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Authors: Jesús Palacios

Tags: #Historico, Política

23-F, El Rey y su secreto (13 page)

En aquella reunión estaba la cúpula militar en pleno; el vicepresidente para asuntos de la Defensa, Fernando de Santiago y Díaz deMendívil; los tres ministros militares: Félix Álvarez-Arenas, Ejército; Gabriel Pita da Veiga, Marina; Carlos Franco Iribarnegaray, Aire; Manuel Gutiérrez Mellado, Jefe del Estado Mayor Central del Ejército; los jefes de las nueve capitanías generales, más Canarias y Baleares, los jefes de Estado Mayor, directores y presidentes de altos organismos e instituciones. En total, una treintena de generales y almirantes. Durante tres horas, el presidente fue desgranando el espíritu y la letra de la reforma política que se quería acometer. Las grandes líneas de su política. Asentar la democracia y consolidar la corona. Dos tenientes generales le iban formulando preguntas. Y Suárez les habló claro, con encanto y simpatía. El mensaje fue nítido: la reforma se iba a llevar a cabo con pleno respeto a los Principios Fundamentales del Movimiento. No iba a suponer quiebra ni grieta alguna. Se quería, sí, ir hacia un sistema democrático, con elecciones, que fuera compatible con el ordenamiento institucional vigente. Se trataba de adaptar la España de Franco a los nuevos tiempos, porque la figura del Caudillo era irrepetible y el rey tenía que hacer como que le lavaba la fachada a la casa.

Suárez, sacando lo mejor de sí mismo, les garantizó que no habría revanchismo ni separatismo, ni se tolerarían las algaradas ni los desórdenes públicos. El ministro del Ejército, Félix Álvarez-Arenas, leyó unas cuartillas acordadas previamente por el Consejo Superior del Ejército. A todos les preocupaba la cuestión de los partidos políticos. Sobre todo la actitud del gobierno ante el Partido Comunista. Entonces Suárez les respondió enérgico, de modo muy convincente: debían rechazar cualquier recelo o duda al respecto. Habría partidos políticos que irían desde la derecha a la izquierda moderada. El techo estaría en la socialdemocracia y como mucho en el Partido Socialista. Pero desde luego que el «Partido Comunista nunca será legalizado. Vosotros me conocéis bien. Yo también soy un hombre de lealtades. Sabéis de donde vengo y éste es mi firme compromiso. Tenéis mi palabra de honor».

A Suárez no lo aplaudieron pero casi. Le felicitaron efusivamente. Fue un momento exultante para el presidente. También se había metido en el bote a los militares. El teniente general Gutiérrez Mellado se mostró entusiasmado y abrazándolo fuertemente le dijo: «enhorabuena, presidente, has estado fenomenal». El teniente general Mateo Prado Canillas, capitán general de la VI Región Militar con cabecera en Burgos, lanzó un espontáneo «¡Viva la madre que te parió!». El teniente general Coloma Gallegos, capitán general de la IV Región, Barcelona, comentó: «a este chico hay que ayudarlo». La reunión tuvo un efecto inmediato. Casi todos salieron convencidos de las palabras del presidente. Había sabido ganárselos de corazón a corazón, pese a que a muchos la reforma no les gustaba. Pero no por la reforma en sí, sino por el panorama de imprevisión que ya se dibujaba. Y sin embargo, la aceptaron por disciplina. En realidad, Suárez, en ese momento, pensaba que era consecuente con la firme aseveración que dos meses atrás le había hecho a López Rodó al aprobar la reforma del Código Penal. «Ten la seguridad de que mientras yo sea presidente del gobierno, el Partido Comunista no será legalizado. Precisamente acabo de cesar a Miguel Lojendio en su cargo de embajador en París por haber recibido a Santiago Carrillo». Como igualmente pensaría que lo era con el hecho de que ese mismo día el prestigioso abogado y presidente de una importante agencia de comunicación, José Mario Armero, enviado especial de Suárez, se encontraba muy discretamente en el hotel Commodore de París con el líder comunista Santiago Carrillo. Para Suárez y su modo de hacer política, no había reglas escritas.

Los ministros militares elaboraron unas notas con la minuta de lo tratado, que enviaron a todos los acuartelamientos. Hasta el último rincón. Nadie en el seno del Ejército permanecería ajeno a lo que el presidente había expuesto a la cúpula militar. El ambiente era de buena disposición y de colaboración con el gobierno. Y el Ejército se comprometió con la reforma. La satisfacción fue también completa en Zarzuela. El secretario del rey, Alfonso Armada, se encargó por orden del monarca de pulsar cuál era el estado de opinión en las Fuerzas Armadas: «Suárez estaba preocupado por la situación y el estado de ánimo de los generales y altos mandos de los ejércitos. Les aseguró que no se legalizaría el Partido Comunista. El rey me mandó que hiciera un sondeo para conocer la reacción en el Ejército. Hablé con el general José Vega Rodríguez, que era el jefe del Estado Mayor del Ejército. Durante unos días se estuvo trabajando en la información que iba llegando. El resultado fue que aquello había sentado y caído bien. El espíritu de la reunión había gustado. El presidente les había encantado y convencido. Todos estaban confiados. Hice un informe para el rey quien se lo dio a Suárez».
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Pero el resultado de aquella reunión no convencería en absoluto al general De Santiago, quien dos semanas después presentó su dimisión saliendo del gobierno sin escándalo ni ruido alguno. El vicepresidente intuía por dónde iba Suárez a dirigir la reforma. Fernando de Santiago se sentía cada vez más incómodo en aquel primer gobierno de Suárez y aprovecharía el proyecto de reforma sindical para dimitir al instante. Aquella reforma suponía de hecho el retorno de las grandes centrales sindicales prohibidas durante el franquismo y la eliminación de la estructura sindical vertical del régimen. Meses antes, había manifestado en privado que «el Ejército no consentirá que se quebrante el orden institucional. Yo no soy el general Berenguer». Pero durante el período que estuvo de vicepresidente no planteó interferencia ni discusión alguna, ni torpedeó las sesiones, ni conspiró, ni mucho menos presionó a Suárez.Únicamente, en alguna ocasión, había abandonado con porte señorial las deliberaciones del consejo, cuando no le gustaba lo que oía. A un tradicionalista de esencia y raíz como era él, no le encajaba eso de que la soberanía residiese en el pueblo. El poder venía de Dios.

Suárez aceptó su dimisión de inmediato. «Es un pesimista», le comentó a su otro vicepresidente, Alfonso Osorio, a quien confirmó que nombraría en su lugar al general Manuel Gutiérrez Mellado, «aunque sé que a Gabriel Pita y a algún otro les va a sentar como un tiro». AOsorio le sorprendió la medida. Y no le gustó. Él se había entendido bien con De Santiago, quien al despedirse le comentó: «Quiero equivocarme, estoy deseando equivocarme; pero alguien está improvisando demasiado». Pero el general Fernando de Santiago no salió del gobierno para conspirar contra él, ni mucho menos para preparar el ambiente para un golpe o una insurrección entre sus colegas de armas.

A finales de diciembre de 1989 le hice una entrevista a De Santiago en la que me evocó aquél tiempo:

Adolfo Suárez convocó a los capitanes generales a una reunión a primeros de septiembre de 1976 para explicarles el proceso de reforma constitucional y dar garantías. Eran los momentos más delicados de la transición. Yo vi perfectamente hacia dónde se quería ir y elaboré un documento secreto que di a los ministros militares para que lo distribuyeran a los capitanes generales. En él marcaba cuál podía ser el límite tolerable para la reforma política, descartando la ruptura para evitar que el ejército se viera en la necesidad de asumir un protagonismo político no deseable. Se trataba de clarificar la situación y evitar engaños en un pacto gobierno fuerzas armadas. En aquel documento sugería que se le hicieran al presidente varias preguntas. El día de la reunión tenía preparado otro escrito con el esquema de mi intervención. Era muy crítico con el proyecto de reforma constitucional por lo que suponía de hecho una ruptura con el régimen y la vuelta a un círculo vicioso muy peligroso de reacciones y revoluciones. Me di cuenta por el ambiente que se respiraba que si me levantaba a hablar podía ser el detonante de una situación muy desagradable que hubiera dado pie, digamos con eufemismo, a
discrepancias importantes
. Ante la duda opté por no levantarme, callar y marcharme. Estaba harto de los politicastros y de ver cómo se daban dentelladas unos a otros. Aquello me asqueaba y busqué la excusa para dimitir por un decreto que Adolfo Suárez quería poner en marcha para fulminar el régimen sindical. Duré en aquel gobierno exactamente nueve meses.
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Aquel compromiso inicial de colaboración de las fuerzas armadas en el proceso de reforma se quebraría drásticamente siete meses después con el sorpresivo anuncio de la legalización del Partido Comunista. El 9 de abril de 1977 —«Sábado Santo Rojo»—. Este asunto lo analizaré en el siguiente capítulo, pero adelanto que desde ese momento el Ejército se desenganchó del gobierno y del proceso de reformas, dejando de prestarle su apoyo y colaboración voluntaria, limitándose exclusivamente a cumplir con sus tareas burocráticas. Las fuerzas armadas en su conjunto se sintieron traicionadas por la palabra que Suárez les había dado. Y quebrado. No por el fondo de la legalización en sí, pero sí por la forma en que ésta se llevó a cabo. Y en ese desprendimiento del Ejército hacia Suárez, se vería arrastrado también el general Gutiérrez Mellado. En su caso, por el desprecio y la inquina que persistentemente mostraba hacia la familia militar.

Pero al igual que sucedía con Suárez, tampoco había sido así en un principio. El vicepresidente gozaba de la simpatía y el cariño de la mayoría de sus compañeros de milicia. No cabe duda de que en el interior de Mellado bullía la acción política. Meses atrás, le había declinado a Suárez la cartera de Gobernación. Y hubo un tiempo en que se acercó a Fraga a través de GODSA, donde otros compañeros y amigos suyos, como Javier Calderón, estaban diseñando el partido reformista. Para su alma pública, la vicepresidencia sí satisfacía sus ambiciones. Lamentablemente, su presencia en el gobierno iba a inaugurar un tiempo de tensas relaciones entre el colectivo militar y Suárez.

El «Guti», como cariñosamente se le llamaba, ha pasado a la historia de la transición como un modelo de virtudes. Espejo de militar demócrata. Especialmente por su digno comportamiento durante la innoble afrenta que Tejero le hizo en los primeros instantes de la toma del Congreso. Con ser ello cierto, la realidad, sin embargo, constata que encendió chispazos innecesarios, y provocó agrios enfrentamientos por su carácter intransigente y dogmático. Jamás pudo tolerar que nadie le llevase la contraria. Actuó arbitrariamente en el capítulo de ascensos y destinos; unas veces por capricho, otras por simple venganza. Pisó demasiados callos, siendo uno de los culpables de azuzar la bronca militar. Se ha argumentado
ad nauseam
que con ello quiso impedir que los «golpistas» copasen puestos sensibles. En ese caso, habría que concluir que la mayoría aplastante del Ejército era golpista. Lo que en absoluto era verdad. También se ha querido explicar su actitud por el desprecio que sus compañeros de armas sentían hacia el militar que había jalonado su carrera sin disparar un solo tiro en la Guerra Civil; sus servicios al bando nacional lo fueron en el campo de la inteligencia. No es cierto. Eso se desataría posteriormente. Cuando el teniente general Gutiérrez Mellado se convirtió en el «señor Gutiérrez». Hasta entonces fue un hombre muy querido y respetado. Su transformación por la acción política hizo de él más un factor de tensión que de pacificación militar.

Alfonso Osorio me confesaría durante una conversación, que Gutiérrez Mellado fue «un chisgarabís que convirtió la relación con el ejército en un patatal». Para Alfonso Armada su política de resentimiento fue catastrófica: «Gutiérrez Mellado supuso el divorcio entre el ejército y el gobierno. La legalización del Partido Comunista fue un engaño y una traición a la palabra dada. Pasó a no ser nada querido en el ejército. Perdió su prestigio. Llevó a cabo una política catastrófica. Fue un resentido contra Franco porque no le había otorgado ninguna condecoración. No le había recompensado y él pensaba que tenía méritos acreditados para haber sido reconocido».
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El coronel José Ignacio San Martín, uno de los condenados por el 23-F, que fue un estrecho colaborador del general, puso el acento en lo querido que había sido para sus compañeros hasta que su vocación política le condujo por otros derroteros y lo llevó a distanciarse de ellos: «En el fondo le gustaba la política… Tenía un gran prestigio. El “Guti” era querido y respetado en la colectividad militar. ¡Lástima que la rueda del destino le llevara por otros derroteros! Ha ido quedándose con muy pocos amigos entre sus compañeros. Si piensa que él tiene razón y los demás, la mayoría, nos equivocamos, es que está poseído de la soberbia, vicio que desconocía en él. Su sentido de la subordinación y sus reacciones destempladas ante cualquier contrariedad le traicionaban hasta convertirlo en otro hombre. Y el “Guti” tan querido por sus compañeros iría siendo abandonado hasta el punto de convertirse en el “señor Gutiérrez” para muchos. Al hacerse cargo del Estado Mayor Central del Ejército despertó grandes esperanzas. Le ha hecho mucho daño, mucho daño, el salto a la política, en donde se ha quemado».
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También a este respecto, Sabino Fernández Campo me llegó a asegurar que Mellado llevó al Ejército al estado de sublevación:

Gutiérrez Mellado se labró a pulso una política de resentimiento de prácticamente toda la familia militar. Tenía un trauma especial al no haber hecho la guerra de combatiente. Ante las afrentas de sus compañeros y falta de respeto se le desató un deseo de venganza. En su política militar cometió demasiados abusos. Enconó al ejército. Lo calentó y llevó hacia el estado de sublevación. Se equivocó muchísimo. Se dedicó a crear un clima de desprecio entre los generales. De forma caprichosa se saltaba el escalafón en los ascensos de los generales y en los destinos. Consiguió que la situación de deterioro entre el ejército y el gobierno se enconara y tensara mucho. Quitó concesiones tradicionales y clásicas que fueron insultantes. Al Cuerpo de Mutilados, lo dejó a su suerte hasta su extinción biológica; suprimió el Cuerpo Honorífico, que supuso una bofetada gratuita. Con su reorganización de las fuerzas armadas destruyó cosas simbólicas pero que tenían mucha importancia. En un principio estuvo dispuesto a aceptar que la ley de amnistía permitiera el reingreso en el Ejército de los miembros de la Unión Militar Democrática (UMD) que habían sido expulsados.
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