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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Un guerrero de Marte (17 page)

Llevaban unos grilletes con los que nos ataron las muñecas a la espalda. No dijeron una palabra, pero uno de ellos nos indicó por gestos que les siguiéramos y, al salir de la habitación, el segundo guerrero se colocó detrás. Entramos en silencio en una pina rampa en espiral que descendía hasta el cuerpo principal del palacio, pero nuestros guardianes nos condujeron más abajo aún, hasta que comprendí que nos encontrábamos en las mazmorras situadas debajo del palacio.

¡Las mazmorras! Me acometió un temblor interno; prefería muchísimo más la torre porque desde siempre había sentido un horror innato por las mazmorras. Quizá éstas serían oscuras al máximo y sin duda pobladas de ratas y lagartos.

La rampa terminaba en una habitación lujosamente decorada en la que estaba reunido el mismo grupo de hombres y mujeres que habían participado en el banquete con nosotros horas antes. También estaba Ghron, sentado en el trono. Esta vez no sonrió al entrar nosotros en el salón. No pareció darse cuenta de nuestra presencia. Permanecía sentado, inclinado hacia delante, con los ojos fijos en algo que estaba en el extremo opuesto del salón sobre el que se cernía un denso silencio súbitamente roto por un penetrante grito de agonía, preludio de toda una serie de aullidos similares.

Miré en dirección a los gritos, la dirección en la que estaba clavada la mirada de Ghron y vi a una mujer desnuda, encadenada a una parrilla situada delante de un fuego vivo. Era evidente que la acababan de colocar allí al entrar nosotros en el salón y que fue suyo el primer grito de agonía que atrajo mi atención.

Al volver mis ojos a los presentes vi que la mayoría de las jóvenes sentadas allí miraban al frente, con los ojos fijos llenos de horror en la terrible escena. No creo que disfrutaran con ella; sabía que no. También ellas eran víctimas indefensas de las crueles fantasías de la mente enferma de Ghron, pero, igual que la pobre criatura sujeta a la parrilla, estaban indefensas.

Además de la tortura propiamente dicha, la más diabólica concepción de la mente que la había ordenado, estaba el profundo silencio de todos los espectadores que hacía resaltar aún más los gritos y lamentos de la víctima torturada que, evidentemente, alcanzaban su máxima eficacia en el enloquecido cerebro del jed.

El espectáculo hacía enfermar. Desvié la vista y, en ese momento, uno de los guerreros que nos habían escoltado me tocó en el brazo y me hizo señas de que le siguiera.

Me condujo a otra habitación en la que fui testigo de una escena infinitamente más terrible que el asado de una víctima humana. No puedo describirla; el mero hecho de pensar en ella es una tortura para mi memoria. Mucho antes de llegar a la habitación oí los gritos y juramentos de quienes en ella se encontraban. Sin pronunciar una sola palabra, el guardián nos empujó al interior. Era la cámara de los horrores, donde el jed de Ghasta estaba creando deformidades anormales para su cruel baile de tullidos.

Siempre en silencio, nos condujeron de este horrible lugar a una habitación lujosamente amueblada de la planta superior. Tendidas en los divanes estaban dos de las hermosas muchachas que nos habían dado la bienvenida a Ghasta.

Por primera vez desde que salimos de nuestra habitación en la torre, uno de nuestros escoltas rompió el silencio.

—Ellas te explicarán —dijo señalando a las muchachas—. No intentes escapar. Esta es la única salida de esta habitación y estaremos de guardia fuera.

Entonces nos quitó los grilletes y salió de la habitación con su compañero, cerrando la puerta a sus espaldas.

Una de las ocupantes de la habitación era la muchacha que se sentó a mi derecha durante el banquete. La encontraba graciosa e inteligente en grado sumo y a ella me volví ahora.

—¿Qué significa todo esto? —pregunté— ¿Por qué nos han hecho prisioneros? ¿Por qué nos han traído aquí?

Me hizo señas para que me acercara al diván donde estaba reclinada y me hizo sitio para que me sentara a su lado.

—Lo que has visto esta noche —dijo— representan los tres destinos que guardan para ti. Le has gustado a Ghron y te da a elegir.

—No acabo de entenderlo —dije.

—¿Has visto a la víctima de la parrilla? —preguntó.

—Sí.

—¿Te gustaría sufrir eso mismo?

—Lo dudo.

—¿Viste los desgraciados doblados y rotos para la danza de los tullidos? —siguió.

—Los vi —contesté.

—Y ahora estás viendo esta habitación tan lujosa, y a mí. ¿Qué eliges?

—No puedo creer que la alternativa final sea sin condiciones —repliqué— lo que podría hacer que pareciera menos atractiva de lo que parece ahora ya que, de lo contrario, no habría discusión sobre lo que se puede elegir.

—Estás en lo cierto —dijo ella—. Hay ciertas condiciones.

—¿Cuáles son? —pregunté.

—Te nombrarán oficial del palacio del jed y, como tal, tendrás que realizar torturas semejantes a las que viste en las mazmorras del palacio. Tendrás que satisfacer cualquier capricho que tenga tu amo.

Me erguí cuanto pude.

—Elijo el fuego —repliqué.

—Sabía que lo harías —dijo ella con tristeza—, aunque tenía la esperanza de que no fuera así.

—No es por ti —me apresuré a aclarar—, es por las otras condiciones, que un hombre de honor no podría aceptar.

—Lo sé —afirmó ella— y si las hubieras aceptado, te hubiera despreciado en su momento, como hice con los demás.

—¿Eres desgraciada aquí? —pregunté.

—Desde luego —respondió—. ¿Quién, de no ser un maníaco, podría ser feliz en este horrible lugar? Hay unas seiscientas personas en la ciudad y ni una de ellas conoce la felicidad. Un centenar formamos la corte del jed; los demás son esclavos. En realidad, todos somos esclavos, sujetos a los deseos malignos o caprichos del maniaco que es nuestro amo.

—¿Y no hay forma de escapar?

—Ninguna.

—Yo me escaparé —dije.

—¿Cómo?

—El fuego —contesté.

Ella se estremeció.

—No sé por qué me preocupa tanto —musitó—, como no sea porque me gustaste desde el principio. Incluso estaba ayudando a tenderte el anzuelo para que entraras en la ciudad de la araña humana de Ghasta, deseaba poder avisarte para que no lo hicieras, pero estaba asustada, como estoy asustada de morir. Desearía tener tu valor para escapar a través del fuego.

Me volví a Nur An, quien había estado escuchando nuestra conversación.

—¿Has decidido algo? —pregunté.

—Desde luego —respondió—. No hay más que una decisión para un hombre de honor.

—¡Bien! —exclamé, y me volví a la joven— ¿Informarás a Ghron de nuestra decisión? —le pregunté.

—Espera —dijo ella—, solicita tiempo para considerar el asunto. Sé que al final seguirás pensando igual, pero… ¡Oh! sigue habiendo dentro de mí un germen de esperanza que ni siquiera la máxima desesperanza puede destruir.

—Tienes razón —convine—, la esperanza siempre queda. Dejémosle pensar que casi me has convencido para aceptar la vida de lujo y facilidades que me ha ofrecido como alternativa a la muerte o la tortura y que si te concede más tiempo podrás tener éxito. Entretanto, podemos elaborar algún plan de escape.

—Nunca —dijo ella.

CAPÍTULO IX

Phor Tak de Jhama

De vuelta a nuestro alojamiento en la torre de la chimenea, Nur An y yo discutimos los planes de fuga más alocados que tenían cabida en nuestras mentes. Por alguna razón, no nos habían vuelto a poner los grilletes, lo que nos daba, cuando menos, tanta libertad de acción como la que nos permitía la habitación y pueden estar seguros de que la aprovechamos al máximo, examinando minucigsamente cada centímetro cuadrado del suelo y las paredes hasta donde podíamos alcanzar; sin embargo, nuestros esfuerzos combinados no sirvieron para revelar cualquier medio de elevación del tabique que cerraba la única vía de escape de nuestra prisión, con la excepción de la ventana que, pese a estar fuertemente enrejada y a unos sesenta metros por encima del suelo no había sido eliminada, en absoluto, de nuestros planes.

Las gruesas barras verticales que protegían la ventana soportaron nuestros esfuerzos combinados para tratar de doblarlas, pese a que Nur An era un hombre poderoso y yo siempre he sido alabado por mi desarrollo muscular. Las barras estaban demasiado próximas entre sí como para permitir el paso de un cuerpo humano, pero si consiguiéramos quitar una quedaría una abertura de gran tamaño; sin embargo, ¿qué finalidad perseguíamos? Quizá en la mente de Nur An había la misma respuesta que en la mía: que abandonada toda esperanza y sin más alternativa que el fuego en la parrilla, cuando menos podríamos defraudar a Ghron lanzándonos por la ventana al exterior, allá abajo.

Pero, fuera cual fuera el final que cada uno contemplábamos, él se guardó el suyo y cuando empecé a escarbar con la punta de la hebilla de mi correaje en el cemento que sostenía por abajo una de las barras, Nur Am, sin hacer preguntas, se puso a trabajar de igual modo en la parte alta de la misma barra. Trabajamos en silencio y con escaso miedo a que nos descubrieran, ya que nadie había entrado en la prisión desde que nos encarcelaron en ella. Una vez al día elevaban el tabique unos centímetros y nos deslizaban la comida por la abertura, pero nunca vimos a la persona que la traía ni nadie se comunicó con nosotros desde el momento en que los guardias nos condujeron al palacio la primera noche hasta el momento en que, finalmente, logramos desencajar la barra que ahora podía retirar fácilmente de su lugar.

Nunca olvidaré la impaciencia con la que aguardamos a que llegara la noche para sacar la barra e investigar la superficie del exterior de la torre, porque se me había ocurrido que podía ofrecer un medio para descender hasta la calle, o quizá hasta el tejado del edificio sobre el que se elevaba, desde donde podríamos confiar en abrirnos camino, sin ser descubiertos, hasta la cima de la muralla que rodeaba la ciudad. En vista de cuya posibilidad, ya había proyectado hacer tiras con el tejido que cubría las paredes de nuestra celda para fabricar una cuerda por la que pudiéramos descender al suelo, más allá de las murallas.

A medida que iba oscureciendo empecé a darme cuenta de lo alto que había llegado en mis esperanzas sobre la idea concebida. Ya me parecía tan buena que la habíamos realizado, sobre todo cuando utilicé la cuerda al máximo de su alcance, lo que incluía hacerla lo bastante larga para que alcanzara desde nuestra ventana hasta el pie de la torre. De este modo se superaría cualquier obstáculo. Y fue entonces, justo al anochecer, cuando expliqué mi plan a Nur An.

—¡Estupendo! —exclamó— Vamos a empezar a fabricar la cuerda ahora mismo. Ya sabemos lo fuerte que es el tejido y que un solo hilo sería capaz de soportar nuestro peso. En una sola pared hay bastante para hacer la cuerda que precisamos.

El éxito parecía casi asegurado cuando empezamos a descolgar la tela de una de las paredes más grandes, pero aquí nos topamos con el primer obstáculo. El tejido estaba sujeto, por arriba y por abajo, con clavos de grandes cabezas colocados muy próximos entre sí y que soportaron cuantos esfuerzos hicimos por soltarlos. La sorprendente tela, sutil y ligera de peso, parecía totalmente indestructible y ya estábamos al límite de nuestras fuerzas cuando tuvimos que admitir la derrota.

Había caído ya la rápida noche barsoomiana y ahora podíamos, con comparativa seguridad, retirar la barra de la ventana y hacer un reconocimiento, por primera vez, más allá de los límites restringidos de nuestra celda, pero ahora la esperanza que teníamos era escasa y fue con poca confianza en mejorarla que me alcé sobre el alféizar y saqué la cabeza y los hombros por la abertura.

Allá abajo estaba, sombría, la deprimente ciudad, con su negrura apenas subrayada por unas pocas luces débiles, la mayoría de las cuales brillaban en las ventanas del palacio. Pasé la palma de la mano por la superficie de la torre hasta donde alcanzaba con el brazo y el corazón se hundió aún más en mi pecho. La superficie era de roca volcánica pulimentada, lisa como un espejo, perfectamente tallada y encajada y no ofrecía el menor asidero —en realidad, hasta un insecto hubiera tenido dificultades para posarse en ella.

—No hay nada que hacer—dije volviendo a la habitación—. La torre está más lisa que un seno femenino.

—¿Y qué hay arriba? —preguntó Nur An.

Me incliné de nuevo al exterior, esta vez mirando hacia arriba. Justo por encima de mí estaban los aleros de la torre —nuestra celda estaba en lo más alto del edificio. Algo me impulsó a investigar en aquella dirección: quizá un impulso alocado, hijo de la desesperación.

—Sujétame por los tobillos, Nur An —dije— y, en nombre de mi primer antepasado, ¡no me sueltes!

Agarrándome a dos de las barras que quedaban me elevé hasta quedar de pie en el alféizar de la ventana, con Nur An fuertemente aferrado a mis tobillos. Podía alcanzar la parte alta de los aleros extendiendo los dedos. Bajando de nuevo al alféizar musité a Nur An:

—Voy a tratar de alcanzar el tejado de la torre.

—¿Por qué?

—No lo sé —admití, echándome a reír—, pero algo en mi subconsciente parece insistir en que lo haga.

—Si te caes, te habrás escapado del fuego —dijo él— y yo te seguiré. ¡Buena suerte, amigo mío de Hastor!

Me alcé de nuevo a mi posición de pie en el alféizar y alcé los brazos hasta que mis dedos engarfiados se aferraron por encima del alero del elevado tejado. Lentamente me fui izando; por debajo de mí, a más de sesenta metros, estaban el tejado del palacio… y la muerte. Soy muy fuerte; sólo un hombre muy fuerte podía confiar en tener éxito porque, en el mejor de los casos, mi asidero al tejado plano por encima de mí era precario, pero, por fin, conseguí pasar el brazo por encima hasta que, finalmente, me quedé tendido, con la respiración entrecortada, sobre el resalte de basalto que coronaba la esbelta torre.

Descansé unos instantes y me puse de pie. La loca y apasionada Thuria corría por el cielo sin nubes; Cluros, su frío cónyuge, describía su círculo a distancia, espléndidamente aislado; allá abajo estaba el valle de Hohr como si fuera un país encantado de los antiguos romances; por encima de mí se alzaba la oscura escollera que encerraba este mundo de locos.

Repentinamente me golpeó el rostro un soplo de aire caliente, lo que trajo a mi mente la imagen de lo que estaba sucediendo allá abajo, en las mazmorras de Ghasta: una orgía de torturas. De la negra boca de la chimenea que había detrás de mí me llegó, atenuado, un aullido de terror. Me estremecí, pero mi atención estaba centrada en la abertura a la que me estaba acercando. Unas olas de calor casi insoportables ascendían de la boca de la chimenea. Había poco humo, tan perfecta era la combustión, pero el que salía se dispersaba en el aire a una velocidad terrorífica. Daba la sensación de que si me arrojara a él sería transportado a larga distancia.

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