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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

Tokio Blues (14 page)

Una de las dos chicas era alta y corpulenta, vestía una parka de color gris y unos vaqueros blancos, en las orejas lucía unos grandes pendientes con forma de concha, y cargaba una cartera de plástico grande. La otra era menuda, llevaba gafas, vestía una camisa a cuadros, una chaqueta azul y, en un dedo, lucía una sortija con una turquesa. Tenía dos tics: quitarse y ponerse las gafas y presionarse los ojos con las puntas de los dedos.

Ambas pidieron café con leche y dos trozos de pastel, y se lo tomaron despacio mientras discutían algo en voz baja. La chica alta inclinó varias veces la cabeza en ademán dubitativo, la menuda asintió otras tantas. La música de Marvin Gaye, o de los Bee Gees, me impidió entender lo que estaban diciendo, pero, por lo que pude colegir, la menuda estaba triste, o enfadada, y la otra intentaba tranquilizarla. Yo leía el libro y las observaba, alternativamente.

Cuando la chica menuda, bolso al hombro, se dirigió a los servicios, la otra me abordó. Yo dejé el libro y la miré.

—Disculpa. ¿Conoces algún bar por aquí cerca donde podamos tomar una copa?

—¿A las cinco de la madrugada? —le pregunté sorprendido.

—Sí.

—A las cinco y veinte de la mañana, la gente está tratando de que se le pase la borrachera o bien deseando llegar a casa.

—Lo sé —dijo ella avergonzada—. Pero a mi amiga le apetece tomar una copa. Tiene sus razones y…

—Me parece que no tendréis otro remedio que beber en casa.

—Ya… Pero yo tomo un tren para Nagano a las siete y media de la mañana.

—En ese caso, lo único que se me ocurre es que compréis unas bebidas en una máquina expendedora y os sentéis en la calle.

Me pidió que las acompañara porque dos chicas no podían hacer semejante cosa. Yo había tenido varias experiencias extrañas en Shinjuku a aquellas horas, pero era la primera vez que dos desconocidas me invitaban a beber a las cinco y veinte de la madrugada. Me daba pereza negarme, y tampoco tenía otra cosa que hacer, así que me acerqué a una máquina expendedora de allí cerca, compré varias botellas de sake y algo para picar, y los tres nos dirigimos a la salida oeste de la estación y allí iniciamos nuestro improvisado festín.

Me contaron que las dos trabajaban en la misma agencia de viajes. Ambas se habían licenciado y habían empezado a trabajar aquel mismo año. La menuda tenía novio desde hacía un año y se llevaban bien, pero acababa de saber que él se acostaba con otra chica y estaba muy deprimida. Ésta era, en líneas generales, la historia. La amiga tenía que estar el sábado por la tarde en la casa de sus padres, en Nagano, para asistir, el domingo, a la boda de su hermano mayor, pero había decidido quedarse con su amiga en Shinjuku e ir a Nagano en el primer expreso de la mañana del domingo.

—¿Y cómo te has enterado de que se acostaba con otra chica? —le pregunté a la menuda.

Ella, entre sorbo y sorbo de sake, arrancaba los hierbajos del suelo.

—Abrí la puerta de su habitación y los vi con mis propios ojos. Nadie tuvo que decírmelo.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Anteayer por la noche.

—¿Y la puerta no estaba cerrada con llave? —dije.

—No.

—¿Por qué no la cerraron? —me pregunté en voz alta.

—¡Y yo qué sé! ¿Cómo voy a saberlo?

—Debió de ser un golpe terrible. ¡Cómo debió de sentirse la pobre! —me comentó, bienintencionada, la amiga.

—Yo que tú lo hablaría con él. En definitiva, se trata de decidir si lo perdonas —le aconsejé.

—Nadie sabe cómo me siento —se quejó la chica, arrancando hierbajos sin tregua.

Una bandada de cuervos se acercó por el oeste y sobrevoló los grandes almacenes Odakyû. Ya era de día. En éstas se acercó la hora en que la alta debía de subir al tren, así que le ofrecimos el resto del sake a un vagabundo que había en el subterráneo de la salida oeste de la estación de Shinjuku, compramos los billetes y la despedimos. Cuando el tren se perdió de vista, la menuda y yo, sin mediar invitación, entramos en un hotel. Ni a ella ni a mí nos apetecía demasiado acostarnos juntos, pero era la única manera de ponerle un punto final a aquello.

Tras cruzar el umbral de la habitación, me desnudé y entré en la bañera. Sumergido en el agua, bebí cerveza como si pretendiera ahogar las penas. Ella también se metió dentro de la bañera y, tendidos en el agua, tomamos cerveza en silencio. Por más que bebiéramos, el alcohol no se nos subía a la cabeza, y no teníamos sueño. Su piel era blanca y suave, y sus piernas, bonitas. Contestó con un gruñido a mi cumplido.

Sin embargo, una vez en la cama pareció transformarse en otra persona. Sensible a mis caricias, se retorcía, gritaba. Cuando la penetré, me clavó las uñas en la espalda y, al acercarse el orgasmo, pronunció dieciséis veces el nombre de otro hombre. Lo sé porque las estuve contando para retrasar la eyaculación. Nos quedamos dormidos.

Al despertarme a las doce y media de la mañana, ella ya no estaba. No había ninguna carta, ningún mensaje. Notaba, por haber bebido alcohol en horas intempestivas, que me pesaba la cabeza. Me metí en la ducha para despejarme, me afeité y, desnudo como estaba, me senté en una silla y tomé un zumo de la nevera. Luego traté de recordar, uno tras otro, los acontecimientos de la noche anterior. Todos me parecían extrañamente irreales, como si, entre los hechos y yo mismo, se interpusieran dos o tres hojas de cristal. Pero no había duda de que me había sucedido a mí. Los vasos de cerveza todavía estaban sobre la mesa, en el baño quedaban los cepillos de dientes que habíamos usado.

Almorcé en Shinjuku. Después entré en una cabina y llamé a la librería Kobayashi. Se me ocurrió que tal vez Midori tendría que quedarse de nuevo en casa esperando una llamada. Aunque el timbre sonó quince veces, nadie descolgó. Volví a llamar, con idéntico resultado, unos veinte minutos más tarde. Entonces subí al autobús y volví a la residencia. En el buzón de la entrada encontré un sobre con mi nombre. Era una carta de Naoko.

5

«Gracias por tu carta», escribía Naoko. Su familia se la había remitido «aquí» enseguida. «Recibir tu carta no sólo no me ha molestado, sino que me ha hecho muy feliz. Ya era hora de escribirte», ponía en la carta.

Después de leer este encabezamiento, abrí la ventana de la habitación, me quité la chaqueta y me senté en la cama. Desde un palomar cercano me llegaba el arrullo de las palomas. El viento hacía ondear las cortinas. Con las siete hojas de la carta de Naoko en la mano, me sumí en unos pensamientos deshilvanados. Al leer las primeras líneas, sentí cómo el mundo circundante perdía sus colores. Cerré los ojos y tardé un tiempo largo en ordenar mis ideas. Respiré hondo y reanudé la lectura.

«Hace casi cuatro meses que estoy aquí. En estos cuatro meses he pensado mucho en ti. Y he visto claro que te he tratado injustamente. Debería haber sido mejor persona contigo, haberte tratado con justicia. Pero esta manera de pensar quizá no sea la normal. Para empezar, las chicas de mi edad no usan la palabra “justicia”. A ellas les resulta indiferente que las cosas sean justas o injustas. A la mayoría, más que el hecho de que las cosas sean justas o injustas, les preocupa que sean bonitas, o cómo ser felices. La “justicia” tiene un carácter masculino. Sin embargo, en mi situación, ésta es la palabra que más me conviene. En estos momentos “qué es bonito” o “cómo ser feliz” son proposiciones demasiado complicadas; prefiero aferrarme a otros criterios. Por ejemplo, así algo es justo, honesto o universal. En cualquier caso, creo que no he sido justa contigo. Y, en consecuencia, te he arrastrado de aquí para allá y te he herido muy hondo. Al hacerlo, también me he arrastrado y me he herido a mí misma. No es una excusa, no creas que trato de justificarme, es la verdad. Si he dejado una herida en tu interior, esta herida no es sólo tuya, también es mía. Así que no me odies por ello. Soy un ser imperfecto. Mucho más imperfecto de lo que crees. Por eso no quiero que me odies. Si me odiaras, me partiría en mil pedazos. Sé que no puedo esconderme en mi caparazón y dejar que las cosas pasen. Y me da la impresión de que tú haces eso. A veces te envidio muchísimo, y tal vez te he arrastrado de aquí para allá por ese motivo.

»Quizás esta manera de ver las cosas sea analítica. La terapia que aplican aquí no lo es en absoluto. Pero una persona que, como yo, está en tratamiento desde hace meses acaba pensando, lo quiera o no, de forma analítica. “Esto ha sucedido por tal cosa”, “esto significa lo uno e implica lo otro”. No tengo claro que esta manera de analizar las cosas simplifique el mundo.

»De todos modos, me doy cuenta de que, en comparación a cómo estuve en algunos momentos, ahora me encuentro muy recuperada, y los que me rodean también perciben mi mejoría. Hace tiempo que no era capaz de redactar unas líneas. Escribirte aquella carta en julio me costó sudor y lágrimas (no recuerdo lo que puse; espero que no fuera nada horrible), pero ahora he logrado dirigirme a ti de forma relajada. Al parecer, lo que yo necesitaba era esto: aire puro, un lugar tranquilo y apartado del mundo, una vida ordenada, ejercicio diario. ¡Es magnífico ser capaz de escribirle a alguien! Sentir que quieres comunicarle tus pensamientos, sentarte a la mesa, coger una pluma y escribir unas líneas me parece algo maravilloso. Aunque, al expresarlo en palabras, quede una pequeña parte de lo que quiero decir. No importa. Sólo por tener ganas de escribirle a alguien ya me siento feliz. Son las siete y media de la tarde, ya he cenado, acabo de tomar un baño. Todo está en silencio y, al otro lado de la ventana, todo está negro como boca de lobo. No hay ninguna luz. Las estrellas siempre se ven nítidamente, pero hoy está nublado. La gente de aquí conoce muy bien las constelaciones y me dice: “Aquélla es Virgo; aquélla, Sagitario”. Puesto que aquí al caer la noche no hay nada que hacer, todos se han convertido en expertos. Saben mucho de pájaros, de flores y de insectos. Cuando hablo con ellos, comprendo que soy una ignorante en muchos campos, pero, no creas, ésta es una sensación muy agradable.

»Aquí vivimos unas setenta personas. Además, están los de la plantilla (médicos, enfermeras, personal administrativo y demás), que serán poco más de veinte. Las instalaciones son enormes, así que el número total no es alto. Al contrario, decir que el lugar está desierto se acercaría más a la verdad. Es un terreno espacioso, inmerso en la naturaleza, donde todos llevamos una vida tan tranquila que a veces tengo la sensación de que éste es el mundo real. Pero no es así, por supuesto. Esto es posible porque todos vivimos bajo unas condiciones especiales.

»Juego al tenis y al baloncesto. Los equipos están compuestos por una mezcla de pacientes (palabra odiosa, pero no hay otra) y de personal de la plantilla. Me sucede algo extraño. Durante el juego, cuando miro a mi alrededor dejo de discernir quién es quién y todos me parecen deformados.

»Un día se lo dije a mi médico y me respondió que mi impresión era, en cierto modo, correcta. Me explicó que no estamos aquí para corregir nuestras deformaciones, sino para acostumbrarnos a ellas. Afirmó que uno de nuestros problemas es la incapacidad de reconocerlas y aceptarlas. Y que, al igual que todos los seres humanos, tenemos un modo peculiar de andar, de sentir, de pensar y de ver las cosas, y que, por más que intentemos corregirlas, jamás lo conseguiremos. Al contrario, si intentamos corregirlas a la fuerza, únicamente lograremos que se resientan otros aspectos. No hace falta decir que esto es una simplificación y que sólo recoge una parte de los problemas que tenemos, pero entendí muy bien lo que trataba de decirme. Tal vez somos incapaces de adaptarnos a nuestras deformaciones. Y, por lo tanto, posiblemente no podamos aceptar el dolor y el sufrimiento reales que provocan. Estamos aquí para huir de todo ello. Mientras nos quedemos aquí, no haremos sufrir a los demás ni los demás nos harán sufrir a nosotros. Porque todos nosotros sabemos que “estamos deformados”. Esto es lo que nos distingue del mundo exterior. En él mucha gente vive sin ser consciente de sus deformaciones. Pero en este pequeño mundo, la deformación es la premisa. La llevamos en nuestro cuerpo, al igual que los indios llevaban en la cabeza las plumas que indicaban la tribu a la que pertenecían. Vivimos en silencio para no herirnos los unos a los otros.

»Aparte de hacer deporte, cultivamos hortalizas. Tomates, berenjenas, pepinos, sandías, fresas, cebolletas, coles, nabos, etcétera. Lo cultivamos casi todo. También tenemos un invernadero. La gente de aquí sabe mucho sobre el cultivo de las hortalizas, y les encanta. Leen libros, invitan a especialistas y se pasan de la mañana a la noche discutiendo cuál es el mejor abono, la calidad de la tierra y cosas por el estilo. También a mí me ha llegado a apasionar el cultivo. Es maravilloso ver cómo las frutas y las verduras van creciendo día a día. ¿Has cultivado sandías alguna vez? Las sandías tienen una redondez que recuerda la de un animalito.

»Nos alimentamos de las verduras y de las frutas que cosechamos. Por supuesto, a veces sirven carne o pescado, pero acaban por no apetecerte. ¡Las verduras son tan frescas y deliciosas! A menudo, salimos al campo y recogemos verduras silvestres y setas. También tenemos especialistas en esto (pensándolo bien, está lleno de especialistas), que nos enseñan cuáles son buenas y cuáles no. Comprenderás que haya engordado tres kilos desde que llegué. Es decir, estoy en el peso ideal. Gracias al ejercicio y a comer bien a horas fijas.

»Durante el tiempo restante, leemos, escuchamos música, hacemos punto. No hay ninguna radio o televisión, pero, a cambio, disponemos de una biblioteca muy completa y de una discoteca con una gran colección de discos. En la discoteca puedes encontrar desde la integral de sinfonías de Mahler a discos de los Beatles, y yo siempre pido discos en préstamo que luego escucho en mi cuarto.

»El problema de esta institución es que una vez dentro ya no quieres salir. Quizá todos tememos irnos. Aquí nos sentimos tranquilos y en paz con nosotros mismos. Nuestras deformaciones parecen naturales. Sentimos que estamos recuperados. Pero no tenemos la certeza de que el mundo exterior nos acepte.

»Mi médico dice que ya ha llegado el momento de que inicie los contactos con personas de fuera. Las “personas de fuera” son gente normal, del mundo normal, aunque yo sólo recuerdo tu cara. Por alguna razón, no me apetece demasiado ver a mis padres. Están tan preocupados por mí que verlos y hablar con ellos hace que me sienta miserable. Además, hay varias cosas que debo explicarte. No sé si lograré hacerlo, pero son cosas importantes que no puedo dejar pasar.

»A pesar de todo, no quiero ser una carga para ti, ni para nadie. Es lo último. Tu cariño hacia mí me hace muy feliz; sólo estoy tratando de ser sincera y expresarte mis sentimientos. Quizás yo necesite tu cariño en estos momentos. Si en lo que he escrito hay algo que te molesta, te pido disculpas. Perdóname. Tal como he dicho antes, soy un ser más imperfecto de lo que crees.

»A veces lo pienso. Si tú y yo nos hubiésemos conocido en circunstancias normales y nos hubiésemos gustado, ¿qué hubiera ocurrido? Si yo hubiera sido normal y tú hubieras sido normal (que lo eres), y si Kizuki no hubiera existido, ¿qué hubiera ocurrido? Pero hay demasiados “si…”. Al menos estoy esforzándome en ser una persona más justa y honesta. Es lo único que puedo hacer por ahora. Y así quiero expresarte mis sentimientos.

»En esta institución, a diferencia de los hospitales, las horas de visita son libres. Conque llames el día antes, podrás verme siempre que quieras. También podrás comer conmigo, o incluso alojarte aquí. Ven a visitarme cuando puedas. Tengo muchas ganas de verte. Te incluyo un mapa. Siento haberme extendido tanto.»

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