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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (43 page)

—Sparus y el ejército no tardarán en llegar aquí —masculló Ché, casi para sí. Luego, más alto para que Ash lo oyera, añadió—: Las posibilidades son nulas.

Y tiró del zel para emprender la marcha con destino a la ciudad.

—¡Qué tortura! —exclamó Kris, acomodándose la mochila con el botiquín que llevaba colgada de la espalda—. Creo que estoy a punto de quedarme sin pies.

Curl se volvió hacia ella, pero no tuvo fuerzas para responder. También ella tenía los pies molidos, y el dolor no hacía más que crecer ahora que caminaban por las duras tablas del puente colgante que desembocaba en Tume.

Estaban rodeadas por los soldados heridos y maltrechos que cojeaban, arrastraban los pies y se ayudaban mutuamente hasta donde su estado se lo permitía. Como en el caso de Curl, los hombres estaban demasiado agotados para hablar. Sus semblantes derrotados estaban cubiertos de mugre y sangre salvo en las zonas protegidas por los cascos. Sus ojos parecían a punto de saltarles de las órbitas, como si hubieran pasado toda la noche mirando fijamente las llamas de un horno. Curl había desarrollado un sentimiento profundo de camaradería con aquellos guerreros. Habían realizado la travesía por el infierno juntos, y ese día se había dado cuenta de que ya no se sentía una civil, sino uno más de ellos.

En sentido contrario a la marea de soldados, otro flujo con un aspecto mucho más presentable compuesto por ciudadanos de Tume acarreaba sus pertenencias en su intento de huir de la ciudad. Cuando se cruzaban con los soldados les lanzaban miradas nerviosas que revelaban que los veían no como a unos salvadores sino como el presagio de una derrota. Curl no podía asegurar que se equivocaran.

Se ciñó la capa para protegerse del aguanieve. Tenía el pelo empapado pegado al cuero cabelludo, y las orejas le ardían del frío. Deseaba con todas sus fuerzas una capucha. Se limpió la cara y mantuvo la mirada fija en la espalda del soldado que la precedía. El hombre estaba temblando; no llevaba capa y marchaba con los brazos cruzados apretados fuertemente contra los costados. Su aliento se elevaba por encima del vendaje ensangrentado que le envolvía la cabeza.

Delante de él, siguiendo la extensa fila de hombres renqueantes, al final del puente, se divisaba una torre fortificada con las puertas abiertas, y al otro lado, la ciudad de Tume, que se extendía desordenadamente a ambos lados de la torre.

Sólo la ciudadela estaba construida sobre suelo firme. Las murallas y las torres se levantaban desde un montículo rocoso que se elevaba alto sobre los tejados. El resto de los edificios de la ciudad, todos ellos construidos de la misma madera que el puente, flotaban sobre amplias plataformas de lo que Kris llamaba simplemente hierbas del lago; una variedad de vegetación autóctona del lago que filtraba el agua para adquirir minerales y nutrientes y la mantenía limpia como un lago de montaña. Curl podía ver claramente la tierra del fondo del lago, las rocas cubiertas de algas depositadas en él y la vegetación. Más próximos a la superficie entrevió bancos de peces que mordisqueaban los zarcillos sueltos de las hierbas flotantes.

Ahora entendía el porqué del nombre del lago, pues en algunas partes borboteaba, sobre todo a lo largo de la orilla sur, donde el agua se arremolinaba, borbollaba y arrojaba ráfagas de vapor al aire frío.

—Si te acercas a aquella orilla, cavas un hoyo y esperas a que el agua lo inunde, puedes prepararte el desayuno —le dijo Kris cuando advirtió el interés de Curl.

Curl hizo un esfuerzo para asentir con la cabeza y se preguntó cómo era posible que alguien se planteara si quiera comer en ese entorno, con ese hedor pestilente a huevos podridos.

De pronto reparó en que delante de ella algunos hombres estaban mirando hacia el este, en dirección a la lejana orilla del lago. El paso continuo de civiles le impedía ver lo que miraban.

—Escucha —le dijo Kris, y eso hizo.

Arrastrados por la brisa que peinaba el agua llegaron los rugidos apagados de disparos.

—Ya vienen —dijo Kris.

Los ciudadanos de Tume también los oían. Un murmullo se propagó por la columna de civiles y luego estallaron los gritos de alarma. Algunos dieron media vuelta para refugiarse en la ciudad. Otros apretaron el paso ansiosos por desaparecer de allí.

Los soldados continuaron su marcha con la única idea en la cabeza de conseguir un techo y un plato de comida caliente.

Capítulo 30

La quema de puentes

Se decía que la tortuga tenía trescientos años de edad, tantos como la ciudadela que había sido su único hogar. En su larga y lenta vida, la criatura había pasado por épocas de hambruna y de prosperidad, de paz y de guerra, incluso de revolución. Sus ojos habían visto envejecer y morir entre aquellos muros húmedos, generación tras generación, a los miembros de la familia gobernante de Tume. Había presenciado el nacimiento bañado de sangre de niños, los espléndidos bailes y banquetes, las discusiones enconadas, las enemistades, las aventuras amorosas, las enfermedades mortales, hasta convertirse en historia viva, en un vínculo con los antepasados desaparecidos y los descendientes aún por nacer.

La tortuga no parecía dar importancia a su prestigio mientras hacía equilibrios torpemente con las patas traseras apoyadas en una mesita baja y estiraba el cuello largo y áspero para alcanzar una manzana verde que se encontraba en un frutero, sin prestar atención a los soldados que buscaban un espacio libre alrededor de las paredes del gran salón.

Era tan tranquila que ni siquiera se inmutó cuando un par de guanteletes se estrellaron en la mesa junto al frutero ni dio muestras de interés por el hombre que pasó junto a la mesa sin atemperar sus andares briosos. La tortuga tiró la manzana al suelo y empezó a masticarla mientras el tipo se dirigía a grandes zancadas hacia la gente congregada alrededor del fuego que ardía en la chimenea central.

La figura del hombre aparecía agrandada por la ira que rezumaba y la gruesa piel de oso que llevaba encima.

—¿Dónde están mis malditos refuerzos? —espetó el general Creed al principari de Tume. Su voz retumbó bajo el techo abovedado del salón—. ¿Dónde están las tropas de reserva de AlKhos? —añadió a voz en grito cuando el hombre que miraba el fuego se dio la vuelta para encararlo.

Vanichios abrió los ojos una pizca más bajo el ala de su sombrero de terciopelo azul. En su rostro no había rastro del maquillaje que solían utilizar los Michinè.

El principari hizo un gesto con la cabeza para que los hombres que tenía a su alrededor, todos ellos vestidos con el atuendo verde de consejero, se marcharan. Entrelazó las manos en la espalda y esperó la llegada de Creed, que ya se había encaminado hacia él. El brillo de los diamantes que llevaba puestos destacaba en su lustrosa túnica de seda.

Creed se detuvo frente a él. Estaba sin aliento, y se llevó una sorpresa cuando Vanichios le tendió las manos y le dio un beso en cada mejilla como si todavía fueran amigos. El principari olía ligeramente a bayas de sauco y a jabón.

—General —dijo Vanichios con su voz melosa, evaluando con preocupación el estado de Creed—.Vamos, tenemos que hablar.

Sin esperar una respuesta, el principari enfiló hacia una alcoba donde no había soldados y donde su esposa, Carine, supervisaba los trabajos de un grupo de criados que estaban retirando cuadros y libros valiosos de las estanterías.

—Carine —dijo suavemente Vanichios dirigiéndose a su esposa—, por favor, déjalo. Los niños y tú debéis prepararos.

Carine se apartó el pelo cano del rostro y miró fijamente a Creed mientras su marido los presentaba.

—Bienvenido, general —dijo Carine—. Por favor, siéntase en su casa. Debe de estar agotado.

En su voz no había atisbo de rencor, únicamente educación, y Creed, allí de pie, embutido en su armadura pestilente y con sus hombres a su alrededor comportándose como si estuvieran en su casa, se sintió inmediatamente abochornado por los gritos que acababa de proferir. Se había quedado sin palabras, así que optó por inclinar cortésmente la cabeza.

La verdad era que había esperado un recibimiento mucho más frío en aquel salón del principari, el hombre que en el pasado había sido su amigo, cuando eran un par de oficiales solteros en las filas de la Guardia Roja. Llevaban quince años sin hablarse; desde el día en que se habían batido en duelo y Creed había contraído matrimonio con la mujer que lo había ocasionado.

Mientras Vanichios —con la cicatriz del duelo todavía visible en la mejilla derecha de su rostro, con la tez tensa por la falta de sueño y las preocupaciones— pedía a su mujer que los dejara solos, Creed se dio cuenta de que lo pasado, pasado estaba. Había irrumpido de mala manera en el hogar de un hombre que ya no le deseaba ningún mal, el hogar de una familia acuciada de pronto por la llegada de la guerra.

Cuando Carine dio media vuelta para marcharse, Creed observó las miradas que intercambiaban marido y mujer y pudo ver el vínculo que los unía. Sintió una punzada de deseo nostálgico, pero no por aquella mujer, sino por la suya.

—Las tropas de reserva —apuntó Marsalas, ahora en un tono reposado, mientras Vanichios le señalaba una silla y él mismo se dejaba caer en la de enfrente—. ¿Por qué no están aquí?

—Porque todavía están a cuatro días de marcha forzada —respondió el principari, acomodándose en la silla y se colocaba el dobladillo de la túnica sobre el regazo—. Ayer mismo partieron de Al-Khos.

—¿Cómo? —exclamó Creed.

—Al parecer, Kincheko ha estado protestando la decisión de cedernos sus tropas de reserva.

Creed se apretó la frente como si sufriera un fuerte dolor de cabeza. Intentó serenarse mientras asimilaba el alcance de la noticia.

—¡Le arrancaré la cabeza!

—No si lo puedo hacer yo antes —repuso Vanichios.

Creed pudo ver la irritación genuina que el principari escondía tras su gesto impertérrito. Se incorporó en la silla y la armadura y la piel avejentada del asiento crujieron.

—No podemos defender la ciudad —aseveró con la mirada clavada en Vanichios—. No sin la artillería pesada que se suponía que iban a traer.

Vanichios también mantenía la mirada firme, e hizo un gesto de asentimiento prácticamente imperceptible con la cabeza.

—Tenemos los cañones que nos enviaste.

—Esos cañones de campaña no servirán de nada contra el asedio que se nos avecina. Mi única intención era mantenerlos lejos de las manos de los mannianos.

Creed se daba cuenta de que estaba diciendo algo que Vanichios ya sabía. Suspiró frustrado y paseó la mirada por la cámara. Luego siguió la columna de humo que salía del fuego y trepaba hasta el techo abovedado, donde se filtraba por las rendijas del círculo de huecos tiznados o era devuelto en ráfagas de aguanieve. Allí arriba estaban creciendo árboles, solanos de hojas moradas que brotaban de las mismas paredes y colgaban sobre la cámara. Debajo de las frondas, sus hombres descansaban sentados o tumbados desparramados por el suelo, y seguían entrando más, que caían desplomados en cualquier espacio vacío que encontraban para echar una cabezada.

—Llegarán cuatro días tarde —reflexionó en voz alta sin mirar a Vanichios—. ¿Qué lo ha convencido al final?

—Amenacé a Kincheko con retarle a un duelo si no los enviaba.

—¡Ah! —exclamó Creed—. Entonces debe de ser peor que tú con la espada.

Ambos esbozaron una sonrisa que se abrió paso entre la multitud de preocupaciones que los acuciaban. Vanichios incluso se tocó la cicatriz de la mejilla e hizo una mueca de indignación. Se echaron a reír estruendosamente y atrajeron la atención de los hombres que atiborraban la cámara.

—Me alegra ver que estás bien y de una pieza —dijo Vanichios en un tono afectuoso—. Te lo digo en serio. Hemos dejado pasar demasiado tiempo para esta reunión, y ahora… —Hizo un gesto cortando el aire con la mano—. Ahora estamos con el agua al cuello y sin tiempo de ponernos al día.

Creed se limpió una lágrima que le había brotado en el ojo de la risa. Sí, se sentía feliz de estar allí, pensó, de volver a hablar con Vanichios.

La guerra podía tener un montón de cosas odiosas, pero no podía negarse que tenía una capacidad incomparable para acabar de un plumazo con las estupideces de la vida cotidiana. Creed no pudo más que volver a sentir admiración por el hombre que tenía enfrente, su humanidad con los menos afortunados en las ocasiones en las que él mismo no veía más que desdicha. Creed siempre había pensado que ello se debía a que Vanichios había crecido como el menor de cuatro hermanos, la posición más baja en la jerarquía tradicional de una familia Michinè.

Vanichios había sobrevivido a su padre y a sus hermanos, y se había encontrado de pronto siendo el señor de Tume, y Creed sabía que eso era lo último en lo que habría deseado convertirse. Sin embargo, cumplía a la perfección con su responsabilidad, pensó Creed. Parecía haber nacido para ello.

Vanichios se inclinó hacia delante y estrechó la distancia que los separaba.

—Te envié mis condolencias —dijo en un hilo de voz—. Espero que las recibieras a tiempo.

—Sí —respondió Creed con sorpresa—. Tus palabras me llegaron al corazón.

Recordó entonces la carta que había llegado tras el funeral de su esposa. Asolado por la pena, no le había prestado atención, y por unas cosas o por otras, con el paso del tiempo había acabado extraviándose.

—Lloré cuando me enteré de su fallecimiento —confesó Vanichios sin rubor, y desvió repentinamente la mirada, como si quisiera evitar continuar hablando. También él había estado profundamente enamorado de Rose.

Creed dio unas palmaditas en el brazo de su silla. No sabía qué decir. Nunca se le habían dado bien esas situaciones.

Debajo de su silla estaba formándose un charco con el agua derretida del aguanieve que poblaba su sobretodo. Las gotitas seguían cayendo ruidosamente en él.

—Los traíamos pisándonos los talones, viejo amigo —dijo al fin—.Tenemos que quemar el puente antes de que lo asalten.

Vanichios juntó las manos bajo la barbilla y repitió el leve gesto de asentimiento con los labios fruncidos.

—Eso los mantendrá alejados un par de días como máximo, hasta que construyan uno nuevo. Después… —Creed meneó la cabeza, ponderando rápidamente sus opciones. La rapidez de pensamiento era el talento en el que más confiaba—. Debemos iniciar la evacuación de la ciudad —aseveró—. Ahora.

El principari entornó el ojo izquierdo.

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