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Authors: Antoine de Saint-Exupéry

Tags: #Drama, Histórico, Relato

Vuelo nocturno (8 page)

Fabien anda errante sobre el esplendor de un mar de nubes: la noche; pero, más abajo, está la eternidad. Marcha perdido entre las constelaciones que habita solo. Tiene aún el mundo en sus manos, y le inclina contra su pecho. Aprieta sobre el volante el peso de una a otra estrella, el inútil tesoro, que será preciso entregar…

Rivière piensa que una estación de radio lo escucha aún. Sólo una onda musical, sólo una modulación une aún a Fabien con el mundo. Ni una queja. Ni un grito. Sino la nota más pura que jamás haya dado la desesperanza.

XIX

Robineau lo sacó de su soledad.

—Señor director, he pensado…, se podría intentar…

No tenía nada que proponer. Pero testimoniaba así su buena voluntad. Hubiera deseado encontrar una solución, y la buscaba como la de un jeroglífico. Siempre encontraba soluciones que Rivière jamás escuchaba: «Ya lo ve usted, Robineau, en la vida no existen soluciones. Existen sólo piezas en movimiento: es preciso crearlas, y las soluciones vienen detrás». También Robineau limitaba su acción a crear una fuerza en movimiento en la corporación de los mecánicos. Una humilde fuerza en movimiento, que preservaba de la herrumbre a los cubos de hélice.

Pero los acontecimientos de esta noche encontraban a Robineau desarmado. Su título de inspector no poseía ningún poder sobre las tormentas, ni sobre una tripulación fantasma, que no se debatía en realidad por una prima de exactitud, sino para escapar a una sola sanción, que anulaba las de Robineau: la muerte.

Y Robineau, ahora inútil, vagaba por las oficinas, sin ocupación.

La mujer de Fabien se hizo anunciar. Traída por la inquietud, esperaba en la oficina de los secretarios que Rivière la recibiese. Los secretarios, a escondidas, alzaban sus ojos hacia este rostro. Experimentaba una especie de vergüenza, y miraba, temerosa, a su alrededor: todo aquí le era hostil. Esos hombres, que continuaban su trabajo, como si anduvieran sobre un cuerpo; esos expedientes donde la vida humana, el dolor humano no dejaba otro residuo que el de las duras cifras. Buscaba señales que le hablasen de Fabien; en su casa, todo le recordaba esa ausencia: el lecho desembozado, el café servido, un ramo de flores… Aquí no descubría ninguna traza. Todo se oponía a la piedad, a la amistad, al recuerdo. La sola frase que oyó, pues nadie levantaba la voz ante ella, fue el juramento de un empleado, que reclamaba una factura: «… La factura de las dínamos, ¡santo Dios!, que expedimos a Santos». Ella levantó los ojos sobre este hombre, con una expresión de infinita sorpresa. Luego, sobre la pared donde se desplegaba un mapa. Sus labios temblaban algo, apenas.

Adivinaba, con embarazo, que representaba aquí una verdadera enemiga, lamentaba casi haber venido, hubiera deseado esconderse, y, por miedo a que fuese demasiado reparada su presencia, retenía la tos y el llanto. Se descubría insólita, inconveniente, como desnuda. Pero su verdad era tan fuerte, que las miradas fugitivas venían, a escondidas, incansablemente, a leerla en su rostro. Esa mujer era muy hermosa. Revelaba a los hombres el mundo sagrado de la felicidad. Revelaba qué materia augusta se lastima, sin saberlo, al actuar. Bajo tantas miradas, entornó los ojos. Revelaba qué paz, sin saberlo, se puede destruir.

Venía a interceder tímidamente por sus flores, por su café servido. De nuevo, en esta oficina, más fría aún, su débil temblor de labios volvió a aparecer. También descubría su propia verdad, inexpresable, en este otro mundo. Todo lo que en ella se erguía de abnegación casi salvaje, por ferviente, le parecía tomar aquí un rostro inoportuno, egoísta. Hubiese querido huir.

—Le molesto…

—No me molesta usted, señora —le dijo Rivié-re—; desgraciadamente, ni usted ni yo podemos hacer otra cosa que esperar.

Ella alzó débilmente sus espaldas; Rivière comprendió el sentido del gesto: «Para qué la lámpara, la cena servida, las flores que voy a encontrar de nuevo…». Una joven madre había confesado un día a Rivière: «Aún no he comprendido la muerte de mi hijo. Son las pequeñas cosas las que son duras: sus vestidos, con los que me encuentro, y, si me despierto durante la noche, esa ternura, ya inútil como mi leche, que me sube sin embargo al corazón…». También para esa mujer la muerte de Fabien comenzaría apenas mañana, en cada objeto, en cada acto, ya vano. Fabien abandonaría lentamente su casa. Rivière silenciaba una profunda piedad:

—Señora…

La joven mujer se retiraba, con sonrisa casi humilde, ignorando su propia potencia.

Rivière se sentó, algo sombrío.

«Pero ella me ayuda a descubrir lo que yo buscaba…».

Golpeteaba distraídamente los telegramas de protección de las escalas Norte. Meditaba:

«No pedimos ser eternos; pedimos tan sólo no ver que los actos y las cosas pierden de repente su sentido. El vacío que nos envuelve, se hace entonces patente…».

Sus miradas cayeron sobre los telegramas:

«Y he aquí por dónde se introduce en nosotros la muerte: esos mensajes que carecen ya de sentido…».

Contempló a Robineau. Ese muchacho mediocre, ahora inútil, no tenía sentido. Rivière le dijo casi con dureza:

—¿Es preciso que le dé yo mismo trabajo?

Luego Rivière empujó la puerta que daba sobre la sala de los secretarios, y la desaparición de Fabien le sorprendió, evidente, por señales que la señora Fabien no había sabido ver. La ficha del «R. O. 903», el avión de Fabien, figuraba ya en el tablero mural, en la columna del material indisponible. Los secretarios, que preparaban los papeles del correo de Europa, sabiendo que saldría con retraso, trabajaban mal. Desde la pista, pedían informaciones para las tripulaciones que, ahora, velaban sin objeto. Las funciones de la vida se habían hecho más lentas. «La muerte, hela aquí», pensó Rivière. Su obra se parecía a un velero averiado, sin viento, sobre el mar.

Oyó la voz de Robineau:

—Señor director…, se habían casado hace seis semanas…

—Váyase a trabajar.

Rivière seguía contemplando a los secretarios, y, más allá de los secretarios, a los peones, a los mecánicos, a los pilotos, a todos aquellos que le habían ayudado en su obra, con fe de constructores. Pensó en las pequeñas ciudades de antaño, que oían hablar de las «islas» y se construían un navío. Para cargarlo con su esperanza. Para que los hombres pudiesen ver cómo su esperanza abría las velas sobre el mar. Todos engrandecidos, todos sacados fuera de sí mismos, todos libertados por un navío. «El objetivo, tal vez, nada justifica, pero la acción libera de la muerte. Esos hombres perduraban a causa de su navío».

Rivière luchaba también contra la muerte, cuando dé a los telegramas su pleno sentido, a las tripulaciones nocturnas su inquietud, y a los pilotos su objetivo dramático. Cuando la vida impulse esta obra como el viento impulsa un velero en el mar.

XX

Comodoro Rivadavia ya no oye nada; pero, a mil kilómetros de allí, a veinte minutos más tarde, Bahía Blanca capta un segundo mensaje:

«Descendemos. Entramos en las nubes…».

Luego esas dos palabras de un texto oscuro aparecieron en la estación de Trelew.

«… ver nada…».

Las ondas cortas son así. Se las capta allí, se es sordo a ellas aquí. Luego, sin razón alguna, todo cambia. Esa tripulación, cuya posición es desconocida, se manifiesta ya a los vivos, fuera del espacio, fuera del tiempo; y sobre las hojas blancas de las estaciones de radio son ya fantasmas que escriben.

¿Se ha agotado el combustible o el piloto juega su última carta: encontrar tierra sin estrellarse? La voz de Buenos Aires ordena a Trelew:

«Pregúntenselo».

La estación de escucha de T. S. H. parece un laboratorio: níqueles, cobres y manómetros, red de conductores. Los operadores de guardia, en blusa blanca, silenciosos, parecen inclinados sobre un sencillo experimento.

Con sus dedos delicados tocan los instrumentos, exploran el cielo magnético, buscan la vena de oro.

«¿No responde?».

«No responde».

Tal vez van a captar esa nota que sería una señal de vida. Si el avión y sus luces de bordo remontan entre las estrellas, oirán tal vez el canto de esa estrella…

Los segundos manan. Manan, en verdad, como sangre. ¿Dura aún el vuelo? Cada segundo arrastra una posibilidad. Por eso el tiempo que transcurre parece destruir. Del mismo modo que, a lo largo de veinte siglos, toca un templo, prosigue su camino sobre el granito y entierra el templo en polvo, ahora, siglos de usura se agolpan en cada segundo y amenazan a una tripulación.

Cada segundo se lleva algo. Esa voz de Fabien, esa risa de Fabien, esa sonrisa. El silencio gana terreno. Un silencio cada vez más pesado, que se tiende sobre esta tripulación como el peso de un mar.

Entonces alguien advierte:

«La una cuarenta. Último límite del combustible: es imposible que aún siga volando».

Y la paz se hace.

Algo amargo y soso sube a los labios como en el término de un viaje. Algo se ha consumado de lo que nada se sabe, algo descorazonador. Ya entre todos esos níqueles y esas arterias de cobre, se experimenta la misma tristeza que reina sobre las fábricas destruidas. Todo ese material parece pesado, inútil, desafectado: un peso de ramas muertas.

No hay más remedio que esperar el nuevo día.

Dentro de algunas horas, surgirá a la luz toda Argentina, y esos hombres permanecerán allí, como sobre la playa, frente a la red de la que se tira lentamente, muy lentamente, y no se sabe lo que contendrá.

Rivière, en su oficina, experimenta esa paralización que sólo permiten los grandes desastres, cuando la fatalidad libera al hombre. Ha hecho poner alerta a la Policía de toda una provincia. No puede hacer nada más, es preciso esperar.

Pero el orden debe reinar incluso en la mansión de los muertos. Rivière, con un gesto, llama a Robineau:

—Telegrama para las escalas Norte: «Prevemos retraso importante del correo de Patagonia. Para no retrasar demasiado correo Europa, juntaremos correo Patagonia con próximo correo Europa».

Se dobla un poco hacia adelante. Pero hace un esfuerzo y se acuerda de algo, que era grave. ¡Ah, sí! Y para no olvidarlo:

—Robineau.

—¿Señor Rivière?

—Redacte una nota: Prohibición a los pilotos de sobrepasar las mil novecientas revoluciones: me destrozan los motores.

—Bien, señor Rivière.

Rivière se dobla algo más. Necesita, ante todo, soledad:

—Márchese, Robineau. Márchese, querido…

Y Robineau se asusta de esta igualdad ante las sombras.

XXI

Robineau vagaba ahora, melancólico, por las oficinas. La vida de la Compañía se había detenido, pues aquel correo previsto para las dos sería suspendido y no partiría hasta que fuese de día. Los empleados, con rostros herméticos, velaban aún, pero esta vela era inútil. Se recibían aún, con ritmo regular, los mensajes de protección de las escalas Norte, pero sus «cielos limpios», y sus «luna llena», y sus «viento nulo» evocaban la imagen de un reino estéril. Un desierto de luna y de piedras. Como Robineau hojease sin saber por qué un expediente en el que trabajaba el jefe de oficina, percibió que éste, de pie ante él, esperaba, con un respeto insolente, a que se lo devolviese. Con la expresión decía: «Cuando a usted le plazca, ¿no? Es mío…». Esa actitud de un subalterno desagradó al inspector, pero no se le ocurrió ninguna réplica, e, irritado, le tendió el expediente. El jefe de la oficina se sentó de nuevo con gran nobleza. «Hubiera debido mandarlo a paseo», pensó Robineau. Entonces, anduvo algunos pasos pensando en el drama. Ese drama entrañaría la desgracia de una política, y Robineau lloraba un doble luto.

Luego, le vino la imagen de un Rivière encerrado en su oficina, y que le había dicho: «Querido…». Nunca, a ningún hombre, le había faltado apoyo en tal grado. Robineau sintió por él una gran piedad. Combinaba en su cabeza algunas frases oscuramente destinadas a compadecer, a aliviar. Un sentimiento, que juzgaba muy hermoso, le animaba. Entonces llamó con suavidad. No le contestaron. No se atrevió a llamar más fuerte en ese silencio, y empujó la puerta. Rivière estaba allí. Robineau entraba en los dominios de Rivière, por primera vez, casi en pie de igualdad, como el sargento que, entre las balas, se reúne con el general herido, lo acompaña en la derrota y se convierte en su hermano en el destierro. «Ocurra lo que ocurra, estoy con usted», parecía querer decir Robineau.

Rivière callaba y, con la cabeza inclinada, contemplaba sus manos. Robineau, de pie ante él, no se atrevía a hablar. El león, incluso derribado, le intimidaba. Robineau preparaba frases cada vez más ebrias de devoción, pero cada vez que levantaba los ojos, encontraba aquella cabeza inclinada en tres cuartos, aquellos cabellos grises, aquellos labios apretados ¡sobre qué amargura! Por fin se decidió:

—Señor director…

Rivière levantó la cabeza y le miró. Rivière despertaba de una meditación tan profunda, tan lejana, que tal vez no se había dado cuenta aún de la presencia de Robineau. Y nadie supo jamás lo que meditó, ni lo que experimentó, ni qué luto se había hecho en su corazón. Rivière contempló a Robineau, largamente, como el testigo vivo de alguna cosa. Robineau se sintió incómodo. Cuanto más contemplaba Rivière a Robineau, más se dibujaba sobre los labios de aquél una incomprensible ironía. Cuanto más contemplaba Rivière a Robineau, más enrojecía éste. Y más parecía a Rivière que Robineau había venido a testimoniar, con una buena voluntad conmovedora y desgraciadamente espontánea, la estupidez de los hombres.

Robineau se azoró por completo. Ni el sargento, ni el general, ni las balas existían. Sucedía algo inexplicable. Rivière seguía mirándole. Entonces Robineau, a pesar suyo, rectificó ligeramente su actitud, sacó la mano del bolsillo izquierdo. Rivière seguía mirándole. Finalmente, Robineau, con infinito embarazo, sin saber por qué, balbució:

—He venido a recibir órdenes.

Rivière sacó su reloj, y dijo, simplemente:

—Son las dos. El correo de Asunción aterrizará a las dos y diez. Que el correo de Europa despegue a las dos y cuarto.

Y Robineau esparció la sorprendente noticia: no se suspendían los vuelos nocturnos. Y Robineau se dirigió al jefe de oficina:

—Tráigame ese expediente para que lo compruebe.

Y cuando estuvo delante del jefe de oficina:

—Espere.

Y el jefe de oficina esperó.

XXII

El correo de Asunción comunicó que se disponía a aterrizar.

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