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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

Veneno Mortal (26 page)

–Sí.

–¿Eres Harry?

–Sí, sí, sí.

–¡Ah, Harry! ¡Por fin! ¿Cómo estás? ¿Eres feliz?

–Sí… no… Me siento muy solo.

–No fue culpa mía, Harry.

–Sí. Débil.

–Pero yo tenía mis obligaciones. Recuerda quién se interpuso entre nosotros.

–Sí. P-A…

–¡No, Harry! Fue ma…

–¡… Z-G-U-A-T-A! –concluyó triunfalmente la mesa.

–¿Cómo puedes ser tan grosero?

–El amor es lo primero.

–Ahora lo comprendo, pero entonces era una niña. ¿No puedes perdonarme?

–Todo perdonado. Madre también perdonada.

–Me alegro. ¿Qué haces ahí donde estás, Harry?

–Esperar. Ayudar. Expiar.

–¿Quieres enviarme un mensaje especial?

–¡Ve a Coventry!

La mesa sufrió varias sacudidas, y el mensaje pareció conmocionar a la señorita Booth.

–¡Eres tú de verdad, Harry! No te has olvidado de esa vieja broma. Dime…

La mesa dio muestras de gran agitación y soltó una sarta de letras ininteligibles.

–¿Qué quieres?

–G-G-G…

–Debe de estar interrumpiendo alguien –dijo la señorita Booth–. ¿Quién es, por favor?

–G-E-O-R-G-E (con mucha rapidez).

–¿George? No conozco a ningún George, salvo el hijo de Tom. ¿Le ha pasado algo?

–¡Ja, ja! No George Booth. George Washington.

–¿George Washington?

–¡Ja, ja!

La mesa se convulsionó, hasta el extremo de que la médium apenas podía dominarla. La señorita Booth, que estaba apuntando la conversación, volvió a poner las manos en la mesa, que dejó de brincar y empezó a balancearse.

–¿Quién está ahí?

–Pongo.

–¿Quién es Pongo?

–Tu control.

–¿Quién acaba de hablar?

–Espíritu malo. Se ha ido.

–¿Harry está todavía ahí?

–Se ha ido.

–¿Quiere hablar alguien más?

–Helen.

–¿Helen qué?

–¿No te acuerdas? Maidstone.

–¿Maidstone? Ah, ¿te refieres a Ellen Pate?

–Sí, Pate.

–¡Vaya! Buenas noches, Ellen. Me alegro de oírte.

–Recuerda jaleo.

–¿Te refieres al jaleo en el dormitorio?

–Marta mala.

–No recuerdo a ninguna Marta, salvo Martha Hurley. No te refieres a ella, ¿verdad?

–Martha traviesa. Luces apagadas.

–Ah, ya entiendo lo que quiere decir. La tarta después de que apagaran las luces.

–Eso es.

–Sigues cometiendo faltas de ortografía.

–Miss… Miss…

–¿Mississippi?

–Gracioso.

–¿Hay muchas de nuestra clase donde estás tú?

–Alice y Mabel. Recuerdos.

–Qué amables. Dales también recuerdos de mi parte.

–Sí. Recuerdos. Cariño. Flores. Sol.

–¿Qué quieres…?

–P –dijo la mesa, impaciente.

–¿Eres Pongo?

–Sí. Cansado.

–¿Quieres que lo dejemos?

–Sí. Otra vez.

–De acuerdo. Buenas noches.

La médium se echó hacia atrás en la silla con aspecto de sentirse agotada, algo perfectamente comprensible. Es muy cansado deletrear a base de golpecitos, y se temía que la jabonera se le estaba escurriendo.

La señorita Booth encendió la luz.

–¡Ha sido maravilloso! –exclamó.

–¿Ha recibido las respuestas que quería?

–Desde luego que sí. ¿No las ha oído?

–No he seguido toda la conversación –respondió la señorita Climpson.

–Hasta que te acostumbras, es un poco difícil contar. Debe de estar cansadísima. Vamos a dejarlo y preparo té. La próxima vez podríamos usar la
ouija
. No se tarda tanto en obtener las respuestas.

La señorita Climpson se lo planteó. Sin duda sería menos pesado, pero no estaba segura de poder manipularla.

La señorita Booth puso agua a calentar y miró el reloj.

–¡Dios mío! ¡Si son casi las once! ¡Cómo se me ha pasado el tiempo! Tengo que ir a atender a mi viejecita. ¿Quiere repasar las preguntas y respuestas? No creo que me quede mucho tiempo arriba.

«Todo bien de momento», pensó la señorita Climpson. Ya había confianza. Al cabo de unos días podría trazar un plan. Pero había estado a punto de meter la pata con George, y había sido una tontería decir «Helen». Podría haberlo arreglado con Nellie. Hacía cuarenta y cinco años en todos los colegios había una Nellie. Pero, en resumidas cuentas, no importaba demasiado lo que dijeras: la otra persona siempre te echaba una mano. Cómo le dolían los brazos y las piernas. Se preguntó cansinamente si habría perdido el último autobús.

–Pues me temo que sí –dijo la señorita Booth cuando se lo preguntó al volver–, Pero podemos pedir un taxi. Y por supuesto lo pago yo, faltaría más. ¿No le han parecido prodigiosas las comunicaciones? Harry nunca había aparecido… ¡Pobre Harry! Me porté mal con él. Se casó, pero como ve, no me ha olvidado. Vivía en Coventry, y nos gastábamos una broma con eso… A eso se refería. Lo que no sé es quiénes son Alice y Mabel. Había dos Alice, Alice Gibbons y Alice Roach, las dos unas chicas estupendas, y Mabel debe de ser Mabel Herridge. Se casó y se fue a la India hace un montón de años. No recuerdo su apellido de casada, y no he vuelto a saber nada de ella, pero debe de haberse ido al otro mundo. Pongo es un control nuevo. Tenemos que preguntarle quién es. El control de la señora Craig es Fedora, una esclava de la corte de Popea.

–¡No me diga! –exclamó la señorita Climpson.

–Una noche nos contó su vida. Muy romántica. La arrojaron a los leones porque era cristiana y no quiso saber nada de Nerón.

–Qué interesante.

–¿Verdad que sí? Pero no habla muy bien nuestro idioma, y a veces cuesta mucho entenderla. Y a veces también deja que se cuelen los controles pesados. Pongo se ha librado enseguida de George Washington. Vendrá otra vez, ¿verdad? ¿Mañana por la noche?

–Como usted quiera.

–Sí, por favor. Y mañana debe pedir un mensaje para usted.

–Desde luego. Ha sido una auténtica revelación. Ni en sueños se me habría ocurrido que tuviera ese don.

Y era verdad.

18

Naturalmente, era inútil que la señorita Climpson intentara ocultarles a las señoras de la casa de huéspedes dónde había estado y qué había hecho. Que regresara a medianoche y en taxi ya había despertado una viva curiosidad, y contó la verdad para evitar que la acusaran de peores desenfrenos.

–Por favor, señorita Climpson, espero que no piense que me estoy metiendo donde no me llaman, pero es mi deber aconsejarle que no se relacione ni con la señora Craig ni con sus amigos –dijo la señora Pegler–. No me cabe duda de que la señorita Booth es una bellísima persona, pero no me gustan las compañías con las que anda. Y tampoco me parece bien el espiritismo. Es husmear en asuntos que no debemos conocer, y puede tener muy malas consecuencias. Si estuviera usted casada podría explicarme con más claridad, pero le aseguro que estas extravagancias pueden tener efectos muy graves para el carácter en más de un sentido.

–Vamos, señora Pegler. Creo que no debería decir eso –intervino la señorita Etheredge–. Es una de las personas con mejor carácter que conozco, una mujer cuya amistad considero un privilegio, es espiritista y una verdadera santa, por la vida que lleva y la influencia que ejerce.

–Es posible, señorita Etheredge –replicó la señora Pegler, irguiéndose imponente en toda su corpulencia–, pero no se trata de eso. Yo no digo que un espiritista no pueda llevar una vida decente, pero sí que la mayoría son personas que dejan mucho que desear y cualquier cosa menos honradas.

–Da la casualidad de que he conocido a lo largo de mi vida a varios médiums, como los llaman, y todos ellos, sin excepción, son personas de las que no me fiaría si no las tuviera delante de mí… y eso es mucho decir –replicó mordazmente la señorita Tweall.

–Es cierto en muchos casos, y estoy segura de que nadie podría tener más ocasiones que yo para juzgar –dijo la señorita Climpson–. Pero creo que al menos algunos son sinceros, y también lo espero, si bien tienen ideas equivocadas. ¿Qué opina usted, señora Liffey? –añadió, volviéndose hacia la dueña de la casa.

–Pues… por lo que he leído, que no es mucho, porque me queda poco tiempo para la lectura, he de decir que existen ciertas pruebas que demuestran que, en ciertos casos y en condiciones que ofrecen absoluta garantía, posiblemente existe un fundamento verdadero para las ideas espiritistas –dijo la señora Liffey, obligada por su condición pública a dar la razón a todos, dentro de lo posible–. No es que quiera tener nada que ver con el asunto personalmente; como dice la señora Pegler, como norma no me interesa demasiado la clase de personas que se dedican a ello, aunque no cabe duda de que hay muchas excepciones. Creo que lo mejor sería dejar el tema en manos de investigadores cualificados.

–En eso coincido con usted –dijo la señora Pegler–. No puedo expresar con palabras la indignación que me causa que mujeres como esa tal señora Craig se entremetan en terrenos que deberían ser sagrados para todos. Señorita Climpson, figúrese que esa mujer, a la que no conozco ni tengo intención de conocer, tuvo la impertinencia de escribirme una nota para decirme que había recibido un mensaje en una de sus
séances,
como ella las llama, asegurando que era de mi pobre esposo. No sabe usted cómo me sentí. ¡Que se pronunciara el nombre del general en público, y encima por semejantes supercherías! Y por supuesto era todo una mentira, porque el general era la última persona a quien se podía relacionar con esos tejemanejes. «Paparruchas nocivas», así las llamaba con su franqueza de militar. Y cuando vinieron a decirme, a mí, su viuda, que había ido a casa de la señora Craig, que había tocado el acordeón y que había pedido oraciones especiales para que lo libraran de un lugar donde estaba recibiendo castigo, lo consideré un insulto deliberado. El general asistía con asiduidad a la iglesia, y se oponía frontalmente a las oraciones por los difuntos y todo lo que fuera papista, y en cuanto a que se encontrara en un lugar ingrato… era el mejor de los hombres, si bien a veces podía resultar un poco brusco. Y con respecto a los acordeones, espero que esté donde esté tenga mejores cosas que hacer.

–Es una auténtica vergüenza –dijo la señorita Tweall.

–¿Quién es la señora Craig? –preguntó la señorita Climpson.

–Nadie lo sabe –respondió inquietante la señora Pegler.

–Dicen que es la viuda de un médico –apuntó la señora Liffey.

–En mi opinión, no es mejor de lo que debería ser –dijo la señorita Tweall.

–Vamos, que una mujer de su edad, con el pelo teñido de henna y unos pendientes de medio metro… –dijo la señora Pegler.

–Y con esa ropa tan estrafalaria –intervino la señorita Tweall.

–Y la gente tan rara que lleva a su casa –dijo la señora Pegler–. ¿Se acuerda del negro con turbante verde que rezaba en el jardín hasta que intervino la policía, señora Liffey?

–Lo que a mí me gustaría saber es de dónde saca el dinero –dijo la señorita Tweall.

–Pues para mí que saca tajada de cualquier sitio. Sabe Dios de qué convencerá a la gente en esas reuniones de espiritismo.

–Pero ¿por qué ha venido a Windle? –peguntó la señorita Climpson–. Me imagino que en Londres o una ciudad grande le habría ido mejor, si es la clase de persona que ustedes dicen.

–A mí no me extrañaría que se estuviera escondiendo de algo –dijo la señorita Tweall con aire de misterio–. A veces hay que poner pies en polvorosa.

–Sin compartir su absoluta repulsa, he de reconocer que la investigación parapsicológica puede resultar sumamente arriesgada cuando está en malas manos y, por lo que me ha contado la señorita Booth, dudo mucho que la señora Craig sea la persona adecuada para guiar a los inexpertos –dijo la señorita Climpson–. Y pienso que es mi deber poner en guardia a la señorita Booth, y eso es precisamente lo que tengo intención de hacer. Pero, como sabrán, hay que hacerlo con muchísimo tacto, porque si no, esa persona puede volverse en contra de nosotros, por así decirlo. El primer paso consiste en ganarse su confianza, y después, poco a poco, será posible crear un estado de ánimo más propicio.

–Qué gran verdad ha dicho –intervino con entusiasmo la señorita Etheredge, con los ojos azul pálido iluminados, casi vivaces–. Yo estuve a punto de caer bajo la influencia de una persona terrible, falsa, hasta que mi querida amiga me demostró que había otra salida mejor.

–Puede ser, pero en mi opinión más vale no meterse en esas cosas –dijo la señora Pegler.

Sin acobardarse ante tan sabio consejo, la señorita Climpson acudió a su cita. Tras un ostentoso despliegue de balanceo en la mesa, Pongo accedió a comunicarse por medio de la
ouija
, si bien al principio no la dominaba bien. No obstante, lo atribuyó a que no había aprendido a escribir en su vida terrenal. Al preguntarle quién era, contestó que un acróbata italiano de la época renacentista, y que su nombre completo era Pongocelli. Había llevado una vida de disipación, pero al final había reparado sus errores cuando, heroicamente, se negó a abandonar a su suerte a un niño enfermo durante la peste negra, en Florencia. Contrajo la peste y murió, y estaba cumpliendo su período de prueba para redimir sus pecados sirviendo de guía e intérprete a otros espíritus. Era una historia conmovedora, de la que la señorita Climpson se sintió muy orgullosa.

George Washington dio bastante la lata, y la
séance
sufrió una serie de misteriosas interrupciones por lo que Pongo describió como una «influencia envidiosa». Sin embargo, «Harry» volvió a aparecer y envió mensajes reconfortantes, y volvió a establecerse comunicación con Mabel Herridge, que ofreció una gráfica descripción de su vida en la India. En conjunto, y teniendo en cuenta las dificultades, la velada fue todo un éxito.

El domingo no hubo
séance,
debido a que la conciencia de la médium se rebeló. La señorita Climpson no pudo reunir fuerzas para seguir adelante aquel día. Fue a la iglesia y oyó el sermón de Navidad sin prestarle mucha atención.

No obstante, el lunes las dos volvieron a ocupar sus asientos para plantear preguntas ante la mesa de bambú, y estas son las notas que tomó la señorita Booth de la
séance:

Siete y media de la tarde.

En esta ocasión la reunión se inició inmediatamente con la
ouija
. Al cabo de unos minutos, una serie de fuertes golpes advirtió de la presencia de un control.

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