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Authors: Charlotte Roche

Tags: #GusiX

Zonas Húmedas (12 page)

Me parecía también que el tampón de Sirene tenía un aspecto muy interesante. Siempre lo examinaba superescrupulosamente antes de metérmelo. Era completamente distinto al mío. ¿Cuántas saben qué aspecto tienen los tampones usados de las otras chicas? De acuerdo, de acuerdo, ¿a quién le interesa eso? Pero yo lo sé.

Hace poco, en una de mis excitantes visitas al puticlub, aprendí algo más sobre hemorragias y tampones. Resulta que ahora frecuento a menudo esos sitios para explorar el cuerpo femenino. Porque difícilmente puedo preguntarles a mi madre o mis amigas si están dispuestas a abrirme un rato sus vaginas para que pueda satisfacer mi lúbrica sed de conocimientos. No me atrevo.

Desde que cumplí dieciocho años tengo acceso al puticlub previa presentación del carné. Como parezco bastante más joven de lo que soy, los porteros siempre comprueban mi edad. Al llegar a los dieciocho mi vida ha mejorado mucho, pero también es más cara. Primero, la esterilización. Novecientos euros con anestesia incluida. Aquí, en el hospital. Lo pagué todo yo, de mi bolsillo. Luego, desde hace algún tiempo, las visitas al puticlub. Pagadas con pasta que me gano currando en el mercado con el racista.

Sabemos que a los chicos, cuando cumplen dieciocho, los mayores los invitan a ir de putas para que echen su primer polvo con una titi. Antes solía ser el primer polvo de su vida. Hoy ya no lo es en absoluto.

Yo esperé religiosamente hasta mi decimoctavo cumpleaños, y al ver que nadie me invitaba me espabilé yo sola. Busqué en el directorio los números de los puticlubs de nuestra ciudad, llamé y pregunté cortésmente si tenían muchachas que se lo hacían también con mujeres. Porque no es frecuente.

Uno de los sitios tenía una oferta decente de putas que estaban abiertas a ese tipo de demanda. Se llama Club Oasis. La madame me dijo por teléfono que fuera a primera hora de la noche porque a menudo la clientela varonil se sentía desconcertada ante la presencia de clientes femeninas. ¿O se dice clientas? Da lo mismo.

Me mostré comprensiva y ahora voy con cierta frecuencia.

Quería montármelo con una muchacha que escogí en la recepción de la casa. Era clavada a mí. O sea, tenía el mismo body que yo. Flaca, poco pecho, culo ancho y gordo, más bien bajita. Y el pelo largo y liso. Pero creo que era pelo de plástico, con trencitas por aquí y por allá. Me acerqué a ella sabiendo que se lo hacía también con mujeres. Por tanto, no hacía falta hablarlo. Cuando aviso que voy, en la antesala sólo hay mujeres que aceptan clientas. Las que sólo trabajan con hombres (¿será por motivos religiosos?) se esconden en la trastienda mientras yo hago mi elección. Las abordo lo más resueltamente que puedo. Pero la verdad es que me faltan tablas en esas situaciones. No me extraña que los hombres tengan que emborracharse perdidamente antes de aventurarse por esos lugares. Y entonces ya no se les empina o después no recuerdan el polvo de lujo que echaron. Realmente te sientes como si hicieras algo tajantemente prohibido o infame. Yo también preferiría estar borracha las veces que voy, pero me da miedo no acordarme luego del aspecto de los chochos. Y entonces habría sido un gasto inútil. Porque si voy es precisamente para eso, para estudiar los coños. De manera que siempre voy sobria. Les tengo demasiado respeto a las mujeres y a la situación. Ya estoy deseando que llegue el día en que eso no sea así y me haya acostumbrado a mi condición de clienta. De momento, siempre tengo taquicardia y un nudo en la garganta. No me relajo hasta después de un rato y entonces le pregunto cómo se llama.

—Milena.

Yo también le digo mi nombre. Y ella, delante de todo el puterío, me pregunta si tengo el periodo. ¿Cómo lo intuye? Creo saberlo. Lo ha olido a través de mi pantalón. En el instituto tuve una vez una amiga que era polaca y tenía un olfato tan bueno que desde su sitio podía oler quién de la clase tenía la regla. Esa chica me fascinaba. Era como un sabueso. Me encantaba esa aptitud suya. Le preguntaba casi a diario quién sangraba ese día. Ella más bien sufría con tanto conocimiento y les tenía asco a las chicas que sangraban. Las sentía demasiado cerca. Lamentablemente se volvió a Polonia. Olía mejor, claro está, a las chicas que por estúpidas razones de virginidad usaban compresas, porque llevaban el día entero su sangre menstrual en bandeja. En cambio, a las que la habían recogido con tampones desvirgadores las tenía que olisquear un poco más, aunque terminaba por identificarlas igualmente. Menudo lío, pues, el que armé en el puticlub.

Le contesto que sí. Dice que entonces no quiere follar conmigo. Por el sida. ¡Cojonudo! Algunas putas se ríen por lo bajo.

Milena sonríe y dice que se le ocurre algo.

—Ven conmigo. ¿Conoces los
sponges?

—¿Quiere decir «esponjas» en inglés?

En inglés soy tan mala como en francés. Me da la razón. Comienza bien la cosa, pienso.

¿Qué pretende hacer? La sigo a una habitación. El número cuatro. ¿Es la suya? ¿O comparten las habitaciones? Se lo preguntaré todo en la media hora de que dispongo. Por cincuenta euros. No puedo decidir qué es mejor: si follar con una puta o preguntarle qué cosas ha hecho ya con los hombres o qué han hecho ellos con ella. En realidad esto último me pone igual de cachonda. Las dos cosas a la vez. Follar e interrogar, es lo mejor.

Se acerca tal cual, en bolas y con sus zapatos de tacón alto, a un armario y saca una gran caja de cartón. Tengo la oportunidad de mirarla largo rato por detrás. Adoro su culo. Cuando dentro de un momento empiece a lamerme no pararé de hundirle mi dedo en el ano. Eso que tiene entre manos es un paquete tamaño familiar de no sé qué. Saca un objeto que no he visto en mi vida. Se trata de un trozo redondete de gomaespuma envuelto en plástico transparente. Parece una galleta de la suerte.

—Éstas son las esponjas. Cuando tenemos el mes, en realidad no debemos trabajar por el peligro de contagio. Y si utilizamos tampones normales, los clientes lo notan con la polla. Porque los tampones son demasiado duros. Por tanto nos metemos una de estas esponjas en la vagina hasta donde podamos para que durante un tiempo haga de barrera a la sangre. Son tan suaves que ninguna polla del mundo sería capaz de sentirlas. Dan la sensación de ser carne de bacalao, incluso tocando con los dedos. Pruébalo. Acuéstate. Te meto una. Después te lamo aunque tengas la regla.

Milena es una buena pirata. Además, dice «bacalao». Yo jamás me atrevería a eso.

He preguntado por todas partes, en droguerías y farmacias, pero una persona corriente y moliente no puede comprar esponjas en ningún sitio. Seguramente hay que presentar el carné de puta o algo por el estilo. Y eso que me serían muy útiles. Porque no a todos los chicos con los que follo les gusta surcar el Mar Rojo. Y ante éstos podría esconder la sangre a la manera de las putas. De no hacerlo, me pierdo algún polvo si tengo que confesarle el periodo a un chico homófobo. A veces incluso Helen tiene mala suerte.

Por cierto, lo que tiene que acabar de una vez es la sorpresa con que ese periodo hace acto de presencia.

Me pilla por sorpresa siempre y donde sea. Lo mismo antes de que empezara a tomar la píldora que ahora que la tomo (ya no como anticonceptivo, claro está, sino únicamente contra los granos). La regla es un permanente desarreglo, sin horario ni ley. Me ha puesto perdidas todas mis bragas. Sobre todo las blancas. Si les cae el flujo y no puedo cambiármelas enseguida, la sangre cala, a temperatura corporal, en el tejido y no sale ni lavando la prenda a noventa grados. Qué digo, ni a doscientos. No hay manera.

Así que toda mi colección de bragas tiene una mancha marrón situada justo en su punto central. Con los años te acostumbras. ¿También les pasará a las demás? ¿A qué chica o mujer podría yo preguntárselo? A ninguna. Como siempre pasa con las cosas que quiero saber de verdad...

Probablemente las otras chicas, más pulcras que yo, andan toda su vida con salvaslips para protegerlas siempre y a todas horas de sus propios efluvios.

Yo no soy como ellas. Prefiero tenerlo todo lleno de manchas de sangre marrones.

Y seguro que ninguna de esas chicas tiene en la entrepierna de su braga esa costra de color amarillo claro que en el transcurso del día vuelve a humedecerse constantemente por lo que le llega de arriba, y que no para de aumentar de tamaño.

A veces un pedazo de esa costra se adhiere, cual rasta, a un pelo del pubis y, con los movimientos de fricción que produce el caminar durante todo un día, se va tejiendo como el polen alrededor de la pata de la abeja.

El polen yo lo extraigo y me lo como. Es un manjar.

En efecto, no puedo dejar de meterle mano a ninguna parte de mi cuerpo. De todo saco provecho. Por ejemplo, si noto que un moco de la nariz se va endureciendo, no puedo menos de sacarlo en el acto.

Cuando todavía era pequeña incluso lo hacía en clase. Tampoco ahora encuentro nada malo en que alguien se coma sus albondiguillas. Es algo que con toda certeza no perjudica la salud. En los viajes por autopista a menudo veo a personas que, si no se sienten observadas, se llevan rápidamente un bocado de la nariz a la boca.

En clase se burlan de ti si lo haces, por lo que enseguida lo dejas. En algún momento lo hacía ya únicamente en casa, sola o delante de mi chico. Me parecía que era una cosa tolerable. Además, es una afición que forma parte íntegra de mi ser. Pero leí en los ojos de mi chico que le costaba asimilarlo.

Desde entonces llevo una doble vida retretera. Siempre que meo o cago, me limpio las fosas nasales comiéndome las albondiguillas. Provoca una sensación liberadora en la nariz. Pero ése no es el motivo principal por el que lo hago. Pillar un trozo de moco seco y tirar de él revolviendo el contenido nasal y sacando al final un mazacote viscoso de cierta longitud es algo que me pone cachonda. Como lo del pelo en el chocho. O lo del polen de costra en el vello púbico. Duele y calienta a la vez. Y todo va a parar a la boca, donde es desmenuzado con los incisivos para que se pueda saborear minuciosamente. Soy de las que no necesitan pañuelo. Soy mi propio tragabasuras, la recicladora de mis propias excreciones corporales. La misma cachondez la experimento cuando me limpio los oídos con bastoncitos de algodón. Incluso cuando los meto demasiado adentro. Qué placer.

Éste es también mi recuerdo de infancia más contundente. Me veo sentada sobre el borde de la bañera, mi madre me está limpiando los oídos con un bastoncito de algodón mojado en agua. Una hermosa sensación cosquilleante que se trueca en dolor apenas se penetra demasiado en el conducto auditivo. Me dicen constantemente que no debo utilizar esos bastoncitos porque empujan el cerumen para dentro, lo que resulta perjudicial para el oído; y que es malo abusar de ellos porque se llevan todo el cerumen, cuya función es proteger el laberinto auditivo. Pero me da igual. No lo hago por razones de limpieza sino para masturbarme. Y varias veces al día. Preferiblemente en el váter.

Volvamos a las chicas limpias. Seguro que cada vez que van al lavabo tiran la hermosa costra junto con el salvaslip. Entonces tienen que reiniciar la recolección secrecional con el nuevo.

Y seguro que esas chicas nunca se olvidan de que tienen la regla. Ni siquiera en el hospital y pasando dolor. Su primer mandamiento en la vida es no dejar manchas. En mi caso ocurre lo contrario.

Ya empieza a correr, la sangre. Lo sabía. Cojo el tupper de la repisa, me lo pongo en la barriga y comienzo a revolverlo hasta encontrar las gasas cuadradas. Calculo que deben de tener diez centímetros por diez. Voy a hacer un experimento fabricando un tampón con gasa en vez de usar el habitual papel de váter.

Debería funcionar mejor e incluso tener un efecto absorbente. A ver. Saco una gasa y dejo la caja en la repisa. Doblo el borde de la gasa para tener desde donde enrollarla entera. Ahora parece una salchicha. Después la pliego a modo de herradura o como los hojaldres demasiado largos para que quepan en el horno. El extremo grueso y doblado lo introduzco en la vagina todo lo que puedo.

Siempre que logro burlar a la industria tamponera quedo la mar de contenta.

Olfateo el dedo que he usado para meterme el tampón autofabricado y detecto un olor a chocho ya medianamente rancio.

En una de mis frecuentes visitas putibularias, una de las chicas me contó que había hombres que se ponían cachondos yéndose de putas con la polla sucia y obligándolas a chupársela. Decía que era un juego de poder. Los que apestan son sus clientes más indeseables. Más exactamente, los que apestan aposta. En cambio, no tenía nada contra los que apestaban por despiste.

Quise probarlo yo también, como clienta. Estuve varios días sin lavarme y fui a hacerme lamer por una puta. Pero no noté ninguna diferencia con ser lamida en estado lavado. Parece que ese juego de poder no va conmigo.

¿Qué puedo hacer para distraerme de mi aburrida soledad?

Podría reflexionar sobre todas las cosas útiles que ya he aprendido en mi corta vida. Así podría entretenerme bien a mí misma, por lo menos durante unos minutos.

12

Una vez tuve un amante bastante viejo. Me gusta decir «amante», suena retro, mejor que «follador». Era muchos, pero muchos años mayor que yo. Aprendí cantidad con él. El hombre quería que lo supiera todo acerca de la sexualidad masculina para que en el futuro ningún macho pudiera tomarme el pelo. Ahora, supuestamente, sé mucho sobre la sexualidad masculina, pero no sé si lo que he aprendido con él vale para todos los hombres o sólo para él. Me queda por verificarlo. Una de sus principales lecciones consistía en la necesidad de meterle al hombre el dedo en el ano durante el sexo. Entonces se corren mejor. De momento puedo confirmarlo. Funciona de puta madre. Se ponen a cien. Pero es mejor no comentárselo, ni antes ni después. Porque entonces se sienten maricas o se cohíben. Simplemente actuar y después hacerse la despistada.

Ese amigo viejote también me enseñó muchos pornos. Opinaba que constituían un excelente material didáctico no sólo para los hombres sino también para las mujeres. Y es cierto.

Así fue como vi por primera vez chochos de mujeres negras. ¡Qué cosa! Como tienen la piel muy oscura, los colores interiores del coño, al abrirse, resaltan mucho más que en las mujeres blancas. En éstas la diferencia cromática no es tan acusada. Creo que tiene que ver con los colores complementarios. Un rosado de chochito junto a un cutis rosa claro parece mucho más aburrido que ese mismo rosado junto a una piel morena. Al lado del moreno el rosado del chocho resulta como un rojo azulado o violeta. Un color turgente y trepidante.

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