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Authors: Antoine de Saint-Exupéry

Tags: #Drama, Histórico, Relato

Vuelo nocturno (3 page)

—¿Tempestad también en Mendoza?

—No, he aterrizado con cielo limpio, sin viento. Pero la tempestad me seguía de cerca.

La describía porque, decía, «a pesar de todo era extraña». La cima se perdía, muy alta, en las nubes de nieve, pero la base rodaba sobre la llanura como si fuese lava negra. Una a una, las ciudades eran tragadas: «Jamás lo había visto…». Luego se calló, embargado por algún recuerdo.

Rivière se volvió hacia el inspector.

—Es un ciclón del Pacífico; se nos ha prevenido demasiado tarde. Esos ciclones, no obstante, nunca van más allá de los Andes.

Nadie podía prever que el de ahora proseguiría su marcha hacia el Este.

El inspector, que nada sabía de ello, aprobó.

El inspector parecía titubear; se volvió hacia Pellerin, y agitóse la nuez en la garganta, pero guardó silencio. Después de reflexionar, mirando de nuevo recto ante él, recobró su melancólica dignidad.

La arrastraba consigo, como un equipaje, esa melancolía. Desembarcado la víspera en Argentina, llamado por Rivière para imprecisas tareas, estaba embarazado con sus grandes manos y con su dignidad de inspector. No tenía derecho a admirar ni la fantasía, ni la inspiración: por su profesión, admiraba la puntualidad. Sólo tenía derecho a beber un vaso en compañía, a tutear a un camarada, y a aventurar un juego de palabras, cuando, por una casualidad inverosímil, se encontraba, en la misma escala, con otro inspector.

«Es pesado ser juez», pensaba.

En realidad no juzgaba, sólo meneaba la cabeza. Ignorándolo todo, meneaba la cabeza, lentamente, ante lo que encontraba, fuese lo que fuese. Esa actitud desazonaba a las conciencias negras y contribuía a la buena conservación del material. No era amado, pues un inspector no ha sido creado para las delicias del amor, sino para la redacción de informes. Había renunciado a proponer en ellos métodos nuevos y soluciones técnicas, desde que Rivière había escrito: «Se ruega al inspector Robineau que no nos mande poemas, sino informes. El inspector Robineau utilizará felizmente su competencia, estimulando su celo personal». Y así se lanzó desde entonces, como sobre su pan cotidiano, sobre las flaquezas humanas: sobre el mecánico que bebía, sobre el jefe de aeropuerto que pasaba noches toledanas, sobre el piloto que rebotaba al aterrizar.

Rivière decía de él: «No es muy inteligente; por eso presta grandes servicios». Un reglamento hecho por Rivière era, para Rivière, conocimiento de los hombres; mas para Robineau no existía nada más que un conocimiento del reglamento.

«Por todas las salidas retrasadas, Robineau —le había dicho un día Rivière—, debéis descontar las primas de exactitud».

«¿Incluso en caso de fuerza mayor? ¿Incluso debido a la niebla?».

«Incluso debido a la niebla».

Y Robineau sentíase orgulloso de tener un jefe que, por severo, no temía ser injusto. De ese poder, a tal extremo ofensivo, sacaba él mismo cierta majestad.

«Han dado ustedes la salida a las seis quince —repetía más tarde a los jefes de los aeropuertos—, no les podremos pagar su prima».

«Pero, señor Robineau, a las cinco y media ¡no se veía ni a diez metros!».

«Es lo que dice el reglamento».

«¡Pero, señor Robineau, no podemos barrer la niebla!».

Y Robineau se atrincheraba en su misterio.

Pertenecía a la dirección. Él sólo, entre esos perinolas, era quien comprendía cómo, castigando a los hombres, se mejoraba el tiempo.

«No piensa nada —decía de él Rivière—; eso le evita pensar mal».

Si un piloto destrozaba un aparato, aquel piloto perdía su prima de conservación.

«Pero ¿y cuando la avería ha tenido lugar encima de un bosque?», se había informado Robineau.

«Encima de un bosque, también».

Y Robineau se lo tenía por dicho.

«Lo deploro —contestaba más tarde a los pilotos, con viva embriaguez—; lo deploro infinitamente; hubiese sido preciso tener la avería en otro lugar».

«Pero, señor Robineau, ¡no se puede escoger!».

«Lo dice el reglamento».

«El reglamento —pensaba Rivière— es como los ritos de una religión, que parecen absurdos pero forman a los hombres». Le era igual que lo tuviesen por justo o por injusto. Tal vez estas palabras ni siquiera tenían sentido para él. Los pequeños burgueses de las pequeñas ciudades dan vueltas, en el crepúsculo, alrededor de su quiosco de música y Rivière pensaba: «¿Justo o injusto, con respecto a ellos?; esto carece de sentido: ellos no existen». El hombre era, para él, cera virgen que se debía moldear. Se debía dar un alma a esa materia, crearle una voluntad. No creía esclavizarlos con dureza, sino lanzarlos fuera de ellos mismos. Si castigaba todo retraso, cometía una injusticia, pero dirigida hacia la salida, la voluntad de cada escala creaba esa voluntad. No permitiendo que los hombres se regocijasen por un tiempo cerrado, como si fuera una invitación al reposo, los tenía pendientes de que clarease; y la espera humillaba secretamente hasta al más oscuro peón. Se aprovechaba así la primera imperfección de la armadura: «Despejado en el Norte, ¡listos!». Gracias a Rivière, sobre quince mil kilómetros, el culto al correo lo dominaba todo.

Rivière algunas veces decía:

«Esos hombres son felices, porque aman lo que hacen, y lo aman porque soy duro».

Tal vez hacía padecer, pero también proporcionaba a los hombres armados grandes alegrías. «Es preciso empujarlos —pensaba— hacia una vida fuerte, que entrañe dolores y alegrías, pero es la única que vale».

Como ya el coche entraba en la ciudad, Rivière mandó que los condujeran a las oficinas de la Compañía. Robineau, que se había quedado solo con Pellerin, miró a éste, y entreabrió los labios para hablar.

V

Aquella noche Robineau se sentía fatigado. Acababa de descubrir, frente a Pellerin vencedor, que su propia vida era gris. Acababa sobre todo de descubrir que él, Robineau, a pesar de su título de inspector y de su autoridad, valía menos que ese hombre quebrantado por la fatiga, acurrucado en el ángulo del coche, con los ojos cerrados y las manos negras de aceite. Por primera vez, Robineau admiraba. Necesitaba decirlo. Necesitaba, sobre todo, ganarse una amistad. Estaba cansado de su viaje y de sus yerros del día; tal vez incluso se sentía ridículo. Se había confundido, esta tarde, en sus cálculos, al comprobar la reserva de combustible, y el mismo agente al que deseaba sorprender, movido por la piedad, se los había terminado. Pero, sobre todo, había criticado el montaje de una elevadora de aceite tipo B. 6 confundiéndola con una del tipo B. 4, y los mecánicos, socarrones, le habían dejado reprender durante veinte minutos «una ignorancia que nada excusa», su propia ignorancia.

Tenía miedo también a su habitación en el hotel. De Toulouse a Buenos Aires, volvía invariablemente a ella después del trabajo. Se encerraba bajo llave, con secretos de los que se sentía fatigado, sacaba de su maleta un pliego de papel, escribía lentamente «Informe», aventuraba algunas líneas, y lo rompía todo. Hubiera deseado salvar la Compañía de algún gran peligro. Pero la Compañía no peligraba. Hasta ahora sólo había salvado un cubo de hélice atacado de orín. Había pasado su dedo sobre aquella herrumbre, con un aire fúnebre, lentamente, ante un jefe de aeropuerto, quien le había respondido: «Diríjase a la escala precedente: ese avión acaba de llegar». Robineau dudaba de su actuación.

Para aproximarse a Pellerin, aventuró:

—¿Quiere cenar conmigo? Tengo necesidad de conversación; mi profesión, a veces, es tan dura…

Luego, corrigió para no descender con demasiada rapidez:

— ¡Tengo tantas responsabilidades!

Sus subalternos no tenían ningún deseo de introducir a Robineau en su vida privada. Todos pensaban: «Si aún no ha encontrado nada para su informe, como tiene un hambre atroz, me devorará a mí».

Pero Robineau, esta noche, no pensaba más que en sus miserias: el cuerpo mortificado por un molesto eczema, su único secreto verdadero; hubiera deseado explicarlo, hacerse compadecer, pues como no encontraba consuelo en el orgullo, lo buscaba en la humildad.

VI

Los secretarios dormitaban en las oficinas de Buenos Aires cuando Rivière entró. No se había quitado el abrigo, ni el sombrero: parecía siempre un eterno viajero; tan poco era el aire que desplazaba su pequeña estatura, tan grises sus cabellos, y tanto se adaptaban a todos los ambientes sus vestidos anónimos, que pasaba casi inadvertido. Y, sin embargo, el fervor animó a los hombres. Los secretarios se agitaron, el jefe de oficina consultó urgentemente los últimos papeles, las máquinas de escribir crepitaron.

El telegrafista clavaba sus clavijas en el cuadro y anotaba sobre un voluminoso libro los telegramas.

Rivière sentóse y leyó.

Después de la prueba de Chile, releía la historia de un día feliz en el que las cosas se ordenaban por sí mismas, en el que los mensajes, expedidos por los aeropuertos uno después de otro, eran sobrios boletines de victoria. El correo de Patagonia progresaba también con rapidez: se adelantaba su horario, pues los vientos empujaban del Sur al Norte su gran oleaje favorable.

—Denme los mensajes meteorológicos.

Cada aeropuerto encomiaba su tiempo claro, su cielo transparente, su buena brisa. Una tarde dorada había vestido a América. Rivière regocijóse de la buena voluntad de las cosas. En estos momentos, el correo luchaba en alguna parte en la aventura de la noche, pero con las mejores posibilidades.

Rivière apartó el cuaderno.

—Bien.

Y, vigilante nocturno que velaba sobre la mitad del mundo, salió a dar un vistazo a los servicios.

Detúvose ante una ventana abierta y consideró la noche. Contenía Buenos Aires, pero también, como una enorme nave, toda América. No se asombró de ese sentimiento de grandeza: el cielo de Santiago de Chile era un cielo extranjero; pero, puesto en marcha el correo hacia Santiago de Chile, se vivía, de un extremo a otro de la línea, bajo la misma bóveda profunda. De ese otro correo, cuya voz se acechaba en los receptores de T. S. H., los pescadores de Patagonia veían brillar las luces de a bordo. Esta inquietud de un avión en vuelo, cuando pesaba sobre Rivière, pesaba también sobre las capitales y las provincias, con el ronroneo del motor.

Feliz ahora, por esta noche tan despejada, se acordaba de las noches de desorden en las que el avión se le antojaba peligrosamente hundido y muy difícil de socorrer. Desde la estación de Radio de Buenos Aires se seguía su gemido mezclado con los chirridos de las tormentas. Bajo aquel ruido sordo, se perdía el oro de la onda musical. ¡Qué angustia en el canto menor de un correo lanzado, como dardo ciego, contra los obstáculos de la noche!

Rivière pensó que el puesto de un inspector, en noche de vela, se hallaba en la oficina.

—Búsquenme a Robineau.

Robineau estaba a punto de hacerse amigo de un piloto. Ante él, en el hotel, había abierto su maleta, que ofrecía esos pequeños objetos por los que los inspectores se parecen a los demás hombres: algunas camisas de dudoso gusto, un neceser completo de aseo, la fotografía de una mujer delgada, que el inspector colgó en la pared. De este modo, hacía a Pellerin la humilde confesión de sus necesidades, de sus ternuras, de sus pesares. Alineando en un orden miserable sus tesoros, extendía ante el piloto su miseria: un eczema moral. Mostraba su prisión.

Sin embargo, para Robineau, como para todos los hombres, existía una pequeña luz. Había experimentado una gran dulzura al sacar del fondo de su maleta un pequeño estuche, cuidadosamente envuelto. Lo había golpeteado largo rato sin decir nada. Luego, abriendo por fin las manos:

—He traído esto del Sahara…

El inspector había enrojecido al atreverse a tal confidencia. Se consolaba de sus sinsabores, de su infortunio conyugal, y de toda esa gris verdad, con pequeños guijarros negruzcos que abrían una puerta sobre el misterio.

Enrojeciendo algo más:

—Se encuentran otros idénticos en el Brasil…

Y Pellerin había golpeado la espalda de un inspector que se doblaba sobre la Atlántida.

También por pudor Pellerin había preguntado:

—¿Le gusta la Geología?

Sólo las piedras habían sido dulces para él en la vida.

Robineau, cuando fue llamado, se entristeció, pero recobró de nuevo su dignidad.

—Debo dejarle; el señor Rivière me necesita para algunas decisiones graves.

Cuando Robineau penetró en la oficina, Rivière lo había olvidado. Se hallaba meditabundo ante un mapa donde se destacaba en rojo la red de la Compañía. El inspector esperaba órdenes. Después de muchos minutos, Rivière, sin volver la cabeza, le preguntó:

—¿Qué piensa de este mapa, Robineau?

A veces, planteaba jeroglíficos al despertar de un ensueño.

—Este mapa, señor director…

El inspector, en realidad, no pensaba nada, pero, examinando resueltamente el mapa con aire severo, inspeccionaba a bulto Europa y América. Rivière, por otra parte, continuaba sin comunicárselas, sus meditaciones: «El rostro de esa red es hermoso, pero duro. Nos ha costado muchos hombres, y hombres jóvenes. Se impone aquí con la autoridad de las cosas ya construidas, pero ¡cuántos problemas plantea!». No obstante, el objetivo, para Rivière, lo dominaba todo.

Robineau, de pie a su lado, examinando aún el mapa con la misma firmeza, se enderezaba poco a poco. De Rivière no esperaba ninguna compasión.

Una vez había probado suerte confesando su vida destrozada por causa de su ridícula enfermedad, pero Rivière le había respondido con un exabrupto: «Si eso os impide dormir, estimulará también vuestra actividad».

Era un exabrupto a medias, pues Rivière acostumbraba a afirmar: «Si el insomnio de un músico le hace crear hermosas obras, es un hermoso insomnio». Un día, había designado a Leroux: «Dígame si no es hermosa esa fealdad que rechaza el amor…». Todo lo que de grande tenía Leroux, lo debía tal vez a esa desgracia, que había limitado su vida entera a la del oficio.

—¿Es usted amigo de Pellerin?

—¡Eh…!

—No se lo reprocho.

Rivière dio media vuelta y, con la cabeza inclinada, a cortos pasos, arrastró consigo a Robineau. Una triste sonrisa, que Robineau no comprendió, le vino a los labios:

—Sin embargo…, sin embargo, usted es el jefe.

—Sí —dijo Robineau.

Rivière pensó que de esa manera, cada noche, una acción se desarrollaba en el cielo como un drama. Una flexión de voluntades podía acarrear un desastre; tal vez habría que luchar mucho hasta el nuevo día.

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