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Authors: Camilo José Cela

Tags: #Clásico, Relato, Viajes

Viaje a la Alcarria (14 page)

El hombre ríe.

—¡Pues aquí tenemos una muy buena!

—¿En Pareja?

—Hombre, claro, no va a ser en Madrid. La posada de la plaza tiene fama de ser muy buena.

El viajero le mira.

—Sí, eso me han dicho.

El hombre volvió a reír, echó otro trago y suspiró.

—Bueno, ¡qué voy a decir yo! ¡Bien se habla de que el amor lo ve todo con buenos ojos! Una de las chiquitas de la posada, la María, ¡es lástima que no la conociera usted!, se va a casar conmigo para la primavera, si Dios quiere. Yo ya lo estoy deseando porque ¡dormir aquí, pudiendo hacerlo en la posada!

A la luz del candil, la faz del hombre parecía la de un bienaventurado. Con la imaginación poblada de dorados proyectos, el hombre del tejar semejaba un angelito grandullón, tosco y bebedor de vino tinto: un angelito al que la gracia alumbrase por dentro.

El viajero tuvo que vencerse un poco.

—Pues que sean ustedes muy felices.

—Gracias; eso espero.

CASASANA. CÓRCOLES. SACEDÓN
IX

A Sacedón, desde Pareja, se va por la misma carretera por donde el viajero llegó el día anterior, en sentido contrario, y al llegar al cruce, poco antes de la desembocadura del arroyo Empolveda en el río Tajo, se tira a la izquierda, hacia el sur, a buscar la carretera de Guadalajara a Cuenca; Sacedón se encuentra en seguida yendo hacia Cuenca.

También se puede ir hacia el otro lado, esto es, dando la espalda al Tajo, por Escamilla y Millana, cruzando los Altos del Llano, a buscar a la altura de Alcocer la misma carretera general; se pasa por Córcoles y a Sacedón, que tarda algo más en aparecer, hay que ir a buscarlo caminando hacia Guadalajara.

Por donde, desde luego, no se va es cortando por Casasana. Desde Pareja a Casasana no hay carretera ni camino vecinal y hay que subir el fuerte repecho por un sendero de cabras, a veces casi borrado.

No hay que decir que el viajero fue, naturalmente, por Casasana. Tenía que saludar a Fabián Gabarda, el hermano de la mujer que se encontró en Durón.

Casasana es un pueblo subido encima de un monte, el cerro de la Veleta, un poco por el lado contrario que es más tendido. Casasana no se ve hasta que ya se está encima. Es un pueblo minúsculo, con escaso cultivo y mucho ganado vacuno; ochenta y tantas vacas. En Casasana fue el único pueblo de la Alcarria en el que el viajero encontró vacas de leche blancas y negras, de raza holandesa, como las de Santander. Estaban, por lo general, algo flacas, pero en seguida se echaba de ver que eran de buena raza.

El atajo por el que se sube hasta Casasana, el atajo de Roblegila, es endemoniado, lleno de piedras como un canchal, y muy pino.

El sol pega con fuerza y el morral pesa más de lo que conviniera. La cuesta fatiga y, a mitad de camino, el viajero, que va sudando, piensa que lo mejor será hacer un alto para reparar las energías. Un viejo pastor está sentado al sol, muy envuelto en una manta, que le tapa hasta la cabeza. El viajero se le acerca.

—Buenos días.

—Y frescos nos los da Dios.

—¿Frescos?

—Deje de caminar y lo verá.

Desde aquella altura, desde donde aún no se ve Casasana, se divisa un panorama amplio y hermoso, muy variado, con grandes piedras peladas y una vegetacioncilla raída, en primer término, con las tierras rojas y blancas de Pareja, al pie, y con las verdes márgenes del Tajo a la izquierda, muy lejos.

Efectivamente, allí corre un vientecillo fino que estremece. El viajero siente un escalofrío y vuelve a echar a andar. Casasana pronto se encuentra, no más remontar el último repecho.

Un prado

y un olivar,

Granado

está el tomillar.

Parado

como en su altar

—¡ay, Casasana,

serrana,

moza lozana!—,

el ganado

caballar.

Casasana tiene un color entre verdinegro y gris azulado, muy bonito. Dos niñas están sentadas al sol, cuidando una vaca, al pie del viejo castillo moro, en una de cuyas fachadas está el juego de pelota. Cuando pasa el viajero se levantan y se le quedan mirando con los ojos fijos, extáticos. Van vestidas pobremente y tienen unos ojos negros, hondísimos, llenos de encanto y de nobleza. El viajero pregunta lo que ya sabe:

—Oír, niñas, ¿este pueblo es Casasana?

—Sí, señor, ¿cuál va a ser? Una mujer pasa.

—Oiga, señora, ¿dónde está el parador?

—En Casasana no tenemos parador, señor.

La mujer tiene también los ojos y el pelo negros y una hermosura primitiva, de vieja estampa, como todas las del pueblo.

—En Durón me encontré a una de Casasana que está casada allí, que me dijo que preguntase por su madre. Su hermano es concejal.

—¿La Carmen Gabarda?

—Sí.

—Pues yo le llevaré. Su madre es la de la posada.

El viajero, que ya había averiguado que mesón es una palabra desconocida en la Alcarria, aprende a distinguir entre parador y posada. El parador es una posada con cuadra. En Casasana hay posada, pero no hay parador.

La madre de Carmen Gabarda acoge al viajero con ciertas reservas. En los pueblos suelen recibir bien al que va de paso, pero con alguna frialdad. Están escamados y hacen bien. Ha habido quien llegó pidiendo de comer por misericordia —y un saquito de judías para su mujer enferma, por amor de Dios— y después tiraron de documentación de agentes de la fiscalía y levantaron acta.

Fabián Gabarda no está en casa, está en el campo. El campo de Casasana da, entre otras cosas —trigo, cebada, centeno, avena, judías, garbanzos, de todo y todo en pequeña cantidad—, unas aceitunas pequeñitas y muy sabrosas, que la gente come con gusto. A Fabián Gabarda lo van a buscar y pronto viene. Es un hombre joven, bajo y delgado, fibroso y duro, que tiene unas manos como tenazas.

Es obsequioso y afable, y no fuma ni bebe. En Casasana hay muchos mozos que no fuman ni beben; el viajero piensa que esto es algo que no debe ser muy frecuente en España.

El viajero se lava un poco en el portal de la posada, mientras le preparan la comida. A través de un tabique se oye cantar a las niñas de la escuela. La escuela de Casasana es una escuela impresionante, misérrima, con los viejos bancos llenos de parches y remiendos, las paredes y el techo con grandes manchas de humedad, y el suelo de losetas movedizas, mal pegadas. En la escuela hay —quizás para compensar— una limpieza grande, un orden perfecto y mucho sol. De la pared cuelgan un crucifijo y un mapa de España, en colores, uno de esos mapas que abajo, en unos recuadritos, ponen las islas Canarias, el protectorado de Marruecos, y las colonias de Río de Oro y del golfo de Guinea; para poner todo esto no hace falta, en realidad, más que una esquina bien pequeña. En un rincón está una banderita española.

En la mesa de la profesora hay unos libros, unos cuadernos y dos vasos de grueso vidrio verdoso con unas florecitas silvestres amarillas, rojas y de color lila. La maestra, que acompaña al viajero en su visita a la escuela, es una chica joven y mona, con cierto aire de ciudad, que lleva los labios pintados y viste un traje de cretona muy bonito. Habla de pedagogía y dice al viajero que los niños de Casasana son buenos y aplicados y muy listos. Desde afuera, en silencio y con los ojillos atónitos, un grupo de niños y niñas mira para dentro de la escuela. La maestra llama a un niño y a una niña.

—A ver, para que os vea este señor. ¿Quién descubrió América?

El niño no titubea.

—Cristóbal Colón.

La maestra sonríe.

—Ahora, tú. ¿Cuál fue la mejor reina de España?

—Isabel la Católica.

—¿Por qué?

—Porque luchó contra el feudalismo y el Islam, realizó la unidad de nuestra patria y llevó nuestra religión y nuestra cultura allende los mares.

La maestra complacida, le explica al viajero:

—Es mi mejor alumna.

La chiquita está muy seria, muy poseída de su papel de número uno. El viajero le da una pastilla de café con leche, la lleva un poco aparte y le pregunta:

—¿Cómo te llamas?

—Rosario González, para servir a Dios y a usted.

—Bien. Vamos a ver, Rosario, ¿tú sabes lo que es el feudalismo?

—No, señor.

—¿Y el Islam?

—No, señor. Eso no viene.

La chica está azarada y el viajero suspende el interrogatorio.

El viajero almuerza pronto, a eso de las once, y después se va a una taberna, a una de las escasísimas tabernas que hay en Casasana, a charlar con algunos hombres que han hecho un alto en el trabajo. La gente de Casasana es muy trabajadora, tanto, que les llaman cuculilleros (por cuclilleros) porque, para poder madrugar y marchar al campo en seguida, duermen, según se murmura, en cuclillas: en cuculillas, como dicen ellos.

El viajero busca un hombre con una caballería que le lleve el equipaje hasta Sacedón y, después de muchos cabildeos y de muchas idas y venidas, queda apalabrado con un mozo al que dicen Felipe el Sastre. Felipe no es sastre, ni su padre ni su abuelo tampoco, pero lo cierto es que, por Dios sabrá qué misteriosas razones, en el pueblo no lo conocen más que por Felipe el Sastre. Hacia el mediodía, el viajero, con Felipe el Sastre y el burro Lucero cargado con los bártulos, sale de Casasana a tomar el camino de los Chinarros que le llevará hasta Córcoles.

Fabián Gabarda y tres o cuatro amigos más le acompañan hasta la vega de Valdeloso, a la salida del pueblo. Hace un día espléndido, algo nuboso y no de demasiado calor, y el viajero, desembarazado del equipaje, camina con soltura y con alegría.

El camino de los Chinarros va describiendo curvas, todo cuesta abajo, hasta Córcoles, y durante el trayecto el viajero va hablando con Felipe de lo hermoso que está el campo y de lo bien que se presenta el año.

—Falta hace.

—Verdaderamente.

Felipe es un enamorado del campo y de la agricultura, tiene sanos pensamientos antiguos y un sabio conocimiento de lo que se trae entre manos.

—¿Verdad, usted, que esto, así mirado, parece Galicia?

Por Córcoles, el grupillo pasa entre los muros, cubiertos por la yedra, de un convento en ruinas, rodeado de olmos y de nogueras. En el claustro abandonado pacen dos docenas de ovejas negras. Cuatro o seis cabras negras trepan por los muros deshechos, aún milagrosamente en pie, y una nube de cuervos, negros también, como es natural, devoran entre graznidos la carroña de un burro muerto y con los ojos abiertos y el cuerpo hinchado al sol.

Verde está el campo de anís.

Un águila color gris

vuela sobre el camposanto.

Sobre la flor del acanto

una vieja se hace pis.

Azul, el campo de anís.

El viajero no entra en Córcoles; el pueblo queda enfrente y a la izquierda, algo apartado de la carretera. El viajero toma hacia la derecha, hacia Sacedón. El sol, a medida que se ha ido bajando al llano, ha empezado a apretar y el viajero busca una sombra para sentarse a descansar un rato, echar un trago, comer un bocadito y fumar un pitillo.

Se ven campos de anís, de un verde brillante, y olivares aún jóvenes, bien cuidados, de un verde ceniciento. La agricultura de Córcoles es rica y próspera, y el pueblo vive bien desde que le compraron las tierras, ciertamente por mucho menos de lo que valían, al conde de Arcentales; ahora, en Córcoles, todos son propietarios y cada cual vive de lo suyo. La gente habla con cariño y con respeto del conde de Arcentales, y está contenta con la compra.

—Entonces, ese señor hizo un mal negocio vendiendo.

—No, señor, ni malo ni bueno. El señor conde no quiso hacer un negocio, quiso favorecer al pueblo. En lo que hemos salido perdiendo es en que ahora ya casi no viene por aquí. Antes venía todos los años y mandaba amasar pan y matar carne para todo el mundo.

Felipe se lamenta de que el terreno de Casasana es peor.

—Este es otra cosa, es más alegre, más agradecido. Allí nos desriñonamos sobre la tierra para no salir jamás de pobres. Claro que si no trabajásemos, sería peor, ¿no le parece a usted?

—Sí.

Felipe se queda triste, pensativo.

—¡Menuda suerte tuvieron estos!

—Sí, no fue poca.

Felipe levanta la mirada.

—¿Pues sabe lo que le digo? Pues que mejor para ellos y que Dios se la conserve; yo no soy como otros, yo no soy envidioso.

Entre la carretera y el pueblo hay unas huertas bien cuidadas. Algunos hombres trabajan inclinados sobre el suelo y otros descansan a la sombra de un árbol, al lado de las mulas desuncidas.

—Si este terreno fuera mío, yo no descansaría nunca; casi ni para dormir.

Felipe es un hombre lleno de empuje, hubiera hecho un buen emigrante y, quizás, un buen colonizador.

—¿Usted es de terreno rico o de terreno pobre?

—Más bien de terreno rico.

—¿De la parte de Valladolid o Salamanca?

—No, de más arriba; de la parte de Galicia.

Felipe chascó los dedos.

—¡Eso sí que es gloria!

—¿Usted la conoce?

—No, pero he oído hablar mucho de ella; yo hice la guerra con gallegos. ¿Conoce usted a uno que se llama Pepito Ferreiro?

—No, a ése no le conozco.

—Pues éramos muy amigos; ése y yo andábamos siempre juntos y el día que me dieron a mí el tiro; también se lo dieron a él; fue en la sierra de Alcubierre, en Zaragoza.

—¡Caray! Oiga, y los gallegos, ¿qué le parecemos?

—Buena gente, muy trabajadora y muy leal. Y, sin embargo, ya ve usted, por aquí, por Castilla tienen ustedes mala fama.

—¡Que le vamos a hacer!

—No es por halagar, pero yo me creo que eso no es más que la ignorancia.

—¡Quién sabe!

A medida que el viajero se va acercando a Sacedón, va viendo aparecer los viñedos y los bueyes tirando del arado. Pasan carros de mulas para arriba y para abajo y, de vez en cuando, cruza un camión cargado hasta los topes; a veces la guardia civil detiene algún camión; el estraperlo suelen llevarlo debajo de la carga.

El terreno se va poblando y, a legua y media aún de Sacedón, se empieza el viajero a encontrar con las gentes que vuelven del campo, caminando por la cuneta en grupos de tres o cuatro, con la azada al hombro, el perrillo detrás y, algunos, con la dorada calabaza en bandolera o colgada del cinturón. Es la caída de la tarde y, al final, el tránsito de la carretera parece el de una calle de la ciudad, solo que todos en la misma dirección. A la entrada del pueblo hay una hermosa avenida de olmos y olmas. Los olmos son los que acaban en punta y las olmas son las que tienen un ramaje copudo, redondo, maternal.

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