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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Un guerrero de Marte (14 page)

—O de inanición —observé.

Nur An asintió con un gesto.

—Sin embargo —dijo—, desearía poder volver el tiempo suficiente para burlarme de ellos y ver la decepción cuando comprendieran que La Muerte no es tan horrible, después de todo.

—¡Qué río más poderoso! —añadió tras un momento de silencio— ¿Será afluente del Iss?

—Quizá sea el mismo Iss —dije.

—En tal caso, nos dirigimos al último y largo peregrinaje hacia el perdido mar de Korus en el valle Dor —dijo Nur An con aspecto fúnebre—. Puede que sea un lugar encantador, pero no quiero ir allí todavía.

—Es un lugar de horror —repliqué.

—¡Calla! —me previno— ¡Eso es sacrilegio!

—No lo es, desde que John Carter y Tars Tarkas alzaron el velo dei secreto del valle Dor y desvelaron el mito de Issus, Diosa de la Vida Eterna.

Pero Nur An siguió mostrándose escéptico, incluso después de que le conté toda la trágica historia de los falsos dioses de Marte, hasta ese punto están tejidas las supersticiones de la religión con las fibras de nuestro ser.

Los dos estábamos muy fatigados después de nuestra lucha con la fuerte corriente del río y, quizá también, por la reacción tras el choque nervioso de la durísima experiencia por la que habíamos pasado. Así, pues, nos quedamos tumbados, descansando sobre la orilla rocosa del río del misterio. En un momento dado, nuestra conversación derivó hacia lo que imperaba en nuestras mentes y que no nos atrevíamos a mencionar la suerte que habrían corrido Tavia y Phao.

—¡Ojalá las condenen también a La Muerte! —dije—. Porque entonces podríamos estar con ellas y protegerlas.

—Me temo que no volveremos a verlas —respondió Nur An con acento lúgubre—. ¡Qué cruel destino encontrar a Phao sólo para perderla de nuevo inevitablemente y de forma tan rápida!

—Desde luego, es una extraña broma del destino que después de que Tul Axtar te la robara, él la perdiera también y tú la encontraras en Tjanath.

Me miró un instante con expresión de asombro, pero luego se aclaró su rostro.

—Phao no es la mujer de la que te hablé en el calabozo de Tjanath —dijo—. A Phao la quise mucho antes; ella fue mi primer amor. Después de perderla pensé que no volvería a interesarme ninguna otra mujer, pero otra entró en mi vida y sabiendo que Phao se había ido para siempre, encontré consuelo en mi nuevo amor, pero ahora me doy cuenta de que no es lo mismo, de que ningún amor puede desplazar al que sentí por Phao.

—La perdiste irremediablemente una vez —le recordé—, pero la encontraste de nuevo; quizá la encuentres una vez más.

—¡Ojalá pudiera compartir tu optimismo! —dijo.

—Tenemos muy poco más para sentirnos optimistas —le recordé.

—Tienes razón —dijo, y se echó a reír mientras añadía—. ¡Seguimos estando vivos!

Ahora, descansados ya, caminamos por la orilla siguiendo la corriente del río, ya que habíamos decidido seguir esa dirección aunque sólo fuera porque era más fácil ir cuesta abajo que arriba. No teníamos ni la más ligera idea de hacia dónde nos llevaría; tal vez a Korus; quizá a Omean, el mar enterrado donde yacían los barcos de los primogénitos.

Trepamos por las grandes piedras caídas y seguimos avanzando por senderos de suave grava, bastante al azar, sin saber a dónde nos dirigíamos ni qué meta tratábamos de alcanzar. Había una vegetación rala y grotesca, casi incolora por escasez de luz solar. Veíamos algunas plantas arbóreas con extrañas ramas angulares que se encogían al menor toque y, lo mismo que los árboles no parecían árboles, había capullos que no semejaban flores. Era un mundo tan distinto del mundo real como las criaturas de la imaginación difieren de la realidad.

Pero cualquier pensamiento que pudiera tener sobre la flora de esta extraña tierra terminó repentinamente al dar la vuelta a un promontorio que se alzaba ante nosotros y nos encontramos cara a cara con el ser más espantoso que habían visto mis ojos. Era un enorme lagarto blanco dotado de unas quijadas tan grandes como para tragarse a un hombre de una sola vez. Al vernos emitió un silbido de ira y avanzó amenazador a nuestro encuentro.

Desarmados y absolutamente a merced de aquella criatura que nos atacaba pusimos en práctica el único plan que nos podía dictar la inteligencia: retirarnos. No me avergüenza confesar que lo hicimos con toda rapidez.

Corriendo con todas nuestras fuerzas, dimos la vuelta al promontorio y nos alejamos rápidamente de la orilla del río. El suelo de la caverna ascendía bruscamente y al trepar dirigí la vista atrás varias veces para ver qué acción emprendía nuestro perseguidor. Ahora estaba plenamente a la vista ya que también había dado la vuelta al promontorio y miraba a un lado y otro como si nos buscara. No parecía vernos, aunque no estábamos lejos y pronto llegué al convencimiento de que le fallaba la vista; pero como no deseaba depender de esto, seguí trepando hasta que llegamos a la cúspide del promontorio; al mirar al otro lado vi una considerable franja de grava suave que se extendía hasta difuminarse en la distancia siguiendo la orilla del río. Pensé que si lográramos descender por el lado opuesto de la barrera y alcanzar el nivel de la grava podríamos eludir la atención del enorme monstruo. Un vistazo final me demostró que seguía allí, mirando atentamente en una dirección y luego en la otra, como si nos buscara.

Nur An se había pegado a mis talones y nos deslizamos juntos por el borde de la escarpada cresta y aunque las rocas nos produjeron grandes arañazos, logramos alcanzar la grava por la que, tras haber escapado de, nuestra amenaza, corrimos río abajo. Apenas habíamos dado cincuenta pasos cuando Nur An tropezó con un obstáculo y yo me incliné para ayudarle a levantarse y entonces vi que el objeto que le hizo caer era el correaje casi podrido de un guerrero; un instante después vi que la empuñadura de una espada sobresalía de la grava. La arranqué del suelo. Era una buena espada larga y puedo decirles que la sensación de tenerla en la mano hizo más por restablecer mi autoconfianza que cualquier otra cosa. Al ser de metal no corrosivo, como toda las armas barsoonianas, la espada seguía en tan buenas condiciones como cuando su dueño la abandonó.

—¡Mira! —dijo Nur An.

Seguí su indicación y vi, a poca distancia, otro correaje y otra espada. Esta vez había dos: una corta y una larga, de las que se apoderó Nur An.

Siempre he pensado que pocas cosas hay en Barsoom de las que tengan que huir dos guerreros bien armados.

Mientras seguíamos andando por la franja nivelada de grava tratábamos de solventar el misterio de las armas abandonadas, misterio que se hizo más profundo con el descubrimiento de muchas más. En algunos casos, el correaje se había podrido por completo, sin dejar otra cosa que las partes metálicas, mientras que en otros estaba, comparativamente, en buenas condiciones, casi nuevo. Descubrí un montículo blanco delante de nosotros, pero a la difusa luz de la caverna no pude determinar de qué se trataba. Cuando lo descubrimos nos sentimos poseídos por el horror: el montículo eran huesos y cráneos humanos. Y fue entonces, finalmente, cuando creí haber hallado la solución al misterio de los correajes y armas abandonados. Ésta era la guarida del gigantesco lagarto. Era aquí a donde traía el peaje cobrado a las infelices criaturas que pasaban río abajo, pero la cuestión era cómo habían llegado aquí los hombres armados. A nosotros nos habían arrojado a la caverna sin armas y tenía la seguridad de que igual habría sucedido con todos los prisioneros condenados de Tjanath. ¿De dónde vinieron los otros? No lo sé y, sin duda, nunca lo sabré. Era un misterio de principio a fin y seguiría siéndolo hasta el final.

A medida que avanzábamos íbamos encontrando correajes y armas desperdigados por todas partes, pero los correajes abundaban infinitamente más que las armas.

Yo había añadido una espada corta de calidad a mi equipo, además de una daga, igual que Nur An, y me había inclinado para examinar otra arma que habíamos encontrado, una espada corta con empuñadura y guarda bellamente ornamentadas, cuando Nur An lanzó una exclamación de aviso.

—¡En guardia! —gritó— ¡Hadron, ahí viene!

Me erguí de un salto y di la vuelta, con la espada corta en la mano y vi que el enorme lagarto blanco se lanzaba a considerable velocidad sobre nosotros con las enormes mandíbulas abiertas al tiempo que silbaba aterradoramente. Era una visión horrible, que hubiera hecho que más de un valiente se diera la vuelta y echara a correr, lo que, sin duda, hicieron casi todas sus víctimas; pero aquí había dos que no pensaban en huir. Quizá por estar tan cerca nos dimos cuenta de la futilidad de una huida sin pensarlo bien; fuera lo que fuera, allí nos quedamos: Nur An con su larga espada en la mano, yo con la corta espada curva ornamentada que había estado examinando, aunque me di cuenta instantáneamente de que no era aquella el arma apropiada para defenderme de la enorme bestia.

Pero no podía soportar la idea de desprenderme de un arma que ya empuñaba, sobre todo teniendo en cuenta una proeza mía de la que me sentía muy orgulloso.

En Helium, oficiales y paisanos suelen apostar grandes sumas sobre la precisión con que pueden lanzar dagas y espadas cortas, y he presenciado cómo importantes cantidades de dinero cambian de manos en una hora, pero mi maestría era tal que había elevado considerablemente lo que percibía por mi paga al ganar los torneos, hasta que mi fama se extendió de tal manera que no conseguía encontrar quien estuviera dispuesto a medir su habilidad frente a la mía.

Jamás había lanzado un arma con una plegaria más ardiente por la precisión de mi lanzamiento que ahora, al enviar rápidamente la espada corta contra las fauces abiertas del lagarto que se acercaba. No fue un buen lanzamiento, en Helium hubiera perdido dinero, pero en este caso, creo que salvé mi vida. La espada, en vez de surcar el aire en línea recta, con la punta por delante como debería haber sucedido, giró lentamente hacia arriba hasta que se desplazó en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, con la punta hacia delante y abajo. En esta posición, la punta golpeó justo dentro de la quijada inferior de la bestia, mientras que la pesada empuñadura, arrastrada por el impulso, se alojó en el paladar del monstruo.

Se quedó instantáneamente inerme: la punta de la espada había atravesado la lengua hasta llegar a la sustancia ósea de su mandíbula inferior, al tiempo que la empuñadura se alojaba en el cielo de la boca detrás de los aterradores colmillos. No pudo quitarse la espada, ni adelante ni atrás y por un momento se detuvo con un silbido desmayado; al tiempo, Nur An y yo saltamos a los lados opuestos de su enorme cuerpo blanco. Trató de defenderse con la cola y las garras, pero fuimos más rápidos y en un momento estaba tumbado en un charco de su propia sangre púrpura con la reacción muscular espasmódica final de la muerte.

Había algo particularmente desagradable y repelente en relación con la purpúrea sangre de la bestia, no sólo en su aspecto, sino en su olor casi nauseabundo, por lo que Nur An y yo no tardamos un momento en abandonar el escenario de nuestra victoria. Lavamos en el río nuestras espadas y seguimos nuestra infructuosa búsqueda.

Cuando lavábamos las hojas de las espadas observamos la presencia de peces en el río, por lo que después de poner una distancia aconsejable entre la guarida del lagarto y nosotros, determinamos dedicar nuestras energías, un rato al menos, en llenar las mochilas y satisfacer nuestro apetito.

Ninguno de los dos había pescado nunca ni comido uno de aquellos peces, pero habíamos oído decir que eran comestibles. Siendo espadachines consideramos, naturalmente, que nuestras espadas eran los mejores medios para procurarnos alimento, así es que vadeamos el río blandiendo las espadas largas, dispuestos a matar peces hasta el hartazgo, pero no conseguimos acercarnos a ellos. Podíamos verlos por todas partes, pero no al alcance de nuestras espadas.

—Quizá los peces no sean tan tontos como parecen —dijo Nur An—. Quizá vean que nos acercamos y se pregunten el porqué.

—Creo que tienes razón —contesté—. Supón que intentamos alguna estrategia.

—¿Cuál? —preguntó.

—Ven conmigo y volvamos a la orilla.

Tras una corta búsqueda aguas abajo encontré una roca que sobresalía por encima del agua.

—Nos tumbaremos aquí a ratos, con los ojos fijos en la punta de nuestra espada por encima de la orilla. No podemos hablar ni movernos o asustaremos a los peces. Quizá de este modo consigamos alguno —concluí, dando por terminada la idea de hacer una matanza general.

Para mi satisfacción, el plan dio resultado y no pasó mucho tiempo antes de que cada cual hubiera conseguido un gran pez.

Naturalmente, como el resto de las personas, preferimos los alimentos cocinados, pero siendo guerreros estamos acostumbrados a una u otra cosa, por lo que rompimos nuestro largo ayuno con pescado crudo del río del misterio.

Tanto Nur An como yo nos sentimos recuperados y fortalecidos con nuestra comida, por muy poco sabrosa que hubiera sido. Había pasado algún tiempo desde la última vez que dormimos y aunque no teníamos la menor idea de si sería de noche en el exterior, en la superficie de Barsoom, o si había amanecido ya decidimos que lo mejor sería descabezar un sueñecito, por lo que Nur An se tumbó donde estábamos mientras yo montaba la guardia. Yo ocupé su sitio cuando despertó. Creo que ninguno de los dos durmió más de una zode, pero el descanso nos sentó tan bien como la comida que habíamos ingerido y estoy seguro de que nunca me he sentido tan en buena forma que cuando reanudamos nuestro viaje sin meta fija.

No sé cuánto tiempo estuvimos viajando después de dormir, porque el camino se había hecho muy monótono, con escasas oportunidades para contemplar el apenas iluminado paisaje que nos rodeaba y sólo el incesante murmullo del río y el silbido del viento nos hacían compañía.

Nur An fue el primero en observar un cambio: me cogió del brazo y señaló ante sí. Yo debía haber caminado con los ojos en el suelo delante de mí, pues, de lo contrario, hubiera advertido lo mismo simultáneamente.

—¡Es de día! —exclamé— Es el sol.

—No puede ser ninguna otra cosa —dijo.

Allí, justo delante de nosotros, había una gran arcada iluminada. Eso era todo lo que podíamos ver desde el punto donde la habíamos descubierto, pero ahora nos apresuramos a acercarnos, casi a la carrera, tan ansiosos estábamos de encontrar una solución, tan confiados en que, desde luego, era la luz solar y que de alguna forma inexplicable y misteriosa el río se había abierto camino hasta la superficie de Barsoom. Sabía que no podía ser verdad y también Nur An lo sabía, y éramos conscientes de lo grande que sería nuestro desencanto cuando se nos revelara la verdadera explicación del fenómeno.

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