligaron a ello cuando deseó a dos voces: Ojalá te admitan en la fábrica. Me parece que en vuestra casa hay un malestar permanente. Se refería al paralizado.

En el lugar donde la gorra de piel rozaba su oreja izquierda, los pliegues de su pabellón auricular se separaban tersos como en mis orejas. Tenía que observar también su oreja derecha. Me solté y me cambié de lado. Su oreja derecha era la mía, más aún que la izquierda. El borde terso empezaba más abajo, era más largo y más ancho, como planchado.

Me admitieron en la fábrica de cajas. Yo abandonaba a diario al paralizado y volvía a entrar en él una vez concluida la jornada. Cada vez que llegaba a casa, preguntaba la abuela: has vuelto.

He vuelto, le contestaba.

Cuando salía de casa, ella preguntaba siempre: Te marchas.

Me marcho, le respondía.

Al preguntar, daba siempre un paso hacia mí y se tocaba la frente con un ademán de incredulidad. Sus manos eran transparentes, sólo piel con venas y huesos, dos abanicos de seda. Yo quería abrazar efusivamente a la abuela cuando me preguntaba. El paralizado me lo impedía.

El pequeño Robert oía las preguntas diarias. Cuando le parecía, imitaba a la abuela, daba un paso hacia mí se tocaba la frente y preguntaba en una frase: Has venido, te marchas.

Cada vez que se tocaba la frente veía las mollitas de sus muñecas. Cada vez que preguntaba, me daban ganas de retorcerle el cuello al hermano sustituto. El paralizado me lo impedía.

Un día, al regresar del trabajo, un pico de encaje blanco asomaba por debajo de la tapa de la máquina de coser. Otro día un paraguas colgaba del picaporte de la puerta de la cocina, y sobre la mesa había un plato rajado, dos fragmentos iguales como cortados por la mitad. Y mi madre se había vendado el pulgar con un pañuelo. Un día los tirantes de mi padre estaban encima de la radio y las gafas de mi abuela dentro de mi zapato. Otro día, Mopi, el perro de peluche de Robert, estaba atado con los cordones de mis zapatos al asa de la tetera. Y dentro de mi gorra había una corteza de pan. A lo mejor se libraban del paralizado cuando yo no estaba en casa. A lo mejor revivían. En casa ocurría lo mismo que con el ángel del hambre en el campo. Nunca se aclaró si teníamos un paralizado para todos o cada uno el suyo propio.

Seguramente ellos se reían cuando yo no estaba. Seguramente me compadecían o me insultaban. Seguramente besaban al pequeño Robert. Seguramente decían que había que tener paciencia conmigo, porque me querían, o sólo lo pensaban en silencio y se dedicaban a sus ocupaciones. Seguramente. A lo mejor yo habría debido llegar a casa sonriente. A lo mejor habría debido compadecerlos o insultarlos. A lo mejor habría debido besar al pequeño Robert. A lo mejor habría debido decir que tengo que tener paciencia con ellos porque los quiero. Mas cómo iba a decir eso si ni siquiera era capaz de pensarlo en silencio.

El primer mes después del regreso dejaba la luz de la habitación encendida toda la noche, porque sin la luz reglamentaria tenía miedo. Creo que sólo se sueña de noche cuando te cansas durante el día. Hasta que no trabajé en la fábrica de cajas no tuve el primer sueño mientras dormía.

La abuela y yo estamos sentados juntos en el sillón acolchado, Robert al lado, en una silla. Yo soy pequeño como Robert y Robert grande como yo. Robert se sube a su silla, por encima del reloj arranca el estuco del techo. Nos lo coloca a mí y a la abuela alrededor del cuello a modo de chal blanco. Mi padre se arrodilla en la alfombra delante de nosotros con su Leica, y mi madre dice: Sonreíd, será la última foto antes de que ella muera. Mis piernas apenas llegan al borde del asiento. Desde esta posición mi padre sólo puede fotografiar mis zapatos desde abajo, con las suelas hacia la puerta. Con esas piernas cortas, a mi padre no le queda otro remedio, aunque no quiere. Me quito el estuco de los hombros. La abuela me abraza, vuelve a apretar el estuco contra mi cuello y lo sujeta con su mano transparente. Mi madre dirige a mi padre con una aguja de punto, hasta que él empieza a contar al revés, tres, dos, y al llegar al uno aprieta el disparador. Luego mi madre se atraviesa el moño con la aguja inclinada y nos quita el estuco de los hombros. Y Robert se sube con él a su silla y vuelve a colocarlo en la pared.

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