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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

Tokio Blues (13 page)

Quiero cocinarte un estofado,

pero no tengo cazuela.

Quiero tejerte una bufanda,

pero no tengo lana.

Quiero escribirte una poesía,

pero no tengo pluma.

—Se titula
No tengo nada
—dijo.

La letra era espantosa, lo mismo que la melodía.

Mientras escuchaba aquella canción absurda, pensaba que si el fuego alcanzaba la gasolinera la casa volaría por los aires. Cuando se hartó de cantar, Midori se tendió como un gato al sol y posó la cabeza en mi hombro.

—¿Qué te ha parecido mi canción? —me preguntó.

—Es única y original y refleja fielmente tu personalidad —respondí con cautela.

—Gracias —dijo ella—.
No tengo nada…,
ése es el lema.

—Sí, ya me lo ha parecido —asentí.

—Cuando murió mi madre —Midori se volvió hacia mí—, no sentí la menor tristeza.

—¿Ah, no?

—Y ahora que mi padre se ha ido, tampoco.

—¿Ah, no?

—¿Te parece inhumano?

—Supongo que tendrás tus razones.

—Pues sí, varias —reconoció Midori—. Todo ha sido muy complicado en casa. Pero yo siempre he pensado que, tratándose de mis padres, al morirse o al separarnos yo debía sentirme triste. Sin embargo, no siento nada. Ni tristeza, ni soledad, ni amargura; apenas pienso en ellos. A veces sueño con ellos, eso sí. Mi madre me mira fijamente desde las tinieblas y me hace reproches. «¡Tú te alegras de que esté muerta!», me dice. No me alegra que mi madre haya muerto, pero tampoco estoy muy triste. No derramé una sola lágrima. Aunque, cuando de pequeña se murió el gatito, me pasé toda la noche llorando.

«¿Por qué sale tanto humo?», me decía. Aunque no se veía fuego, no parecía que el incendio se hubiera extendido, porque emanaba esa imponente columna de humo. «¿Cuánto tiempo seguirá ardiendo?», me pregunté.

—No es sólo culpa mía. Me refiero a que yo sea tan poco afectuosa. Y lo reconozco. Pero si ellos…, si mi padre y mi madre…, si ellos me hubiesen querido un poco más, yo, por mi parte, ahora sentiría de otra forma. Y estaría mucho, pero que mucho más triste.

—¿Crees que no te quisieron demasiado?

Ella volvió la cabeza y me miró fijamente. Hizo un gesto afirmativo.

—Yo diría que entre un «no lo suficiente» y un «nada de nada». Siempre estuve hambrienta. Aunque sólo hubiera sido una vez, hubiera querido recibir amor a raudales. Hasta hartarme. Hasta poder decir: «Ya basta. Estoy llena. No puedo más». Me hubiera conformado con una vez. Pero ellos jamás me dieron cariño. Si me acercaba con ganas de mimos, mis padres me apartaban de un empujón. «Esto cuesta dinero», decían. Únicamente sabían quejarse. Siempre igual. Así que pensé lo siguiente: «Conoceré a alguien que me quiera con toda su alma los trescientos sesenta y cinco días del año». Estaba en quinto o sexto curso de primaria cuando lo decidí.

—¡Qué fuerte! —exclamé admirado—. ¿Y lo has conseguido?

—No es tan fácil como creía —reconoció Midori. Reflexionó un momento contemplando el humo—. Quizá sea por haber esperado tanto tiempo, pero ahora busco la perfección. Por eso es tan difícil.

—¿Un amor perfecto?

—¡No, hombre! No pido tanto. Lo que quiero es simple egoísmo. Un egoísmo perfecto. Por ejemplo: te digo que quiero un pastel de fresa, y entonces tú lo dejas todo y vas a comprármelo. Vuelves jadeando y me lo ofreces. «Toma, Midori. Tu pastel de fresa», me dices. Y te suelto: «¡Ya se me han quitado las ganas de comérmelo!». Y lo arrojo por la ventana. Eso es lo que yo quiero.

—No creo que eso sea el amor —le dije con semblante atónito.

—Sí tiene que ver. Pero tú no lo sabes —replicó Midori—. Para las chicas, a veces esto tiene una gran importancia.

—¿Arrojar pasteles de fresa por la ventana?

—Sí. Y yo quiero que mi novio me diga lo siguiente: «Ha sido culpa mía. Tendría que haber supuesto que se te quitarían las ganas de comer pastel de fresa. Soy un estúpido, un insensible. Iré a comprarte otra cosa para que me perdones. ¿Qué te apetece? ¿Mousse de chocolate? ¿Tarta de queso?».

—¿Y qué sucedería a continuación?

—Pues que yo a una persona que hiciera esto por mí la querría mucho.

—A mí me parece un desatino.

—Yo creo que el amor es eso. Pero nadie me comprende. —Midori sacudió la cabeza sobre mi hombro—. Para un cierto tipo de personas el amor surge con un pequeño detalle. Y, si no, no surge.

—Eres la primera chica que conozco que piensa así.

—Me lo ha dicho mucha gente. —Se toqueteó las cutículas de las uñas—. Pero yo no puedo pensar de otro modo. Estoy hablando con el corazón en la mano. Jamás he creído que mis ideas sean diferentes de las de los demás, ni lo busco. Pero cuando digo lo que pienso, la gente cree que bromeo, o que estoy haciendo comedia. Todo acaba dándome lo mismo.

—¿Sigues queriendo morir en el incendio?

—¡Ostras! ¡No! Eso es otro asunto. Sentía curiosidad.

—¿Por morir en un incendio?

—No. Me interesaba ver cómo reaccionabas. Pero morir no me da miedo. Te ves envuelto en humo, pierdes el conocimiento y te mueres sin más. Es un momento. No me da ni pizca de miedo. ¡Bah! ¡Comparado con la forma en que he visto morir a mi madre y a otros parientes! En mi familia todos contraemos enfermedades graves y morimos tras una larga agonía. Debemos de llevarlo en la sangre. Tardamos muchísimo en morirnos. Tanto que al final ya no sabes si estás vivo o muerto. La única conciencia que queda es la del dolor y el sufrimiento.

Midori se acercó un cigarrillo Marlboro a los labios y lo encendió.

—Tengo miedo de morir de ese modo. La sombra de la muerte va invadiendo despacio, muy despacio, el territorio de la vida y, antes de que te des cuenta, todo está oscuro y no se ve nada, y la gente que te rodea piensa que estás más muerta que viva… Es eso. Yo eso no lo quiero. No podría soportarlo.

Por fin, al cabo de media hora el incendio fue sofocado. No hubo heridos. Todos los coches de bomberos, menos uno, abandonaron el lugar, y los curiosos se dirigieron a la calle comercial entre un baturrillo de voces. Un coche patrulla se quedó regulando el tráfico con las luces girando en el callejón. Dos cuervos, que habían venido de vete a saber dónde, posados sobre un poste de la electricidad, observaban la actividad que se desarrollaba bajo sus ojos.

Midori parecía exhausta. Tenía el cuerpo desmadejado, la vista perdida en la lejanía. Apenas hablaba.

—¿Estás cansada? —le pregunté.

—No, no es eso —dijo—. Hacía mucho tiempo que no me dejaba ir de este modo.

Nos miramos a los ojos. Le rodeé los hombros con un brazo y la besé. Midori tensó el cuerpo un momento, se relajó de inmediato y cerró los ojos. Nuestros labios permanecieron unidos unos cinco o seis segundos. El sol de principios de otoño proyectaba en sus mejillas la sombra de las pestañas, agitadas por un temblor casi imperceptible. Fue un beso dulce, cariñoso, sin ningún significado. De no haberme encontrado sentado en el terrado, al sol de la tarde, bebiendo cerveza y contemplando el incendio, no la hubiera besado, y creo que a ella le sucedía lo mismo. Al contemplar los tejados brillantes de las casas, el humo y las libélulas rojas, había brotado entre nosotros un sentimiento cálido e íntimo que, de manera inconsciente, habíamos deseado materializar. Así fue nuestro beso. Sin embargo, era un beso que no estaba exento de peligro.

La primera en hablar fue Midori. Me acarició la mano mientras me contestaba con embarazo que salía con alguien. Contesté que ya lo suponía.

—¿Y a ti te gusta alguna chica?

—Sí.

—Pero estás libre todos los domingos.

—Es muy complicado.

Comprendí que la magia de aquella tarde de principios de otoño se había desvanecido.

A las cinco le dije a Midori que me iba a trabajar y abandoné su casa. Le había propuesto salir a tomar algo, pero ella había rechazado mi invitación alegando que estaba esperando una llamada.

—Quedarme todo el día en casa esperando una llamada es algo que odio con todo el alma. Si estoy sola, me da la sensación de que voy pudriéndome y deshaciéndome, hasta convertirme en un líquido verdoso que es absorbido por la tierra. De mí sólo sobrevive la ropa. Ésta es la sensación que tengo cuando me quedo todo el día en casa esperando una llamada.

—Si tienes que quedarte otro día, puedo hacerte compañía. Comida incluida.

—Está bien. Te prepararé un incendio de postre —bromeó Midori.

Al día siguiente Midori no apareció en clase de Historia del Teatro II. Al terminar ésta, entré en el comedor y tomé un almuerzo frío y malo a solas, y después me senté al sol a contemplar la escena que se desarrollaba a mi alrededor. A mi lado, de pie, dos chicas mantenían una larga conversación. Una de ellas abrazaba contra su pecho una raqueta de tenis con tanto amor como si fuera un bebé; la otra llevaba varios libros y un LP de Leonard Bernstein. Ambas eran hermosas y parecían disfrutar enormemente de su charla. Desde el club de estudiantes, llegaba una voz haciendo escalas en tonos graves. Aquí y allá se veían grupos de cuatro o cinco estudiantes debatiendo lo que les pasaba por la cabeza, riéndose y gritando. En los aparcamientos vi a unos chavales montados en patín. Un profesor con una cartera de cuero entre los brazos cruzaba el lugar, esquivándolos. En el patio unas chicas con casco de moto y en cuclillas escribían en un cartel algo sobre la invasión del imperialismo americano en Asia. Aquélla era una típica escena de universidad durante el descanso del mediodía. Pero ese día, al contemplarla por primera vez después de tanto tiempo, me di cuenta de un hecho. Cada cual a su manera, todos parecían felices. ¿Lo eran en realidad? En cualquier caso, aquel plácido mediodía de finales de septiembre, la gente se veía contenta y eso me hizo sentir aún más solo que de costumbre. Porque yo era el único que no pertenecía a ese cuadro.

¿A qué cuadro pertenecí durante esos años? La última escena familiar que recordaba era jugando al billar con Kizuki cerca del puerto. Aquella misma noche Kizuki se había suicidado y, a partir de entonces, una corriente de aire helado se había interpuesto entre el mundo y yo. Me pregunté qué había representado Kizuki para mí. No hallé respuesta. Lo único que sabía era que, con su muerte, había perdido para siempre una parte de mi adolescencia. Podía percibirlo con toda claridad. Pero discernir qué significado podía tener o qué consecuencias podía conllevar era algo que no alcanzaba a ver.

Permanecí largo tiempo allí sentado, observando cómo la gente iba y venía por el campus. Pensé que quizás encontraría a Midori, a quien no vi aquel día. Cuando acabó el descanso del mediodía, me fui a la biblioteca a preparar la clase de alemán.

Esa tarde de sábado Nagasawa vino a mi cuarto y me dijo que había conseguido pases de pernoctación, que si me apetecía salir con él por la noche. Acepté. Toda la semana había estado aturdido y me apetecía acostarme con una chica, fuera quien fuese.

Al atardecer me tomé un baño, me afeité y me puse una chaqueta de algodón encima del polo. Cené con Nagasawa en el comedor y subimos al autobús en dirección a Shinjuku. Nos apeamos en la animada zona de Shinjuku Sanchôme y, tras vagar un rato por allí, entramos en el bar de siempre y esperamos a que se acercaran unas chicas que nos gustaran. Aquel local se distinguía porque lo frecuentaban grupos de chicas solas, aunque esa noche no apareció ninguna. Estuvimos allí unas dos horas bebiendo whiskies con soda para permanecer sobrios. Dos chicas con cara de simpáticas se sentaron en la barra y pidieron un Gimlet y un Margarita. Raudo y veloz, Nagasawa se les acercó, pero ellas ya habían quedado con otros. A pesar de ello, estuvimos un rato hablando con ellas distendidamente, hasta que llegaron sus chicos y nos abandonaron.

Nagasawa me propuso probar suerte en otro sitio y me llevó a un pequeño bar apartado de las calles principales, donde la mayoría de los clientes ya estaban borrachos y armando alboroto. En la mesa del rincón había tres chicas sentadas; nos encaminamos hacia ellas y nos pusimos a hablar los cinco. La atmósfera era agradable. Todos estábamos de muy buen humor. Pero cuando les propusimos ir a tomar la última copa, ellas dijeron que tenían que marcharse porque les cerraban el portal. Las tres vivían en una residencia femenina. Volvimos a cambiar de local, pero no resultó. Por una u otra razón, aquella noche no tuvimos éxito con las chicas.

A las once y media Nagasawa reconoció que no había habido suerte.

—Me sabe mal haberte arrastrado de aquí para allá —dijo.

—No importa. Lo he pasado bien viendo que tú también tienes días malos.

—Uno al año, no creas —bromeó Nagasawa.

A decir verdad, a mí ya tanto me daba el sexo. Tras haber estado vagando tres horas y media, un sábado por la noche, por aquella ruidosa parte de Shinjuku, observando aquella energía fruto del deseo sexual y del alcohol, mi propio deseo había llegado a parecerme mezquino e insignificante.

—¿Qué harás ahora? —me preguntó.

—Iré a ver una película en sesión golfa. Hace tiempo que no piso un cine.

—Entonces yo me voy a casa de Hatsumi. ¿Te importa?

—¿Por qué tendría que importarme? —le dije riéndome.

—Si quieres, puedo presentarte a alguna chica para pasar la noche en su casa. ¿Qué te parece?

—Hoy me apetece ir al cine.

—Me sabe mal. Otro día te compensaré.

Nagasawa se perdió entre la multitud. Yo fui a una hamburguesería, comí una hamburguesa con queso, bebí una taza de café y, en cuanto se me despejó la cabeza del alcohol, entré en un cine que había cerca y vi
El Graduado.
No es una película muy interesante pero, como no tenía otra cosa que hacer, la vi dos veces seguidas. Salí del cine a las cuatro de la madrugada y deambulé sin rumbo por las frías calles de Shinjuku, sumido en mis cavilaciones.

Cuando me harté de andar, entré en una cafetería que permanecía abierta toda la noche y me dispuse a esperar el primer tren leyendo y tomando otra taza de café. Poco después la cafetería se llenó de personas que, al igual que yo, esperaban el primer tren. El camarero se acercó y me preguntó si me importaba compartir la mesa con otros clientes. Accedí. Total, estaba leyendo. ¿Por qué iba a molestarme que se sentara alguien enfrente?

Dos chicas tomaron asiento. Tendrían una edad similar a la mía. Aunque no eran dos bellezas, no estaban mal. Tanto el vestido como el maquillaje de ambas eran discretos, y no parecían la clase de chicas que ronda a las cinco de la madrugada por
Kabukichô
[17]
. Pensé que algo debía de haberles sucedido para que hubieran perdido el último tren. Ellas suspiraron aliviadas al verme. Yo iba correctamente vestido, me había afeitado aquella misma tarde y, además, estaba absorto en la lectura de
La montaña mágica,
de Thomas Mann.

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