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Authors: Charlotte Roche

Tags: #GusiX

Zonas Húmedas (11 page)

Miro fijamente la pantalla negra tratando de centrarme en la voz que está hablando. Ni idea. Vuelvo a apagar la televisión. No me apetece jugar. Entre dos es mucho más divertido. Preguntaré a Robin cuando tenga tiempo. O sea, nunca.

¿A qué más se puede jugar en esta habitación? Ya se me ocurrirá algo.

Me hundo en la almohada todo lo que puedo y echo la cabeza atrás para explorar una zona que aún no he visto. ¡De ahí es de donde viene esa luz tan intensa! En la pared hay varios tubos de neón montados en fila y cubiertos por una madera para no cegarte completamente. Me fijo en el dibujo y sólo aprecio chochitos. Siempre que veo tablas alineadas de madera veteada distingo chochos de todas las formas y tamaños. Como en la puerta de mi cuarto en casa. Las puertas suelen estar recubiertas de esas capas de madera delgadas dispuestas simétricamente. Es como en las clases de arte de cuando era pequeña. Se borronea algo con acuarelas y mucha agua en el centro de una hoja, se dobla, se aprieta brevemente, se vuelve a desdoblar y queda lista la pintura del chocho. Hago un esfuerzo para apreciar algo distinto en la cubierta de los tubos de neón. Es imposible. ¡Sólo veo coños! Pulso el timbre de emergencia. ¿Qué podría desear? Rápido, hay que inventarse algo.

Llaman, se abre la puerta. Entra una enfermera. Aunque... primero ha abierto la puerta y después ha llamado. Soy tan cortés con esta burra de enfermera que he invertido el orden de las acciones para no dejarla mal ante mí. Seguramente la ha mandado Robin. Lo he dejado descolocado de veras, tendré que arreglarlo. La enfermera se llama Margarete. Lo pone el rótulo que lleva en los pechos. Primero me he fijado en ellos, los pechos, y después en la cara. Así, al revés, lo hago a menudo. Estoy fascinada con su cara. Está increíblemente aseada. Una mujer cuidada, que dicen.

Como si eso fuera ya un valor especial. En el instituto llamamos a esas alumnas «niñas Pasteur» o «hijas de Don Limpio». No sé cómo lo hacen, pero siempre parecen mejor lavadas que las demás. Están totalmente inmaculadas, desinfectadas, sintéticas. Cada punto de su cuerpo, por minúsculo que sea, ha sido objeto de alguna atención.

Lo que esas tías no saben es que cuanto más se ocupan de esos detalles, tanto más inflexibles se hacen. Adoptan una postura rígida y antisexy porque no quieren estropear todo el trabajo que han hecho.

Las mujeres cuidadas se hacen las uñas, las manos, la cara, los labios, el pelo, la piel, los pies. Se pintan, se depilan, se tiñen, se rizan, se esmaltan, se exfolian y se untan con crema.

Se sientan tiesas como una estatua rococó porque saben cuánto trabajo han invertido y quieren que les dure el mayor tiempo posible.

¡Quién se va a atrever a sobar y follar a esas tías!

Todo lo que se considera sexy, el pelo revuelto, los tirantes cayéndose de los hombros, el brillo del sudor en la cara, da una imagen de desorden, sí, pero llama al toqueteo.

Margarete me mira interrogativa. Debo decir, pues, qué me ocurre.

—Necesito un cubo de basura para mis gasas sucias. Si las dejo sobre la mesilla, vician el olor de la habitación.

Muy convincente, Helen. Bien hecho.

Comprende mi fingido deseo de mayor higiene hospitalaria, dice «por supuesto» y se va.

Oigo ruido fuera. Algo pasa. Seguro que no es nada del otro mundo. El día a día del hospital. Calculo que estarán repartiendo la cena. Aquí se está sometido a un horario férreo ideado por algún pirado. A partir de las seis de la mañana las enfermeras arman un jaleo de mil demonios por los pasillos. Entran, traen el café, limpian la habitación, me limpian a mí. Estás presa como en una colmena de revoloteantes abejas obreras. Lo único que la gente enferma quiere de verdad es dormir, y es justamente eso lo que el personal aquí no tolera. Si después de una mala noche (y en el hospital todas las noches son malas) quiero recuperar el sueño durante el día, hay por lo menos ocho personas que se confabulan contra mí y mi necesidad de dormir. Ninguna de las personas que trabajan en el hospital se fija al entrar en la habitación en si los enfermos están durmiendo. Simplemente gritan «¡buenas!» y hacen, con gran escándalo, lo que tienen que hacer. Podrían suprimir ese «¡buenas!» y realizar sus actividades silenciosamente y con consideración. Ven con malos ojos que descanses. He oído decir que a los depresivos no hay que dejarlos dormir demasiado porque eso incrementa la depresión. Pero esto no es un loquero. A veces tengo la impresión de que con su manía de despertar al personal controlan si sus pacientes están aún vivos. En cuanto echas una cabezadita se lanzan a rescatarte de las garras de la muerte. «¡Buenas!»

La enfermera vuelve con un pequeño cubo de la basura cromado y lo pone sobre la mesilla. Acciona el pedal negro con la mano, la tapa se abre de golpe y deposito en su interior la gasa sucia que tenía entre mis nalgas. La manera como Margarete manipula el pedal también es típica de las mujeres cuidadas. Cuida escrupulosamente sus uñas y lo toca todo con las yemas exclusivamente. Fenómeno extraño. Está claro que cuando las uñas están recién pintadas procuras que no toquen nada hasta que se hayan secado. Pero algunas mujeres mantienen esa actitud en estado seco. Muy cursi, eso. Como si les diera asco todo lo que las rodea.

—Muchas gracias. Soy un tanto peculiar en lo que se refiere a la higiene —digo, sonriéndole de oreja a oreja.

Asiente con gesto sabedor, pero no sabe nada. Piensa que quiero un ambiente ordenado y que me molesta el olor o que me avergüenzo del aspecto que tienen mis gasas cuando las saco del trasero. En realidad soy un poco peculiar en asuntos de higiene porque la verdad es que me importa un rábano y porque desprecio a las personas como Margarete, higiénicas, aseadas, asépticas.

¿Qué me pasa? ¿Por qué me mosqueo tanto con ella? Si todavía no me ha hecho nada.

Soy yo la que le tomo el pelo a ella con mi deseo de disponer de un cubo de basura. Cuando desprecio a alguien de esa manera y me dan ganas de pegarle o al menos de ponerle a parir, suele avecinarse mi periodo menstrual. Lo que faltaba.

Margarete dice:

—Que se divierta con su nuevo cubo de basura.

Claro que sí. Muchas gracias, tía guasona.

11

Bastante sangre he perdido ya en mis bajos. Bastante guerra me está dando la llaga del ano para que encima tenga que recoger el flujo de la sangre menstrual. Aparte de un leve estado de irritación en los días previos al periodo, me las apaño muy bien con mi regla. Cuando sangro, a menudo me pongo especialmente cachonda.

Uno de los primeros chistes verdes que oí en mi infancia en una fiesta en casa de mis padres y que sólo comprendí después de preguntar insistentemente, fue éste: Un buen pirata surca también el Mar Rojo.

Antes se consideraba que era repugnante que un hombre se tirara a una mujer que sangraba. Pero parece que eso ha pasado a la historia. Cuando follo con un chico al que le gusta que esté sangrando, dejamos la cama hecha una marranada a lo gore.

Para hacerlo, y si tengo la posibilidad de influir en la elección de las sábanas, las prefiero blancas y limpias. Entonces cambio de postura tantas veces como puedo para manchar a lo bestia. Lo mejor es hacerlo sentada o en cuclillas para que la gravitación terrestre pueda sacar la sangre del chochito de la mejor manera. Si me quedara acostada, la sangre tendería a concentrarse.

Cuando tengo la regla, también me encanta que me lo chupen. De hecho, es una especie de prueba de fuego para él. Después de terminar, levanta la cabeza y me mira con la boca pringada, y yo le doy un beso para que los dos parezcamos un par de lobos que acaban de cepillarse un venado.

Además, disfruto con el sabor de la sangre en la boca mientras seguimos follando. Me resulta muy excitante y suelo quedar triste cuando el periodo termina al cabo de dos o tres días lupinos.

También es verdad que soy afortunada. Según he oído decir a otras chicas, durante la regla a veces tienen dolores que duran varios días. Algo que no estimula precisamente a tener sexo.

Pero poco antes, como ahora, tengo un humor de perros que mata y me pongo extremadamente agresiva con personas que no tienen ninguna culpa. Luego me llega el flujo y nada me duele. No tengo espasmos.

Antes, cuando la regla todavía resultaba ser algo nuevo para mí, creía que sólo era eso, un estado de mal humor. Pero entonces me sorprendía la sangre. En la escuela, en mitad de la clase. Como mancha roja, visible para todos, en la parte trasera del vestido, pues me venía mientras estaba sentada.

Porque en la escuela pasas muchas horas sentada. También puede ocurrir cuando estás de visita en casa de la tía. Dormí allí y no me sentía bien. Pero ignoraba el motivo.

Y a la mañana siguiente me levanté y vi que había llenado de sangre toda la cama. Un charco enorme. No tuve el desparpajo de ir y decirle a mí tía que había tenido un pequeño percance. Me parecía que no era culpa mía.

Había dormido sin notar nada. Y tampoco sabía cómo contárselo. Así que decidí no decir nada. Me marché debidamente por la mañana, dejándole el regalo sin comentario.

Seguro que entró en el cuarto para poner orden y lo vio enseguida. Yo ni siquiera lo había tapado con la manta. De manera que todos esos litros de sangre quedaron a la vista, listos para la inspección de mi tía. Desde entonces estoy muy cohibida cuando mi tía anda cerca. Por cierto, nunca me dijo nada al respecto.

Eso es muy de mi familia.

Y yo, cuando la veo, no puedo pensar en otra cosa. Hasta que la vergüenza me hace resonar la sangre en los oídos.

Tampoco en eso creo en la higiene. Es algo totalmente sobrevalorado. Los tampones son caros e innecesarios. Cuando tengo la regla y estoy en el baño, me hago mis propios tampones con papel de váter. Estoy muy orgullosa de ellos.

He desarrollado una técnica especial de enrollado y doblamiento para que aguanten mucho tiempo con el fin de retener la sangre. Debo confesar que mis tampones de papel de váter más bien me taponan el chocho embalsando la sangre en vez de absorberla como hacen los tampones al uso. He preguntado a mi ginecólogo, el doctor Brökert, si dejar acumular la sangre durante un tiempo y expulsarla luego en la taza del váter resulta perjudicial para mi vagina. Y me ha dicho que es una creencia errónea pensar que la menstruación asume funciones de limpieza. De modo que, desde el punto de vista médico, mi dique antisanguíneo es absolutamente inofensivo.

Más de una vez he tenido que ir a su consulta porque un tampón se me había perdido en las entrañas. Estaba completamente segura de haberlo metido bien metido ahí dentro, pero no lograba dar con él cuando intentaba sacarlo. Obviamente, ésta es otra pequeña desventaja de mis tampones autofabricados: falta la cuerdecita de color turquesa claro para extraerlos. Tengo los dedos más bien cortos y cuando busco algo en la vagina no llego muy lejos. Cuando eso me ocurría en casa de papá, a veces tenía que echar mano de sus pinzas de barbacoa para llevar a buen término mi búsqueda.

A menudo tenían aún restos de grasa y de carne calcinada, pero yo no quería rebajarme a limpiarlas antes de introducirlas en mi cuerpo. Así que me tumbaba en posición ginecólogo y trataba, como buenamente podía, de localizar la pelota de papel de váter en mi vagina.

Con todos los restos de barbacoa pegados a la herramienta, y muchas veces sin encontrar nada. Lo mismo que no limpio las pinzas antes de metérmelas, tampoco las limpio cuando, después de mi intervención ginecológica, las devuelvo a la mesa de barbacoa de papá. Cuando mis padres hacen una barbacoa con los amigos de la familia, siempre me ven con una dulce sonrisa.

Entonces pregunto a todos si les gusta la comida y saludo a papá con la mano, que corresponde a mi saludo agitando las pinzas con cara risueña. Es mi tercera afición: propagar bacterias.

¿De qué estaba hablando? Ah, ya. Si las pinzas no contribuyen al éxito de la búsqueda y empiezo a tener miedo de que la pelota sanguinolenta de papel de váter pueda pudrirse dentro de mí y causarme una terrible muerte bacteriana, acudo a mi ginecólogo.

Él lo llama el problema del triángulo de las Bermudas. A veces puede ayudarme, pero lo normal es que ni siquiera él dé con el cuerpo intruso. Y eso que tiene los dedos verdaderamente largos y toda clase de pinzas médicas de acero. Sin embargo, no encuentra la pelota.

—¿Está segura de haberse insertado un tampón?

Qué mono. Siempre dice «insertado». Yo digo «metido con calzador».

—Sí, absolutamente segura —contesto yo.

Soy un enigma para él. Mi vagina también lo es para mí. ¡Qué sé yo adonde se ha esfumado la pelota! Espero vivir los años suficientes para resolver ese rompecabezas. El doctor Brökert se apresura a hacer una ecografía para tener la certeza de que no se ha colado más adentro.

A menudo soy demasiado perezosa para fabricar tampones nuevos. Entonces me abstengo de tirar esos artefactos laboriosamente doblados al váter cuando hago uso de él. Al contrario, después de haberme sentado en la taza saco el tampón con los dedos y lo dejo en el suelo, cuanto más sucio, mejor.

Si puedo aportar una pequeña mancha de sangre al mosaico de salpicaduras que luce el suelo, ¡pues de puta madre! Y cuando he terminado la cosa que quería hacer en el váter, sea la que sea, recojo la pelota y me la vuelvo a meter. Me gusta el olor a sangre vieja que despide el coño, pero también me gustan las trufas. ¡Vaya historias de horror me han contado ya sobre lo que ocurre si los tampones no se renuevan permanentemente! Que eso provoca las infecciones más tremendas, infecciones que pueden causar la muerte súbita de la mujer. Pero yo a mi cuerpo, mi chochito y mis bacterias los trato así desde que tengo la regla, es decir, desde hace seis años, y mi ginecólogo no está en absoluto preocupado por mí.

Tuve una vez una amiga del alma, Irene. Yo la llamaba Sirene, le cuadraba mejor. Menuda chillada nos inventamos en una ocasión: cuando en el instituto teníamos el periodo al mismo tiempo (ocurrió pocas veces, como puede imaginarse) hacíamos lo siguiente.

Nos metíamos en dos cabinas de váter separadas sólo por un tabique. Abajo estaba el hueco habitual de diez centímetros de ancho. Nos sacábamos cada una su tampón (por entonces todavía los minis con la cuerdecita color turquesa claro) y, un, dos, tres, los tirábamos por debajo del tabique a la cabina de la otra.

Cuando habíamos terminado de mear y de secarnos, cada una se embutía el tampón de su amiga del alma. Así nuestra sangre vieja y apestosa nos hermanaba como Winnetou y Old Shatterhand. Una auténtica hermandad de sangre.

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