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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

Veneno Mortal (30 page)

»Mientras viviera la señora Wrayburn, estaría a salvo, porque solo tenía que pagarle lo necesario para cubrir sus gastos y los del mantenimiento de su casa. Lo cierto es que todos los gastos de la casa y demás los solucionaba él en calidad de administrador con poder notarial; él pagaba los sueldos, y en tanto en cuanto cumplía, nadie tenía por qué preguntarle qué hacía con el capital, pero en cuanto muriera la señora Wrayburn tendría que rendir cuentas al otro heredero, Philip Boyes, del capital que había malversado.

»En 1929, justo cuando Philip Boyes se peleó con la señorita Vane, la señora Wrayburn sufrió un grave ataque y estuvo a punto de morir. Pasó el peligro, pero podía repetirse en cualquier momento. Casi inmediatamente después vemos que Urquhart empieza a hacerse amigo de Philip Boyes y a invitarlo a su casa. Mientras vive con Urquhart, Boyes sufre tres indisposiciones, que su médico atribuye a la gastritis, pero que también pueden ser consecuencia de envenenamiento con arsénico. En junio de 1929 Philip Boyes se marcha a Gales y su salud mejora.

»Durante su ausencia, la señora Wrayburn sufre otro ataque preocupante, y Urquhart acude enseguida a Windle, posiblemente con la idea de destruir el testamento por si acaso ocurre lo peor. No es así, y regresa a Londres, a tiempo de recibir a Boyes a su vuelta de Gales. Esa noche Boyes cae enfermo, con síntomas semejantes a los de la primavera anterior, pero mucho más fuertes, y muere al cabo de tres días.

»Urquhart está completamente a salvo. Como legatario del remanente, a la muerte de la señora Wrayburn recibirá todo el dinero legado a Boyes, mejor dicho, no lo recibirá, porque ya se lo ha apropiado y lo ha perdido, pero ya no le exigirán que rinda cuentas de él y no se descubrirán sus transacciones fraudulentas.

»Hasta este punto, las pruebas en cuanto al móvil son extraordinariamente contundentes, y mucho más convincentes que las de la acusación contra la señorita Vane.

»Pero ahora nos encontramos con una pega, Wimsey. ¿Dónde y cómo fue administrado el veneno? Sabemos que la señorita Vane tenía arsénico en su poder y que se lo podría haber dado fácilmente a Boyes sin testigos, pero la única oportunidad de Urquhart fue en la cena que compartió con Boyes, y si tenemos alguna certeza en este caso es que el veneno no fue administrado durante la cena. Todo lo que comió y bebió Boyes lo comieron y bebieron también Urquhart y las criadas, con la única excepción del borgoña, que fue guardado y analizado y resultó inocuo.

–Sí, lo sé, pero precisamente eso es lo sospechoso. ¿Cuándo se ha visto una cena rodeada de tantas precauciones? No es normal, Charles. Tenemos el jerez, que sirvió la doncella directamente de la botella; la sopa, el pescado y el pollo guisado: imposible envenenar una parte sin envenenarlo todo; la tortilla, preparada espectacularmente en la mesa por la víctima con sus propias manos; la botella de vino, tapada y marcada (el resto se consumió en la cocina)… Cualquiera diría que ese tipo se había tomado demasiadas molestias para preparar una comida a prueba de toda sospecha. El vino es el toque final, lo que resta credibilidad al asunto. ¿Vas a decirme que en los primeros momentos, cuando todo el mundo supone que la enfermedad es natural, y cuando el cariñoso primo debía de estar preocupado por el enfermo, es normal o creíble que a una persona inocente le dé por pensar en acusaciones de envenenamiento? Si Urquhart era inocente, entonces es que sospechaba algo. Y si sospechaba algo, ¿por qué no se lo dijo al médico y se analizaron las secreciones del paciente y demás? ¿Por qué tuvo que pensar en protegerse de acusaciones cuando nadie lo había acusado de nada, a menos que supiera que una acusación estaría justificada? Y, además, la historia de la enfermera.

–Exacto. La enfermera tenía sus sospechas.

–Si Urquhart lo sabía, tendría que haber tomado medidas para refutarlas debidamente, pero no creo que lo supiera. Me refiero a lo que nos has dicho hoy. La policía se ha vuelto a poner en contacto con la enfermera, la señorita Williams, y les ha dicho que Norman Urquhart evitó a toda costa quedarse a solas con el paciente y darle medicinas o comida, ni siquiera cuando ella estaba presente. ¿No expresa eso mala conciencia?

–Peter, ningún abogado ni ningún jurado se lo va a creer.

–Sí, pero un momento, ¿no te parece raro? Escuche esto, señorita Murchison. Un día la enfermera estaba haciendo no sé qué en la habitación, y el medicamento estaba en la repisa de la chimenea. Dijo algo al respecto y Boyes contestó: «No se moleste, enfermera. Norman puede darme mi droga». ¿Acaso le dice Norman: «¡Claro, muchacho!», como haríamos usted o yo? ¡No! Le dice: «No, mejor que lo haga la enfermera… Yo igual lo estropeo todo». Poco convincente, ¿no?

–A muchas personas les pone nerviosas cuidar a los enfermos –replicó la señorita Murchison.

–Sí, pero la mayoría de las personas pueden echar en un vaso el contenido de un frasco. Boyes no estaba in extremis. Hablaba razonando y demás. Yo digo que Urquhart se estaba protegiendo.

–Es posible, muchacho, pero en definitiva, ¿cuándo le administró el veneno? –preguntó Parker.

–Es probable que no durante la cena –contestó la señorita Murchison–. Como usted dice, las precauciones parecen evidentes. Quizá la intención era que la gente se centrase en la cena y pasara por alto otras posibilidades. ¿Tomó un whisky o algo cuando llegó o antes de salir?

–Ah, no. Bunter ha estado cultivando la amistad de Hannah Westlock casi hasta el punto de obligarla a romper su compromiso, y según cuenta la muchacha, fue ella quien le abrió la puerta a Boyes, que subió directamente a su habitación. Urquhart estaba fuera en ese momento y llegó un cuarto de hora antes de la cena, y los dos se vieron por primera vez cuando tomaron la dichosa copa de jerez en la biblioteca. Las puertas correderas entre la biblioteca y el comedor estaban abiertas y Hannah estuvo trajinando todo el rato por allí, poniendo la mesa, y está segura de que Boyes tomó una copa de jerez y nada más.

–¿Ni siquiera una pastilla para la digestión?

–Nada.

–¿Y después de la cena?

–Cuando terminaron la tortilla, Urquhart dijo que si tomaban café. Boyes miró su reloj y dijo: «No tengo tiempo, chico. Tengo que irme a Doughty Street». Urquhart dijo que iba a llamar un taxi y salió a hacerlo. Boyes dobló su servilleta, se levantó y fue al vestíbulo. Hannah fue tras él y lo ayudó a ponerse el abrigo. Llegó el taxi. Boyes se subió, se marchó y no volvió a ver a Urquhart.

–A mí me parece que Hannah es una testigo sumamente importante para la defensa del señor Urquhart –dijo la señorita Murchison–, ¿No piensa… en fin, no me gusta ni siquiera sugerirlo, pero… no cree que Bunter se está dejando llevar por sus sentimientos?

–Dice que está convencido de que Hannah es una mujer de profundas convicciones religiosas –contestó lord Peter–. Ha estado con ella en la iglesia, con el mismo himnario.

–¡Pero eso puede ser simple hipocresía! –objetó la señorita Murchison con cierto acaloramiento, porque era una racionalista convencida–. No me fío de esa gente tan empalagosa.

–No presento esto como prueba de la virtud de Hannah, sino de la invulnerabilidad de Bunter –replicó Wimsey.

–Pero si él parece un diácono.

–No ha visto a Bunter fuera de servicio –dijo lord Peter enigmáticamente–. Yo sí, y le aseguro que un himnario le ablandaría tanto el corazón como el whisky puro el hígado de un angloindio. No; si Bunter dice que Hannah es honrada, es que es honrada.

–Entonces quedan definitivamente eliminadas las bebidas y la cena –dijo la señorita Murchison, no muy convencida, pero deseosa de mantener una actitud abierta–. ¿Y la botella de agua del dormitorio?

–¡Maldita sea! –exclamó Wimsey–. Apúntese un tanto, señorita Murchison. No habíamos caído en eso. La botella del agua… una idea genial. Charles, recordarás que en el caso Bravo se sugirió que un criado descontento había puesto tártaro emético en la botella del agua. ¡Ah, Bunter, estás aquí! La próxima vez que tomes de la mano a Hannah, ¿puedes preguntarle si el señor Boyes bebió agua de la botella de su dormitorio antes de la cena?

–Perdón, milord, pero ya había contado con esa posibilidad.

–¿Ah, sí?

–Sí, milord.

–¿Nunca se te pasa nada?

–Me esfuerzo por complacer, milord.

–Bueno, pero deja de hablar como Jeeves
[21]
. Me molesta. ¿Qué pasa con la botella de agua?

–Cuando llegó la señora, milord, estaba yo a punto de observar que había derivado una conclusión sobre una circunstancia un tanto curiosa relacionada con la botella de agua.

–Bueno, estamos llegando a algo –dijo Parker, preparando otra hoja de su cuaderno.

–Yo no diría tanto, señor. Hannah me informó de que acompañó al señor Boyes a su habitación cuando llegó y que a continuación se retiró, como era su deber. No bien había llegado a la escalera cuando el señor Boyes asomó la cabeza por la puerta y la llamó. Le pidió que llenara la botella de agua. Se quedó atónita ante semejante petición, puesto que recordaba perfectamente haber llenado la botella cuando arreglaba la habitación.

–¿No podría ser que la hubiera vaciado él mismo? –preguntó Parker con impaciencia.

–No en su interior, señor… No le habría dado tiempo. Además, el vaso no se había utilizado, y no es que la botella estuviera vacía, sino que estaba completamente seca. Hannah pidió disculpas por el descuido e inmediatamente fue a enjuagar la botella y la llenó en el grifo.

–Curioso –dijo Parker–. Pero también podría ser que no la hubiera llenado antes.

–Perdón, señor, pero a Hannah le afectó tanto el incidente que lo comentó con la señora Pettican, la cocinera, quien dijo que recordaba muy bien haberla visto llenar de agua la botella aquella misma mañana.

–Pues entonces, o Urquhart u otra persona vació la botella y la secó. Pero ¿por qué? ¿Qué haces normalmente si te encuentras la botella del agua vacía?

–Tocar el timbre –respondió Wimsey sin dudar.

–O gritar pidiendo ayuda –añadió Parker.

–O, si no estás acostumbrado a que te sirvan, usar el agua de la jarra del lavabo –apuntó la señorita Murchison.

–Ah, claro… Boyes estaba acostumbrado a una vida bastante bohemia.

–Sí, pero eso son ganas de dar rodeos absurdos –dijo Wimsey–. Habría sido mucho más sencillo poner el veneno en el agua de la botella. ¿Por qué llamar la atención sobre ese detalle complicándolo aún más? Y además, no podemos estar seguros de que la víctima bebiera agua de la jarra… Aún más; no la bebió.

–Y fue envenenado, luego el veneno no estaba ni en la jarra ni en la botella –apuntó la señorita Murchison.

–Pues no. Me temo que no va a salir nada de la sección de jarras y botellas. Vano, vano, vano todo placer, Tennyson.

–De todos modos, esa circunstancia me ha convencido –dijo Parker–. No sé, es todo demasiado perfecto. Wimsey tiene razón; no es normal que una coartada sea tan acabada.

–Por Dios, si hemos convencido a Charles Parker, ya no hace falta nada más. Es más implacable que cualquier jurado.

–Sí –reconoció Parker con modestia–, pero también más lógico, o eso creo. Y, además, a mí no me tiene aturullado el fiscal general. Preferiría contar con pruebas de carácter más objetivo.

–Las tendrás. Quieres ver arsénico de verdad, ¿no? Y bien, Bunter, ¿qué nos dices al respecto?

–El aparato está preparado, milord.

–Estupendo. Vamos a ver si podemos ofrecerle al señor Parker lo que desea. Ve tú delante, Bunter.

En una pequeña estancia normalmente dedicada a las fotografías de Bunter y provista de un fregadero, un banco y un mechero de Bunsen, estaba el aparato para realizar una prueba de Marsh de arsénico. El agua destilada ya estaba burbujeando en el matraz, y Bunter levantó el tubito de cristal que estaba sobre la llama del mechero.

–Milord, observarán que el aparato está libre de contaminación –dijo Bunter.

–Yo no veo nada –replicó Freddy.

–Como diría Sherlock Holmes, eso es lo que tienes que ver cuando no tienes nada delante –dijo Wimsey amablemente–. ¿Aceptas, Charles, que el agua, el matraz y el tubo están libres de arsénico, etcétera, etcétera? –Sí.

–¿La amarás, cuidarás y mantendrás en la salud y la enfermedad…? Perdón. Me he saltado dos páginas. ¿Dónde está ese dichoso polvo? Señorita Murchison, ¿coincide este sobre cerrado con el que trajo usted del bufete, junto con el misterioso polvo del escondrijo del señor Urquhart?

–Sí.

–Puede besar el libro. Gracias. Entonces…

–Un momento –dijo Parker–. No se ha examinado el sobre por separado.

–Tienes razón. Es que siempre hay alguna pega. Señorita Murchison, no tendrá por casualidad otro sobre del despacho, ¿verdad?

La señorita Murchison se sonrojó y se puso a rebuscar en su bolso.

–Bueno… Esta tarde le había escrito una nota a una amiga y…

–En horas de trabajo y con el papel de su trabajo –dijo Wimsey–. ¡Ah, cuánta razón tenía Diógenes al buscar con su linterna una taquígrafa honrada! Bueno, es igual. Vamos a verlo. Quien decide el fin, decide los medios.

La señorita Murchison separó el sobre y se lo entregó a Bunter, quien lo depositó de manera respetuosa en una bandeja de revelado y lo cortó en trocitos, que metió en el matraz. El agua burbujeó alegremente, pero el tubito siguió impoluto de un extremo a otro.

–¿Va a pasar algo pronto? –preguntó el señor Arbuthnot–. Porque me parece que el numerito este no tiene mucha gracia, ¿no?

–O te callas o te echo de aquí –replicó Wimsey–. Adelante, Bunter. Aprobamos el sobre.

Bunter abrió el segundo sobre y dejó caer con delicadeza el polvo blanco en la ancha boca del matraz. Las cinco cabezas se inclinaron con ansiedad sobre el aparato. E instantáneamente, como por arte de magia pero sin dejar lugar a dudas, empezó a formarse una fina mancha plateada en el tubo al contacto con la llama. Fue extendiéndose y oscureciéndose segundo a segundo hasta convertirse en un anillo negro parduzco con el centro de un metálico brillante.

–Ah, qué bonito –dijo Parker con deleite de profesional.

–La lámpara está humeando o algo –dijo Freddy.

–¿Es arsénico? –musitó la señorita Murchison.

–Eso espero –replicó Wimsey, retirando delicadamente el tubo y poniéndolo a la luz–. O arsénico o antimonio.

–Si me permite, milord. Añadiendo una pequeña cantidad de soluto de hipoclorito cálcico se resolverá la cuestión más allá de toda duda.

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