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Authors: Jesús Palacios

Tags: #Historico, Política

23-F, El Rey y su secreto (12 page)

Durante la transición corrieron ríos de tinta sobre la afición al golpismo del ejército. El temor a un golpe o a una serie de golpes, logró que mediáticamente se retroalimentara el fantasma golpista. Después del 23-F, el golpismo quedó unido a las esencias y valores de aquellos militares que lo único que deseaban era la involución. Todo ello, en su conjunto, no era más que un disparate mayúsculo, pero así quedó sentado. Hasta nuestros días. Es cierto que a lo largo del siglo XIX y durante las tres primeras décadas del XX, el ejército tuvo un protagonismo excesivo, y en ocasiones no deseado. Históricamente, sin embargo, el ejército español se había mantenido completamente subordinado a la autoridad real. Nunca se había rebelado ni insubordinado políticamente. Pero después de 1808, entró en un período de completa desorganización, para degradarse progresivamente hasta hacer de él un ejército paria, mal equipado, peor vestido, con épocas de meses y hasta de más de un año sin recibir la paga. Ese mal de fondo contribuiría a crear un caldo de cultivo adecuado para ser instrumentalizado en los torbellinos políticos acaecidos entre 1820 y 1923. Que no fueron pocos: tres guerras civiles dinásticas, pronunciamientos sucesivos, caos y desórdenes políticos constantes, caídas y restauraciones de la monarquía, huelgas generales, pérdida definitiva de los últimos jirones de un gran imperio… Descomposición y decadencia suma de la nación.

A lo largo de dicho período, los ejércitos fueron utilizados para realizar casi todos los cambios institucionales importantes, desde la restauración de la monarquía absoluta en Fernando VII en 1814. Luego, las guerras civiles carlistas y las continuas pugnas entre las oligarquías burguesas liberales y conservadoras, convertirían al ejército en el mejor recurso para los cambios de régimen o de gobierno o de constitución. Esa instrumentalización política del ejército se debió la mayoría de las veces a que las constituciones no contemplaban los mecanismos legales para llevar a cabo los cambios. Las alternancias pacíficas y no traumáticas en el poder. Y así surgirían los clásicos pronunciamientos, golpes, rebeliones o insurrecciones. Y también hasta su actuación como guardia de la porra.

Durante el siglo XIX, el ejército sería utilizado en no pocas ocasiones para reprimir disturbios y mantener el orden público. El hispanista norteamericano Stanley G. Payne ha precisado en su libro
Los militares y la política en la España contemporánea
—la gran obra de referencia— que la importancia del ejército a la hora de resolver disputas políticas y constitucionales, crearon, entre muchos mandos militares, importantes intereses políticos que les hicieron olvidar su propio caos institucional, para creerse que ante la desunión civil, el ejército era la única institución nacional verdadera.
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Ese caos empezaría a modificarse en la dictadura de Primo de Rivera, continuaría parcialmente con la Segunda República, para cerrarse definitivamente durante la dictadura de Franco.

La utilización del ejército para la Operación De Gaulle resucitaría nuevamente aquella costumbre política del siglo XIX, que, como acabo de apuntar, se inició por las carencias que en su origen presentó el constitucionalismo liberal español de dicho siglo. Cuando las diferentes facciones liberales alcanzaban el poder, abrían un proceso constituyente del que en cada caso salía una constitución moderada, progresista o radical. Dichas constituciones fueron redactadas de manera facciosa o sectaria sin tener en cuenta la alternancia en el poder, de ahí que cuando el partido en el poder se debilitaba o su proyecto estaba agotado, había que acudir al pronunciamiento para abolir la constitución vigente y abrir un nuevo proceso constituyente de signo político distinto. Sería a partir de Narváez cuando el ejército empezara a tomar conciencia corporativa a la hora de influir o intervenir en política. Por ello, el destronamiento de Isabel II se realizó por el ejército en pleno, así como la venida de Amadeo I y la restauración de Alfonso XII. Cánovas del Castillo sería quien sistematizara el papel de las fuerzas armadas en el futuro, al hacer de ellas el último baluarte de la corona, su gran dique de contención para protegerla de la revolución social, y para que velaran como guardianes de la integridad territorial.

Alfonso XIII también llegaría a utilizar al ejército para ocultar su gravísima responsabilidad en el desastre de Annual, reflejada en el informe Picasso. El pronunciamiento de Primo de Rivera, el 13 de septiembre de 1923, no sólo no fue abortado por el rey sino que dejó hacer hasta que el golpe del capitán general de Cataluña se consolidó y triunfó. Entonces, el monarca intentaría justificar su simulada inocencia y desconocimiento ante el jefe del gobierno Manuel García Prieto. Cuando el marqués de Alhucemas fue a recibir a la estación al rey, quien regresaba de San Sebastián, donde estaba jugando al polo, lo primero que oyó de labios de Alfonso XIII fue: «¡Te juro, Manolo, que no lo sabía!». Frase que se haría tan popular y sería utilizada frecuentemente por la gente a modo de chanza para negar siempre cualquier evidencia ya sabida.

Don Juan Carlos fue designado sucesor en la jefatura del Estado por la única decisión y voluntad de Franco. Por nada ni nadie más. Después de cuatro décadas de poder personal absoluto, ésta sería la tercera instauración, que no restauración —como atinadamente sostiene el historiador Carlos Rojas—, al rechazar Franco el orden sucesorio dispuesto por la línea borbónica de Alfonso XIII en la figura de don Juan. El dictador eliminó al conde de Barcelona, buscó a su juicio al mejor príncipe para sucederlo como rey, y lo escogió en la persona de don Juan Carlos, el hijo del infante don Juan. Anteriormente, y de forma quizá incomprensible, los españoles habían coceado cuatro veces en menos de ciento setenta años a los antepasados de don Juan Carlos —en las soberanas personas de Carlos IV, Fernando VII, Isabel II y Alfonso XIII—, para volverlos a acoger y aclamar en el propio Fernando VII, en Alfonso XII y en el mismo don Juan Carlos, quien en 1975 recibió la absoluta lealtad del ejército. Sin fisuras.

Las fuerzas armadas así lo acataron, sencillamente porque ése fue el mandato póstumo del Caudillo. «Os pido que perseveréis en la unidad y en la paz y que rodeéis al futuro rey de España, don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado, y le prestéis, en todo momento, el mismo apoyo de colaboración que de vosotros he tenido.» Esa voluntad testamentaria fue recibida por el conjunto del ejército como la última orden de su capitán general. Que asumieron y cumplieron, poniendo un paraguas de protección sobre la corona en un momento en el que tenían mucho poder. Visible y manifiesto. De hecho, era la gran fuerza de contención, el muro que intentó derribar la izquierda sin lograrlo. La familia militar fue la única de la sociedad que se mantendría férreamente unida en torno al rey.

El ejército que recibió el rey había sido leal con Franco, era el ejército de la victoria total en la Guerra Civil y tenía un pasado franquista. Pero ya no era un ejército franquista. Era el ejército del rey Juan Carlos I de Borbón y Borbón, cuyo poder radicaba en su disciplina, unidad y jerarquía. Y, sin embargo, no era un ejército político, y mucho menos con ambiciones políticas. La dictadura de Franco fue la dictadura de un militar. No una dictadura militar. Por paradójico que pueda parecer, una de las principales características de la modernización institucional alcanzada por Franco y su régimen en las décadas de los años sesenta y setenta, fue la relativa despolitización de los militares, aun cuando el régimen se iniciara como gobierno militar y a pesar de que Franco fuera también explícito en su confianza en los militares para mantener la estabilidad de su sistema. Esto es algo que el profesor Stanley G. Payne, y yo mismo, hemos dejado bien patente en nuestra biografía sobre Franco.
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Con la jerarquía militar, Franco mantuvo siempre una relación especial; al mismo tiempo que los tenía a cierta distancia, los manipulaba, cambiando y girando los puestos principales y, en general, evitando cualquier concentración de poder entre ellos. Y si es cierto que los militares ocuparon muchos puestos de ministros y otros cargos administrativos importantes, especialmente durante la primera mitad del régimen, eso nunca ocultó el hecho de que Franco intentara evitar la interferencia militar en sus gobiernos y eliminara la posibilidad de un papel independiente, corporativo o institucional, para los militares fuera del propio ámbito de las fuerzas armadas.

Los oficiales y jefes que ocuparon cargos en las oficinas o instituciones del gobierno o se sentaban en las Cortes, lo hacían como administradores individuales o representantes de las diferentes armas que participaban en la administración estatal de forma coordinada e integrada, y no como representantes corporativos de las fuerzas armadas. La relativa desmilitarización del proceso político estuvo acompañada por una desmilitarización siempre creciente del presupuesto estatal, debida no tanto al respeto por la educación de Franco (que en el mejor de los casos es poco seguro), cuanto a su poca inclinación a emplear dinero en una modernización profesional y tecnológica de las fuerzas armadas que, tal vez, hubiera alterado su equilibrio político.

A pesar de que después de la muerte de Franco hubo una grande y creciente preocupación por el peligro de un golpe militar, ello fue absolutamente exagerado, porque, entre otras cosas, Franco disciplinó y despolitizó en grado importante las instituciones militares. Siempre se mostró decidido a evitar la intervención corporativa del Ejército y privó a las fuerzas armadas de cualquier voz corporativa directa y unificada en las instituciones. Y si muchos altos mandos participaron en el gobierno, sobre todo durante las dos primeras décadas del régimen, lo hicieron como personas individuales y funcionarios —como acabo de señalar—, no como representantes corporativos autónomos de las fuerzas armadas. La dictadura redujo firmemente la parte proporcional que correspondía al presupuesto militar —llegando incluso a colocarlo debajo del de educación por primera vez en la historia de España— y, en general, bajo el régimen de Franco, los militares se acostumbraron a actuar como subordinados institucionales en un sistema estable dirigido fundamentalmente por civiles.

En los primeros pasos de la transición, la oposición clandestina y del exilio estaba realmente muy fragmentada y era muy débil, incluidos el Partido Comunista, el más activo de todos, y la multitud de pequeños grupúsculos comunistas que deseaban abrir un proceso revolucionario. Eso es algo que sabía muy bien la diplomacia norteamericana, que desde 1969 se mantenía muy atenta y vigilante al proceso político que seguiría tras la muerte de Franco. Entre otros motivos, por el valor geoestratégico que tenía España, y por los propios intereses norteamericanos en suelo español. Con las bases de utilización conjunta en primer término. Estados Unidos mantenía una visión bastante optimista sobre el futuro de España. Y esa visión la basaba fundamentalmente en la percepción que tenía de la sólida unidad de los militares, quienes siempre podrían ofrecer un papel disuasorio ante cualquier contingencia no deseable.

Los informes diplomáticos y de inteligencia que manejaba la administración norteamericana señalaban con toda claridad que el ejército español en su conjunto estaba dispuesto a aceptar cambios políticos tras la muerte del dictador, y que no deseaba asumir protagonismo político alguno, queriendo quedarse al margen de la política. Lo que sin duda establecía una valoración de la posición de las fuerzas armadas plenamente coincidente con el papel que Franco les había otorgado a lo largo de su régimen personal. Así lo ponía de manifiesto el informe confidencial que Kissinger le entregó a Ford con motivo del viaje oficial que ambos hicieron a Madrid a finales de mayo de 1975. En dicho informe, el secretario de Estado aseguraba a su presidente que los militares españoles «parecen estar unidos y dispuestos a aceptar cambios políticos, y que quieren quedar al margen de la política, pero que estarían dispuestos a intervenir si apareciera una amenaza seria al orden público o si la extrema izquierda estuviese a punto de hacerse con el poder».
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Por entonces, la administración norteamericana, y especialmente su secretario de Estado, Henry Kissinger, no se había sacudido aún el síndrome de los claveles comunistas portugueses; el golpe de Estado izquierdista y revolucionario (pretenciosamente en sus momentos iniciales) que parte del ejército portugués dio el 25 de abril de 1974 contra el ya decadente régimen autoritario del Estado Novo, implantado 48 años atrás por Salazar.

El rey Juan Carlos estaba plenamente decidido a hacer el tránsito del régimen autoritario que heredaba hacia la democracia y, aunque no sabía como llevarlo a cabo, contaba con el pleno apoyo de las fuerzas armadas. Entre otras cosas, era su jefe supremo. Capitán General de los Ejércitos. A Suárez le insinuó lo conveniente que sería que se ganara la comprensión y hasta el apoyo de los militares al proceso de reformas emprendido. A tal fin, el presidente convocó el 8 de septiembre de 1976, en su despacho de Castellana 3, a los altos mandos de los tres ejércitos. El entonces vicepresidente del gobierno, teniente general Fernando de Santiago, había intentado previamente clarificar el objeto de la reunión. Tenía la sospecha de que las fuerzas armadas podían verse comprometidas con la política concreta de un gobierno. Y no le faltaba razón. La semana anterior, había dirigido un documento a los ministros militares para que lo distribuyesen entre los capitanes generales. En su encabezamiento había escrito a mano «Máximo Secreto».

En dicho escrito, De Santiago exponía que ante la posibilidad de que la sociedad pudiera sacar la conclusión de que se había hecho un pacto entre el gobierno y los fuerzas armadas, y que la reforma constitucional tenía el respaldo del ejército, era necesario que el presidente conociera previamente el sentir militar y que éste tuviera bien claro cómo sería la evolución y cuál el límite tolerable de la reforma política. Si esto no se aclaraba antes, el presidente podría entender que tenía un cheque en blanco para seguir cualquier camino, lo que podría dificultar la labor de los ministros militares en el futuro. Y si la evolución política suponía en el fondo la ruptura o el cambio de régimen, «el pueblo español considerará que ha sido propiciado por las fuerzas armadas». Si esto se produjera, «los mandos militares intermedios podrían considerar que han sido traicionados por sus mandos superiores, con las gravísimas consecuencias que de ello podrían derivarse». De Santiago aconsejaba que algún capitán general formulase algunas preguntas —él mismo sugería varias— que obligasen al presidente a «exponer con concreción la política a seguir por el gobierno y que al mismo tiempo le hagan saber el sentir de las Fuerzas Armadas.»

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