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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (42 page)

Ché tragó saliva. Miró a Ash a través de la escuálida hoguera mientras pensaba que el viejo roshun era uno de los últimos miembros que quedaban de su orden y que él ni siquiera lo sabía.

Ese conocimiento era como guardar un secreto sucio en la cabeza.

—Saben que los roshuns están en Cheem —dijo Ash al cabo, y levantó los ojos con un repentino brillo de rabia para lanzarle una mirada acusadora.

Ché prefirió guardar silencio.

El viejo roshun lanzó a un lado la capa y se levantó decidido a embestir a Ché, pero se desplomó en el suelo antes de llegar a él. Ché siguió callado, observando cómo el anciano intentaba en vano levantarse.

Finalmente, Ché se puso en pie, arrastró a Ash hasta el lugar en el que había permanecido acostado y volvió a cubrirle el cuerpo tembloroso con la capa. El extranjero contemplaba las nubes mientras su pecho se hinchaba y se deshinchaba aceleradamente. Ché se conmovió lo suficiente para hablar, para compartir con el anciano el dolor de sus propias pérdidas, pero en el último momento, cuando ya abría la boca, cambió de idea.

El roshun reía entre dientes, y el sonido irregular de su risa estaba cargado de amargura.

—Todo está perdido —dijo para sí Ash con la voz quebrada.

Ché ladeó la cabeza con curiosidad y vio cómo la sonrisa se esfumaba del rostro del extranjero de tierras remotas, que recuperaba la sobriedad.

—Supongo que quiere matarme.

El viejo roshun se lo quedó mirando fijamente.

—Lo haré cuando recupere las fuerzas.

Ash desvió la mirada y vio que un halcón joven se elevaba en el aire desde el otro lado del valle con las poderosas batidas de sus alas; llevaba una presa en las garras, una figura que se revolvía para soltarse.

El roshun volvió a tumbarse y cerró los ojos.

Toro observaba a la luz tenue del amanecer a los soldados imperiales que batían el campo de batalla en busca de supervivientes. Marchaban en parejas, y cuando encontraban a uno de los suyos que todavía respiraba avisaban a gritos a los camilleros. En el caso de que se toparan con un khosiano herido, primero comprobaban que no se tratara de un oficial y luego le hundían las lanzas hasta matarlo.

Una pareja de esa cuadrilla de limpieza se había detenido a escasa distancia de donde yacía Toro. Estaban examinando a un soldado herido de la Guardia Roja cuya mano sobresalía del campo de cadáveres que lo rodeaba. Uno de los soldados imperiales le propinó una patada en la mano y le aplastó el brazo con el pie para impedirle que volviera a levantarlo. Entretanto, su compañero le clavó dos veces la lanza, con los ojos en blanco como el cielo ceniciento que se extendía sobre sus cabezas.

Toro apartó la mirada, exhausto y ya sin esperanza.

Llevaba toda la noche atrapado bajo el peso descomunal de un hombre de las tribus del norte. El vapor que había despedido la sangre del gigantón al contacto con el aire fresco le había calentado el torso mientras el moribundo agonizaba, de modo que no tenía frío, únicamente estaba asfixiándose bajo la presión de su propia coraza partida, lo que bastaba para tenerlo aprisionado y convertir la respiración en una acción ardua que tenía que obligarse a realizar.

Para derribar a aquel gigantón en el caos de la batalla Toro había tenido que emplearse con la espada como nunca en su vida. Habían luchado como dos auténticos guerreros, sin rehuir al adversario ni escatimar esfuerzos. Toro se había llevado los peores golpes. Sabía que sólo tendría una oportunidad mínima de imponerse en la lucha… y la había aprovechado audazmente, a pesar de que las piernas estaban dejando de responderle. Un tajo en el muslo del norteño en el momento preciso, cortándole los ligamentos de la corva, le había permitido disfrutar del breve sabor de la victoria justo antes de que el hombretón lo embistiera y lo derribara con todo el peso de su cuerpo y Toro quedara atrapado donde yacía.

Una capa de sangre seca y agrietada cubría la zona del pómulo que parecía fracturada. Era incapaz de abrir el ojo derecho ni de mover la mano izquierda. A pesar de haberse empleado con todas sus fuerzas no había podido quitarse de encima el cuerpo del norteño.

«Bonito panorama», había pensado para sí, y había pasado la noche contemplando el cielo, escuchando cómo se iba debilitando el sonido del choque de aceros, consciente de que estaba solo.

Diseminados a su alrededor yacían los muertos y los heridos con los cuerpos cada vez más fríos. Un hombre sollozaba, con el cuerpo destrozado; otros lloraban del dolor y la conmoción que les provocaba la ausencia de alguna extremidad. Un muchacho llamaba a gritos a su madre, sin sentir vergüenza alguna por ello, y luego chillaba que no estaba preparado para morir. Se oían voces ahogadas y oraciones farfulladas; no sólo de khosionos, también de los soldados imperiales mezclados con ellos. Alguien con acento norteño hablaba con su esposa; le decía que pronto regresaría con ella, que la amaba, que sentía haberla traicionado. Otro llamaba a camaradas que ya no estaban en el campo de batalla o que yacían muertos a escasa distancia, pero nadie le respondía.

En un momento dado, el norteño descomunal se había despertado con una sacudida. Había escupido sangre y mirado a su alrededor como buenamente había podido, con los labios temblorosos. Entonces había intentado mover su enorme cuerpo sin éxito y había notado la presencia de Toro respirando debajo de él, todavía vivo.

En la lengua franca le había preguntado con voz bronca cuánto tiempo quedaba hasta el amanecer.

Charlaron un rato.

Dijo que se llamaba Ersha. Era un mercenario procedente de una tribu sengetti de la gélida estepa septentrional.

El hombre había vuelto a perder el conocimiento cuando había empezado a nevar de nuevo en mitad de la larga noche. Los copos se habían posado sobre los cuerpos retorcidos como una manta extendida por la maravillosa Madre del Mundo.

Ahora, a la luz cada vez más brillante de la mañana, Ersha soltó un gruñido; una bocanada de aire que escapó de sus labios como si hubiera estado conteniendo la respiración durante una eternidad. A lo largo de la noche, ambos cuerpos habían acabado fundiéndose en una amalgama de sangre seca y músculos entumecidos. El norteño, como en la ocasión anterior, hizo un esfuerzo descomunal con el brazo para intentar levantarse, pero de nuevo fracasó y a punto estuvo de aplastar a Toro cuando volvió a dejar caer el cuerpo con un suspiro.

—Los khosianos no valéis nada como cama —dijo en su rudimentaria lengua franca.

—Lo mismo podría decirse de vosotros los norteños como edredones —gruñó Toro.

El mercenario hizo un ruido parecido a un resuello, algo que quería ser una carcajada.

Toro torció el gesto acosado por las vibraciones que la risa provocó en el cuerpo que presionaba su armadura rota.

Ambos permanecieron en silencio un rato. El norteño también parecía tener dificultades para respirar.

La inquietud y no otra cosa acabó por animar a Toro a hablar de nuevo, aunque sólo fuera por distraer la mente.

—Dime, ¿es cierto que vuestras mujeres se ponen joyas en sus partes íntimas?

Ersha levantó la cabeza y volvió su rostro barbado hacia la figura que tenía debajo. Tenía los dientes afilados y puntiagudos.

—Sí. Es cierto. Ya formaba parte de nuestra tradición cuando los q’osianos empezaron a hacerlo.

—Vuestras mujeres deben de ser unas compañeras de cama interesantes.

—No sigas por ahí —resolló el norteño—. Conseguirás que me ponga a pensar en mis esposas y dudo que quieras que tenga una erección en estos momentos.

Toro hizo un esfuerzo para que no se le escapara una risa amarga.

—Voy a decirte algo: ya la tienes.

—Me tomas el pelo.

—Ojalá fuera así.

Hubo un momento de silencio.

—Uno pensaría que si se pasa la noche desangrándose es imposible que ocurra algo así —apuntó el norteño con su voz apagada.

—Sería lo lógico.

—Por cierto, felicidades por el tajo que me hiciste en la pierna.

Era la segunda vez que el norteño lo halagaba.

—La dejaste desprotegida. Tu defensa de la zona inferior es deficiente.

—Es por culpa de mi peso. Tú debes de tener el mismo problema.

—Sí.

Las nubes resplandecían en el cielo sobre sus cabezas. Se movían de un modo casi imperceptible, aunque cuanto más se concentraba en mirarlas más intensa era la sensación que tenía Toro de que eran él y el resto del mundo que yacía bajo su cuerpo los que se movían.

Otra voz distante quedó interrumpida en mitad de un alarido.

—Deberías alegrarte, Toro. ¿Qué es mejor, morir así, en tu patria arrasada, o pudrirte en una celda encerrado por el resto de tus días?

—Este final aquí, clavado al suelo por una erección, no tiene nada de glorioso.

—No sigas por ahí —le advirtió el norteño con una risita—. Me duele horrores cuando río.

Toro se estremeció por las sacudidas de la mole que tenía encima.

—No me has contado qué hiciste para merecer un castigo como éste.

Toro se humedeció los labios secos. Tenía tanta sed que le ardía la garganta.

—Maté a un hombre —respondió—. A un héroe de Bar-Khos.

—¿A un héroe? ¿Y qué te había hecho ese héroe?

—Se aprovechó de mi hermano pequeño. Y luego le rompió el corazón.

—Ah, ahora entiendo.

Toro estuvo escuchando un rato la respiración de Erhsa, cada vez más superficial. El norteño se esforzaba por mantenerse despierto.

Toro había coincidido en una ocasión con Adrianos, el héroe del asalto a Nomarl. Había sido dos años antes, cuando las multitudes habían acudido para presenciar el enfrentamiento de Toro contra el campeón de Al-Khos. Le había caído bien y le había gustado su ingenio, incluso había sentido cierta admiración por sus logros en sus enfrentamientos con las fuerzas imperiales.

El hermano menor de Toro había sentido la misma admiración por Adrianos cuando se convirtió en un miembro de los Especiales a sus órdenes. El año anterior, con sólo veinticuatro años, había muerto en una pelea de taberna que había iniciado él cuando un grupo de amigos de Adrianos había aparecido pregonando las virtudes del héroe. Toro había quedado trastornado por la muerte de su hermano pequeño; y su estado empeoró cuando descubrió el motivo de la pelea y por la repentina animadversión que sintió hacia Adrianos.

Sintió que la sangre empezaba a hervirle sólo de recordarlo. Dejó caer la cabeza a un lado y esperó a que el recuerdo escapara de su interior. A través de las lágrimas no veía más que cuerpos, una alfombra de hombres que se extendía en cualquier direcciones que mirara. Deseó que Wicks se encontrara bien. Deseó que el muchacho no se encontrara tirado en cualquier lugar entre el resto de los caídos.

Un par de botas entraron en su campo visual. Toro parpadeó para aclararse la visión, y cuando levantó la mirada vio a dos soldados apoyados en sus lanzas mirándolo.

—Aquí hay uno —dijo el de menor estatura de los dos, que levantó su arma y apuntó con el acero ensangrentado al cuello de Toro.

Toro se resistió a estremecerse. Esperó con los ojos abiertos con el único deseo de que fuera rápido.

—No —gruñó Ersha, que giró el cuello para volverse a los soldados—. Éste… éste es mío.

Los soldados repararon en el estado del gigantón y lo miraron con gesto de sorpresa.

—Son órdenes —repuso el de menor estatura—. No se hacen prisioneros. Hay que matar a todos excepto a los oficiales.

—Me importan una mierda las órdenes —bramó el norteño—. Éste es mío, ¿me habéis oído?

—¿Tuyo? Tendrás suerte si llegas a la noche.

El norteño hizo un esfuerzo para llevarse la mano al costado. Maldijo y al cabo sacó algo. De la mano le colgaba un cordón negro.

A continuación, resollando, pasó el collar por la cabeza de Toro y tiró de él hasta que se lo colocó alrededor del cuello. El cordón llevaba una piedra con una marca.

—Es mío —espetó con los dientes apretados.

Ché y Ash apenas hablaron durante su viaje a través de las colinas de las tierras bajas que flanqueaban el Valle Silencioso. Se habían propuesto alejarse del escenario de la batalla bordeándolo por el oeste, siguiendo el desarrollo natural del valle. Al sur dejaban las cimas más altas que precedían las montañas con los picos delgaduchos cubiertos de hielo; podían vislumbrarlas entre las frondas de los árboles mientras cruzaban barrancos y valles invadidos de salvia.

Ambos se habían puesto del revés las capas, de modo que el forro gris los hacía pasar inadvertidos. Ché dirigía el zel a pie mientras Ash iba sentado en la silla. El extranjero todavía estaba débil y a menudo pedía que se detuvieran para vomitar envuelto por las nubes de su propio aliento.

No tenían nada para comer. Ché cogía bayas por el camino, aunque Ash las rechazaba afirmando que se sentía incapaz de mantenerlas en el estómago. No había duda de que Ash había sufrido una conmoción, y Ché sabía que lo último que debía hacer era mover al anciano de aquella manera. Sin embargo, otra noche al raso con aquel frío gélido podía tener consecuencias peores y lo más probable era que Ash no sobreviviera a ella.

Entrada la tarde se detuvieron en la cresta de una colina de gran altura y otearon, con los ojos entrecerrados por el viento cortante, la llanura empantanada conocida como la Cuenca. La fértil extensión de tierra aparecía espolvoreada de nieve y escarcha, y las granjas y los pueblos moteaban los campos y los bosques de abedules, pino amarillo y tiq. De los campos con los cultivos todavía verdes para la cosecha se elevaban columnas de humo, y las familias tiraban de carros y guiaban el ganado por los caminos de tierra dejando atrás sus hogares.

El aire estaba sorprendentemente limpio, y Ché vislumbraba el lago Hirviente a diez laqs o más al noroeste, donde la ciudad de Tume flotaba como una mancha pálida de cuyo centro sobresalía una astilla negra; la ciudadela antigua, supuso Ché. Al norte, el cauce del río Canela, con sus aguas heladas, serpenteaba hasta el lago acompañado por la línea más recta de la carretera principal, en ese momento obstruida por hombres que avanzaban por ella con andares penosos: el ejército khosiano en retirada.

—Se dirigen a Tume —aseveró Ché.

El diplomático parpadeó y examinó de nuevo el gran lago y después la ciudad isla. Un puntito negro sobrevolaba la ciudadela: una aeronave. Levantó la mirada hacia las nubes cada vez más negras y sospechó que no tardaría en ponerse a nevar otra vez. Luego se volvió a Ash con la esperanza de que el viejo roshun sugiriera algo. Sin embargo, el extranjero cabeceaba vencido por el agotamiento.

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