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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (29 page)

Parecía tan tímida y cohibida como cuando se me acercó en la calle.

—Oh caíd —dijo con voz temblorosa, dejando una cesta cubierta por una tela sobre mi mesa—, suplicamos a Alá tu recuperación.

—Pues ha dado resultado —dije con una sonrisa—, porque el doctor dice que saldré de aquí hoy.

—Alabado sea Dios —dijo la mujer. Se volvió hacia los que la acompañaban—. Estas personas son los padres de los niños, los niños que te piden limosna en las calles y en la comisaría. Te están agradecidos por tu generosidad.

Esos hombres y mujeres vivían en una pobreza que yo había conocido la mayor parte de mi vida. Lo curioso es que no se mostraban quisquillosos conmigo. Puede parecer ingrato, pero a veces sientes resentimiento hacia tus benefactores. Cuando era joven, conocí la humillación que a veces supone recibir caridad, sobre todo cuando estás tan desesperado que no te puedes permitir el lujo del orgullo.

Todo depende de la actitud de los donantes. Nunca olvidaré cómo odiaba la Navidad cuando era niño en Argel. Los cristianos del barrio solían reunir cestas de comida para mi madre, mi hermano pequeño y para mí. Luego venían a nuestra mísera casa y se paseaban sonrientes, orgullosos de su buena obra. Nos miraban a mi madre, a Hussain y a mí, esperando a que nos mostrásemos debidamente agradecidos. ¡Cuántas veces deseé no tener tanta hambre para arrojarle aquellos malditos alimentos enlatados a la cara!

Temía que esos padres sintieran lo mismo hacia mí. Quería que supieran que no tenían por qué hacer ninguna desmelenada demostración de preocuparse por mi bienestar.

—Me alegro de ayudarles, amigos. Pero en realidad, lo hago por motivos egoístas. El noble Corán dice: «Aquellos de vosotros que gastéis mucho, debéis velar por vuestros padres, parientes próximos, huérfanos, necesitados y peregrinos. Y todo el bien que vosotros hagáis, Alá lo sabrá». De modo que quizá si gasto unos cuantos kiams en una causa justa, me preparo para la noche en que me corra una juerga con las dos gemelas rubias de Hamburgo.

Un par de visitas sonrieron. Eso me relajó un poco.

—A pesar de eso —dijo la joven madre—, te damos las gracias.

—Hace menos de un año, no me iban muy bien las cosas. Comía de vez en cuando. A veces no tenía adonde ir y dormía en los parques y en los edificios abandonados. Desde entonces todo me ha salido bien y no hago más que devolver el favor. Recuerdo lo amables que fueron ciertas personas cuando estaba hundido.

En realidad, nada de eso era cierto, pero era caritativo.

—Ahora te dejamos, oh caíd —dijo la mujer—. Seguramente necesitarás descansar. Sólo queremos que sepas que si podemos hacer algo por ti, nos harías muy feliz.

La estudié de cerca, preguntándome si de verdad sentía lo que decía.

—Resulta que estoy buscando a dos tipos. On Cheung, el vendedor de bebés, y ese asesino de Paul Jawarski. Si alguien tiene alguna información le estaría muy agradecido.

Observé como intercambiaban miradas nerviosas. Nadie dijo nada. Como era de esperar.

—Que Alá te conceda paz y bienestar, caíd Marîd al—Amin —murmuró la mujer encaminándose hacia la puerta.

Me había ganado el epíteto. Me había llamado Marîd el digno de confianza.

—Allah yisallimak —respondí.

Me alegré de que se fueran.

Una hora más tarde, una enfermera me dijo que mi médico había firmado el alta. Perfecto. Llamé a Kmuzu y me trajo ropa limpia. Tenía la piel muy sensibilizada y me dolía al vestirme, pero me alegraba de irme a casa.

—Morgan, el americano, desea verte, yaa Sidi —dio Kmuzu—. Dice que tiene algo que contarte.

—Buenas noticias —dije.

Subí al sedán eléctrico y Kmuzu cerró la puerta de mi lado. Luego dio la vuelta alrededor del coche y se puso al volante.

—Debes ocuparte de algunos asuntos. En tu escritorio hay un considerable montón de dinero.

—Ah, sí, ya me lo imagino.

Debían de ser dos gruesos sobres con mi sueldo de Friedlander Bey, más mi parte del local de Chiri.

Kmuzu deslizó sobre mí una mirada furtiva.

—¿Tienes algún plan para ese dinero, yaa Sidi? Le sonreí.

—¿Por qué, quieres que apueste por algún caballo?

Kmuzu frunció el ceño. Recordé que no tenía sentido del humor.

—Tu riqueza ha aumentado. Con el dinero que has ganado mientras estabas en el hospital, tienes más de cien mil kiams, yaa Sidi. Con esa suma se podría hacer mucho bien.

—No sé cómo controlas mi saldo bancario, Kmuzu. —A veces era tan cordial que me olvidaba de que en realidad era un vulgar espía—. Tengo algunos planes para destinar el dinero a un buen fin. Una clínica gratuita en el Budayén, o quizá ofrecer comidas a los necesitados.

Le dejé alucinado.

—¡Eso es maravilloso y sorprendente! —dijo—. Lo apruebo de todo corazón.

—Me alegro —dije con amargura. Lo había estado pensando de verdad, pero no sabía por dónde empezar—. ¿Te gustaría estudiar la posibilidad? Eso de Abu Adil y Jawarski ocupa todo mi tiempo.

—Me hará más que feliz. No creo que tengas bastante para fundar una clínica, yaa Sidi, pero ofrecer comidas calientes a los pobres, eso sí que es un gesto encomiable.

—Espero que sea más que un gesto. Avísame cuando tengas preparado el proyecto y algunas cifras para echarle un vistazo.

Lo mejor de todo era que eso mantendría ocupado a Kmuzu y me dejaría en paz un tiempo.

Al entrar en casa, Youssef me sonrió y me hizo una reverencia.

—¡Bienvenido a casa, oh caíd!

Insistió en pelearse con Kmuzu por llevar mi maletín y los dos me siguieron por el pasillo.

—Aún están reconstruyendo tus habitaciones, yaa Sidi —dijo Kmuzu—. Te he instalado en una suite del ala este. En el primer piso, lejos de tu madre y de Umm Saad.

—Gracias, Kmuzu. —Ya empezaba a pensar en el trabajo que debía hacer. No podía perder más tiempo recuperándome—. ¿Está Morgan aquí o tengo que llamarle?

—Está en la antecámara del despacho —dijo Youssef—. ¿He hecho bien?

—Perfecto, Youssef. ¿Por qué no le devuelves la maleta a Kmuzu? Él la llevará a nuestros aposentos provisionales. Quiero que me acompañes al despacho personal de Friedlander Bey. ¿Crees que le importará que lo use mientras está en el hospital?

Youssef lo pensó un momento.

—No —dijo despacio—, no veo ningún problema.

Sonreí.

—Bueno, tengo que ocuparme de sus asuntos hasta que se recupere.

—Entonces, te dejo, yaa Sidi —dijo Kmuzu—. ¿Puedo empezar a trabajar en tu proyecto benéfico?

—Lo antes posible. Ve en paz.

—Que Dios te acompañe —dijo Kmuzu, dirigiéndose hacia el ala del servicio.

Yo fui con Youssef al despacho privado de Papa.

Youssef se detuvo en el umbral.

—¿Le digo al americano que entre? —pregunté.

—No, que espere un par de minutos. Necesito mi potenciador de inglés o no entenderé ni una palabra. ¿Te importa ir a buscarlo?

—Le dije dónde lo encontraría—. Cuando vuelvas puedes decirle a Morgan que pase.

—No faltaba más, oh caíd.

Youssef se apresuró a cumplir mi encargo.

Sentí un molesto escalofrío cuando me senté en la silla de Friedlander Bey, como si ocupara un lugar de naturaleza impía. No me hizo ninguna gracia. Por un lado, no tenía ningunas ganas de representar el papel de joven señor del crimen, ni siquiera de ocupar el puesto más legal de intermediario entre los poderes internacionales. Ahora estaba a merced de Papa, pero si Alá no remediaba su estado terminal, no tardaría en verme convertido en su sucesor. Y yo tenía otros planes para mi futuro.

Eché un vistazo a los papeles del escritorio de Papa, sin hallar nada indecente ni inculpatorio. Me disponía a hurgar en los cajones, cuando Youssef regresó.

—Te he traído la ristra entera, yaa Sidi.

—Gracias, Youssef, ahora por favor dile a Morgan que pase.

—Sí, oh caíd.

Empezaba a encontrarle el gusto a todo ese servilismo, mala señal.

Me enchufé el daddy de inglés en el preciso instante en que entraba el americano rubio.

—¿Como te va, tío? —dijo sonriendo—. Nunca había estado aquí. Tienes una casa preciosa.

—Friedlander Bey tiene una casa preciosa —dije, indicando a Morgan que se pusiera cómodo—. Yo sólo soy su chico de los recados.

Me recliné en la silla.

—¿Dónde está Jawarski?

La sonrisa de Morgan se desvaneció.

—Aún no lo sé, tío. He interrogado a todo el mundo, pero aún no tengo ni una pista. No creo que haya dejado la ciudad. Está en alguna parte, pero ha hecho un buen trabajo de ilusionismo, desapareciendo.

—Sí, tienes razón. Entonces, ¿cuáles son las buenas noticias?

Se rascó la barbilla prominente.

—Sé de alguien que conoce a alguien que trabaja para cierto negocio tapadera perteneciente a Reda Abu Adil. Es un turbio servició de entrega de paquetes. Sea como sea, ese tipo que mi amigo conoce ha oído a otra persona decir que Paul Jawarski quería su dinero. Parece como si tu amigo Abu Adil hubiera facilitado a Jawarski la salida de chirona.

—Murieron un par de guardias por ello, pero no creo que a Abu Adil le importe.

—Supongo que no. Así que Abu Adil contrató a Jawarski a través de su compañía de mensajeros para que viniera a la ciudad. No sé lo que pretendía Abu Adil, pero sé cuál es la especialidad de Jawarski. Mi amigo lo llama Escuela de Liquidaciones Jawarski.

—Y ahora Abu Adil se asegura de que Jawarski no dé ningún paso en falso.

—Eso creo.

Cerré los ojos y pensé en ello. Todo coincidía. No tenía ninguna prueba tangible de que Abu Adil hubiera contratado a Jawarski para asesinar a Shaknahyi, pero en mi corazón sabía que era cierto. También sabía que Jawarski había asesinado a Blanca y a las otras víctimas de la libreta de Shaknahyi. Y, como el teniente Hajjar trabajaba tanto para Friedlander Bey como para los tribunales de justicia, tenía pocas esperanzas de que la policía hiciera salir a Jawarski de su escondrijo. Incluso si lo hacía, Jawarski nunca sería procesado.

Abrí los ojos y miré a Morgan.

—Sigue buscando, amigo, porque no creo que nadie más lo haga.

—¿Dinero?

Le miré fijamente.

—¿Qué?

—¿Tienes algún dinero para mí?

Me levanté enfadado.

—¡No, no tengo ningún dinero para ti! Te dije que te pagaría los otros quinientos cuando encontrases a Jawarski. Ése fue el trato.

Morgan se puso en pie.

—Está bien, tío, no te lo tomes así.

Sentí vergüenza de mi arrebato.

—Lo siento, Morgan. No estoy furioso contigo. Es que este asunto me saca de quicio.

—Sí. Sé que eras un buen amigo de Shaknahyi. Está bien, seguiré investigando.

—Gracias, Morgan. —Le acompañé fuera del despacho y le mostré la puerta principal—. No dejaremos que se salgan con la suya.

—El crimen nunca paga, ¿no es cierto, tío?

Morgan sonrió y me dio una palmada en el hombro quemado. Me arrancó una mueca de dolor.

—Sí, tienes razón.

Caminé con él por el camino de grava. Quería alejarme de la casa y si me largaba ahora podría escapar sin que Kmuzu se me pegase como una lapa.

—¿Te apetece un paseo hasta el Budayén? —le dije.

—No, gracias. Tengo que resolver otros asuntos, tío. Te veré más tarde.

Volví hacia la casa y saqué el coche del garaje. Pensé en pasarme por mi club y ver si todavía existía.

Aún estaban las del tumo de día y sólo cinco o seis clientes. Indihar arrugó el ceño y desvió la mirada al verme. Decidí sentarme a una mesa en lugar de hacerlo en mi sitio habitual. Pualani se acercó a saludarme.

—¿Quieres una Muerte Blanca? —me preguntó.

—¿Muerte Blanca? ¿Qué es eso?

Encogió sus delgados hombros.

—Oh, así es como Chiri llama a esa horrible mezcla de ginebra y bingara que tú tomas.

—Sí, tráeme una Muerte Blanca.

No era mal nombre.

Brandi se movía en el escenario bailando música de propaganda sikh que de repente se había puesto muy de moda. La odiaba con toda mi alma. No me gusta escuchar discursos políticos, aunque tengan mucho ritmo y un pegadizo compás binario.

—Aquí tienes, jefe —dijo Pualani, dejando una servilleta de cóctel ante mí y depositando en ella un vaso alto—. ¿Te importa que me siente?

—¿Eh? Oh, claro que no.

—Quería preguntarte algo. Sabes, estoy pensando en operarme el cerebro para poder usar moddies.

Ladeó la cabeza y me dirigió una mirada escrutadora, como si yo no comprendiera lo que estaba tratando de decirme. No dijo nada más.

—Sí —dije por fin.

Con Pualani tenías que responder con monosílabos si no querías pasar el resto de tu vida atrapado en la misma conversación.

—Bueno, todo el mundo dice que tú sabes más que nadie sobre eso. Me preguntaba si podías recomendarme a alguien.

—¿Un cirujano?

—Aja.

—Bueno, hay un montón de doctores que te lo harán. La mayoría son de confianza.

Pualani frunció el ceño.

—Bueno, me preguntaba si podía acudir a tu médico en tu nombre.

—El doctor Lisan no tiene consulta privada. Pero su ayudante, el doctor Yeniknani, es un buen tipo.

Pualani me miró de soslayo.

—¿Me escribirías su nombre?

—Claro.

Escribí su nombre y su código telefónico en la servilleta de cóctel.

—¿Y también hace tetas?

—No lo creo, cielo.

Pualani ya había gastado una pequeña fortuna modificando su cuerpo. Tenía un adorable culo que había redondeado con silicona, pómulos acentuados con silicona, barbilla y nariz remodeladas e implantes de pecho. Tenía una figura devastadora y creo que era un error aumentar su busto, pero hace tiempo aprendí que no se puede razonar con las bailarinas en lo que respecta al tamaño de los pectorales.

—Oh, okay —dijo, obviamente contrariada.

Yo di un sorbo de mi Muerte Blanca. Pualani no dio muestras de marcharse. Dejé que continuara.

—¿Conoces a Indihar? —le preguntó.

—Sí.

—Bueno, tiene un montón de problemas. Está hecha polvo.

—Intenté hacerle un préstamo, pero no lo aceptó.

Pualani sacudió la cabeza.

—No, no aceptará un préstamo. Pero quizás puedas ayudarle de algún otro modo.

Entonces se levantó y caminó hasta la entrada del club y se sentó junto a una pareja de orientales con gorras de marinero.

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