Read Un fuego en el sol Online

Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (13 page)

—Mira, dices que Reda Abu Adil y Friedlander Bey son dos de los hombres más poderosos del mundo, como «asesores» de estados extranjeros. Eso es perfectamente legal. Sus contactos criminales son mucho menos importantes. Proporcionan el medio de mantener a los asalariados y asociados de los viejos. El mundo al revés.

—Eso es el progreso —dije.

Shaknahyi se limitó a mover la cabeza.

Bajamos del coche patrulla al cálido sol del atardecer. Las tierras frente a la casa de Abu Adil habían sido esmeradamente ajardinadas. En el aire flotaba una fragancia de rosas y el fuerte y agradable perfume de los limoneros. A cada lado de una antigua fuente se encontraban jaulas de pájaros cantores y la música de sus trinos colmaba el aire de letárgica paz. Subimos por el camino de cerámica hacia la puerta, geométricamente tallada, de la mansión. Ya la había abierto un criado y esperaba a que le explicáramos qué se nos ofrecía.

—Soy el agente Shaknahyi y éste es Marîd Audran. Queremos ver al caíd Reda.

El criado asintió pero no dijo nada. Le seguimos dentro de la casa y cerró la pesada puerta de madera detrás de nosotros. Los rayos de sol se filtraban a través de las celosías por encima de nuestras cabezas. Oí a alguien tocando el piano en la lejanía. Distinguí el olor del cordero asado y de la mezcla del café. La miseria, sólo a un tiro de piedra, había sido definitivamente erradicada. La casa era un pequeño mundo autosuficiente, estoy seguro de que eso era lo que pretendía Abu Adil.

Nos condujeron directamente ante la presencia de Abu Adil. Ni siquiera yo podía ver a Friedlander Bey con tanta rapidez.

Reda Abu Adil era un hombre alto y rechoncho. Al igual que Papa era imposible adivinar su edad. Sabía a ciencia cierta que era tan anciano como Friedlander Bey. Vestía una holgada túnica blanca y no portaba ninguna joya. Tenía la barba blanca y el bigote cuidadosamente recortados y un espeso cabello blanco, entre el que sobresalía un moddy de color gris pichón y dos daddies. Era lo bastante experto como para percatarme de que Abu Adil no tenía un enchufe, como el que yo llevaba, y su hardware se conectaba a una entrada corímbica.

Abu Adil se reclinaba sobre una cama de hospital, elevada para que pudiera vernos con comodidad mientras hablábamos. Se tapaba con una costosa manta bordada a mano, y sus nudosas manos descansaban por encima de la manta a cada lado de su cuerpo. Parecían pesarle los párpados, como si estuviera drogado o profundamente dormido. Gesticuló y gimió mientras estuvimos allí. Esperarnos a que dijese algo.

Pero no lo hizo. En cambio, un joven de pie ante el lecho de hospital se dirigió a nosotros.

—El caíd Reda os da la bienvenida a su hogar. Me llamo Umar Abdul—Qawy. Podéis hablar al caíd Reda a través de mí.

Este tal Umar tendría unos cincuenta años. Tenía ojos brillantes y desconfiados y una amarga expresión que parecía no alterarse jamás. También parecía bien alimentado, y vestía una impresionante túnica dorada y un caftán azul metálico. Llevaba la cabeza desnuda y, al igual que su amo, un moddy dividía su escaso pelo. Me desagradó desde el principio.

Era evidente que me encontraba ante mi homólogo. Umar Abdul—Qawy hacía por Abu Adil lo que yo por Friedlander Bey, aunque estoy seguro de que llevaban más tiempo juntos y estaba más familiarizado con el funcionamiento interno del imperio de su amo.

—Si no es un buen momento —dije—, regresaremos más tarde.

—Es un mal momento —dijo Umar—. El caíd Reda sufre los tormentos de un cáncer terminal. Pero, por eso mismo, es difícil que haya un momento mejor.

—Rezaremos por su bienestar —respondí.

Las comisuras de los labios de Abu Adil esbozaron una sonrisa.

—Allah yisallimak —dijo Umar—. Dios te bendiga. Ahora, decidme qué os trae por aquí esta tarde.

Era intolerablemente directo. En el mundo musulmán, no se deben hacer averiguaciones sobre el asunto de una visita. La costumbre exige que se observen las leyes de la hospitalidad, al menos un mínimo. Esperaba que nos sirvieran café, cuando no comida. Miré a Shaknahyi.

No pareció molestarle.

—¿Qué negocios tiene el caíd Reda con Friedlander Bey?

Eso desconcertó a Umar.

—¿Por qué? Ninguno en absoluto —dijo, separando las manos.

Abu Adil exhaló un largo y doloroso quejido y cerró los ojos. Umar nunca se volvía hacia él.

—¿Entonces el caíd Reda no se comunica con él para nada? —preguntó Shaknahyi.

—Para nada. Friedlander Bey es un hombre grande e influyente, pero sus intereses están en otra parte de la ciudad. Los dos caíds no han discutido jamás nada que tenga que ver con negocios. Sus intereses no tienen ningún punto en común.

—¿Y Friedlander Bey no es un impedimento ni un obstáculo para los planes del caíd Reda?

—Mirad a mi amo —dijo Umar—. ¿Qué clase de planes creéis que tiene?

Abu Adil parecía totalmente indefenso en su agonía. Me preguntaba por qué nos había enviado Hajjar a un recado tan estúpido.

—Hemos recibido cierta información y debíamos comprobarla —dijo Shaknahyi—. Lamentamos la intromisión.

—Está bien. Kamal os mostrará la salida.

Umar nos contemplaba con una expresión pétrea. Sin embargo, Abu Adil intentó alzar la mano como despedida o bendición, pero se le desplomó inerte sobre la manta.

Seguimos al criado hasta la puerta principal. Cuando nos encontramos solos en el exterior, Shaknahyi rompió a reír.

—Ha sido una especie de representación —dijo.

—¿Qué representación? ¿Me he perdido algo?

—Si hubieras leído todo el fichero, sabrías que Abu Adil no tiene cáncer. Nunca ha padecido cáncer.

—Entonces...

Shaknahyi torció la boca con un gesto de desprecio.

—¿Has oído hablar del Infierno Sintético? Es un puñado de lunáticos que llevan moddies falsificados, ilícitos, fabricados en la trastienda de alguien. Consisten en grabaciones de personas reales en situaciones horribles.

Estaba sorprendido.

—¿Era eso lo que estaba haciendo Abu Adil? ¿Llevaba el módulo de personalidad de un enfermo de cáncer terminal?

Shaknahyi asintió mientras abría la puerta del coche y se metía en él.

—Estaba conectado a un sufrimiento y un dolor experimentados por otro. En el mercado negro puedes comprar el tipo de enfermedad o circunstancia que desees. Hay un montón de masoquistas dementes a quienes les gusta.

Me reuní con él en el coche patrulla.

—Y yo que creía que las chicas y los travestis de la Calle estaban abusando de immoddies... Esto añade un nuevo significado al mundo de la perversión.

 Shaknahyi puso en marcha el coche y dimos la vuelta a la fuente en dirección a la puerta.

—Introducen nueva tecnología y, no importa el bien que haga a la mayoría de la gente, siempre hay un loco hijo de puta que encuentra cómo distorsionarla.

Medité sobre eso y sobre mis propios moddies corporales, mientras volvíamos a la comisaría atravesando el misérrimo distrito en el que habitaban Reda Abu Adil y sus fieles seguidores.

7

Durante la semana siguiente pasé tanto tiempo en el coche patrulla como antes frente a mi ordenador de la tercera planta de la comisaría. Después de mis primeras experiencias como patrullero me sentía bien, aunque estaba claro que tenía mucho que aprender de Shaknahyi. Intervinimos en riñas domésticas e investigamos robos, pero no eran más drásticos que la emergencia de la desgraciada amenaza de bomba de Al—Muntaqim.

Shaknahyi dejó pasar algunos días y quiso volver a visitar a Reda Abu Adil. Creía que Friedlander Bey le había dicho al teniente Hajjar que nos asignara la investigación, pero Papa seguía simulando que no le interesaba en absoluto. Nuestra delicada investigación tendría más éxito si alguien nos dijera qué demonios debíamos averiguar.

Sin embargo, tenía otros problemas en mente. Una mañana, después de que me vistiera y Kmuzu me sirviera el desayuno, me senté y pensé en lo que deseaba conseguir ese día.

—Kmuzu —le dije—, ¿puedes despertar a mi madre y ver si desea hablar conmigo? Necesito preguntarle algo antes de ir a la comisaría.

—No faltaba más, yaa Sidi. —Me miró con cautela como si intentase hacerle una jugarreta—. ¿Quieres verla inmediatamente?

—Tan pronto como pueda adecentarse, si es que puede.

Noté la expresión desaprobadora de Kmuzu y me callé.

Tomé un poco más de café hasta que regresó.

—Umm Marîd se alegrará de verte ahora —dijo Kmuzu.

Me sorprendió.

—Odiaba levantarse antes de mediodía.

—Ya estaba despierta y vestida cuando llamé a su puerta.

Quizás se estaba enmendando, pero no había estado lo suficiente atento como para darme cuenta. Cogí mi maletín y mi cazadora.

—Le concederé un par de minutos más —dije—. No es necesario que vengas conmigo.

Ya debería conocerlo mejor; Kmuzu no pronunció una palabra, pero me siguió fuera de las dependencias hasta la otra ala, donde se había dado a Ángel Monroe su propio grupo de habitaciones.

—Es un asunto personal —le dije a Kmuzu cuando estuvimos ante su puerta—. Quédate en el vestíbulo si lo deseas.

Llamé a la puerta y entré.

Estaba reclinada sobre un diván, ataviada muy púdicamente con un vestido negro holgado de mangas largas, una versión del hábito que llevan las musulmanas conservadoras. Un chal cubría su cabello, aunque el velo de su rostro estaba suelto de un lado y colgaba por encima de su hombro. Fumaba de la boquilla de una narjílah. La pipa de agua contenía tabaco fuerte, pero eso no impedía que hubiera albergado hachís recientemente, ni que no pudiera volver a albergarlo.

—Que tengas muy buenos días, madre —le dije.

Creo que le cogió por sorpresa mi cortés saludo.

—Buenos días, oh caíd —respondió ella, frunciendo el ceño mientras me estudiaba.

Esperó que le explicara a qué debía mi visita.

—¿Estás a gusto aquí? —le pregunté.

—Sí. —Aspiró una profunda bocanada de la boquilla y la narjílah burbujeó—. Te lo has montado muy bien. ¿Cómo has ido a parar a este lujoso remanso? ¿Realizando a Papa servicios personales?

Me dirigió una pérfida mueca.

—No el tipo de servicios que piensas, madre. Soy el ayudante administrativo de Friedlander Bey. Él toma las decisiones y yo las pongo en práctica. Eso es todo.

—¿Y una de sus decisiones comerciales fue que te hicieras policía?

—Así es.

Se encogió de hombros.

—Oh sí, si tú lo dices. ¿Por qué decidiste traerme aquí? ¿De repente te preocupas por el bienestar de tu anciana madre?

—Fue idea de Papa.

Se echó a reír.

—Nunca fuiste un muchacho atento, oh caíd.

—Por lo que recuerdo tú tampoco fuiste una madre modelo. Por eso me pregunto por qué has aparecido de repente por aquí.

Volvió a inhalar de la narjilah.

—Argel es muy aburrido. He vivido allí la mayor parte de mi vida. Después de tu visita, supe que debía irme. Deseaba venir aquí, volver a ver la ciudad.

—¿Y verme a mí?

Se encogió de hombros otra vez.

—Sí, también.

—¿Y a Abu Adil? ¿Primero fuiste a su palacio, o todavía no has estado allí?

Eso era lo que en él oficio de policía llamamos un tiro a ciegas. Unas veces dan en el blanco, otras no.

—Ya no tengo nada que ver con ese hijo de puta —dijo, gruñendo.

Shaknahyi se habría sentido orgulloso de mí. Controlaba mis emociones bajo una expresión neutra.

—¿Qué ha significado Abu Adil para ti?

—Ese bastardo enfermo. No te importa, no es asunto tuyo.

Se concentró en su pipa de agua durante unos instantes.

—Está bien —dije—. Respetaré tus deseos, madre. ¿Puedo hacer algo por ti antes de irme?

—Todo es maravilloso. Lárgate y juega al protector de los inocentes. Ve a provocar a alguna pobre chica de la calle y piensa en mí.

Abrí la boca para devolverle una afilada respuesta, pero me controlé a tiempo.

—Si tienes hambre o necesitas algo, no tienes más que pedírselo a Youssef o Kmuzu. Que tengas un buen día.

—Que tu día sea próspero, oh caíd.

Cada vez que me llamaba así, lo hacía con voz irónica.

Asentí con la cabeza y salí de la habitación, cerrando la puerta con cuidado tras de mí. Kmuzu estaba en el vestíbulo justo donde lo había dejado. Era asquerosamente leal, casi le rasco detrás de las orejas. Faltó un minuto para que lo hiciera.

—Sería bueno que saludases al amo de la casa antes de que te vayas a la comisaría —me dijo.

—No necesito que me enseñes modales, Kmuzu. —Empezaba a cargarme—. ¿Insinúas que no conozco mis obligaciones?

—No insinúo nada, yaa Sidi. Son suposiciones tuyas.

—Seguro.

Es inútil discutir con un esclavo.

Friedlander Bey ya estaba en su despacho, sentado detrás de su gran escritorio, dándose masaje en las sienes con una mano. Vestía una almidonada túnica de seda amarilla y por encima de ella una camisa blanca, abotonada en el cuello y sin corbata. Sobre la camisa llevaba una americana de tweed en espiga que parecía muy cara. Sólo un viejo y reverenciado caíd podía vestir semejante traje. Pensé que le sentaba muy bien.

—Habib, Labib —llamó.

Habib y Labib son las Rocas Parlantes. El único modo de que acudan por separado es pronunciando uno de sus nombres. Existe la posibilidad de que uno de ellos parpadee. De no ser así, es casi imposible distinguirlos. En realidad no podría jurar que parpadean como respuesta a sus nombres. Deben de hacerlo sólo por diversión.

En el despacho, ambas Rocas Parlantes flanqueaban una silla de respaldo recto. En la silla me sorprendió ver al joven hijo de Umm Saad. Las Rocas tenían una mano en cada uno de los hombros de Saad, presionando y estrujando los huesos del muchacho. Estaba siendo interrogado. Yo había recibido el mismo trato y puedo asegurar que no tiene un pelo de divertido.

Papa me sonrió brevemente cuando entré en la habitación. No me saludó, sino que miró a Saad.

—Antes de venir a la ciudad —dijo en voz baja—, ¿dónde vivíais tú y tu madre?

—En muchos lugares —respondió Saad.

Había miedo en su voz.

Papa volvió a frotarse la frente. Bajó la vista hacia la superficie de la mesa, pero movió algunos dedos hacia las Rocas Parlantes. Los dos hombretones aferraron la espalda del muchacho. La sangre encendió el rostro de Saad y jadeó.

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