Read 23-F, El Rey y su secreto Online

Authors: Jesús Palacios

Tags: #Historico, Política

23-F, El Rey y su secreto (14 page)

Se podría argumentar que todos estos testimonios pertenecen a personas adversas a Gutiérrez Mellado, y que le tenían inquina. ¿Todos?, ¿Alfonso Osorio y Sabino Fernández Campo? ¿También el general José Vega Rodríguez? El general Vega fue un estrecho colaborador del vicepresidente del gobierno. Hubo un tiempo, al inicio de la transición, en que su nombre aparecía ligado a la jefatura de un gobierno provisional propiciado por sectores de la izquierda. Al igual que en otro momento, un poco anterior, se colocaba a la persona del general Manuel Díez Alegría en un gobierno impulsado por la Platajunta Democrática. No eran más que especulaciones infundadas y deseos sin fundamento.

A la figura del general Vega se la distinguía por un porte demócrata y liberal. Y sin embargo, no hubo reparo alguno para colocarlo al frente de un supuesto gobierno militar que saldría impulsado por un golpe llevado a cabo conjuntamente por la División Acorazada y la Brigada Paracaidista. La especie mediática fue una solemne intoxicación lanzada a mediados de enero de 1980. El entonces ministro de Defensa, Agustín Rodríguez Sahagún, que se creía casi todo lo que le filtraban, corrió veloz a intentar apaciguar los ánimos entre los mandos de ambas unidades militares. El bulo no tenía nada de cierto, pero le costó el cese al general Luis Torres Rojas al frente de la Acorazada, y su forzoso traslado, sin ascenso a teniente general, al gobierno militar de La Coruña.

El «demócrata y liberal» general Vega tampoco aguantaría más los modos de actuar que tenía Gutiérrez Mellado y presentaría su dimisión a mediados de mayo de 1978 como jefe del Estado Mayor del Ejército. Fue un revés importante para la nomenclatura gubernamental castrense que Mellado titulara desde la vicepresidencia para la Defensa. Vega veía con grave preocupación los exagerados ataques que desde fuera del ámbito de la milicia se estaban cebando con los ejércitos. Además, disentía profundamente de las arbitrariedades que estaba llevando a cabo su jefe directo en materia de ascensos, como el desplazamiento orgánico de la JUJEM, los cambios en la capitanía de Barcelona y en la Acorazada; los saltos en el escalafón, siempre sagrado, para favorecer caprichosamente a unos generales que se suponía que serían más «dúctiles», en perjuicio de otros menos «simpáticos», como el general Milans.

Después vendría el milagro del «Palmar»
[16]
, nombre que se dio al ascenso simultáneo de cinco generales para que el general Gabeiras pudiera ser designado JEME del Ejército. Como acabo de apuntar, el general Vega —calificado de progresista— empezó colaborando con pleno entusiasmo en el cambio político, tranquilizando la inquietud de sus compañeros de armas. Poco a poco se iría distanciando, al igual que los demás colegas, del proceso general al que veía por mal camino, hasta terminar muy enconado con Gutiérrez Mellado. Sus discrepancias, agrias y abiertas, lo fueron por cuestiones profesionales, pues «esas discrepancias van en detrimento del propio ejército… Porque creo que están disminuyendo la consideración y el prestigio que las fuerzas armadas se merecen».
[17]

Desde entonces, las fuerzas armadas mostrarían en ocasiones su irritación y repulsa por la conducción de la cosa pública, por el desarrollo autonómico, por el intento de que la amnistía alcanzase a la facción de militares procesados y expulsados de las fuerzas armadas por su pertenencia a la UMD —conocidos como «
úmedos
»
[18]
—, por la falta de respeto al escalafón y a las ordenanzas en la política de ascensos, y muy especialmente por la inane reacción gubernamental ante los duros golpes del terrorismo de ETA, que se cebaba principalmente en miembros de la Guardia Civil, de la Policía Nacional y del Ejército. El gobierno, invocando falazmente la disciplina, escondía los muertos y los enterraba sin dignidad ni respeto hacia los caídos y sus familiares. Espeluznante muestra de temor y debilidad, que a veces se quiso justificar con especies del tenor de que ése era «el riesgo que debían asumir» o que «para eso se les pagaba».

El creciente estado de malestar de las fuerzas armadas se traduciría en frases como: «el ejército en estado de cabreo» o el «ruido de sables» en las salas de banderas, comedores, bares y despachos de los acuartelamientos, que se reflejaban de forma exagerada en los medios de comunicación. Había, sí, ese estado de irritación militar por las políticas de Suárez, y por todas las cosas que acabo de comentar. Pero no había un ejército golpista ni las fuerzas armadas eran golpistas, ni hubo conspiraciones militares ni preparativos de golpes de Estado, ni deseos de involución. Malestar, cabreo e irritación, sí. Los mandos militares hablaban corrosiva y críticamente de cómo marchaban las cosas. En tono altisonante y, si se quiere, despectivo. Como lo había y lo hacían en otros muchos sectores profesionales civiles y de la nomenclatura del sistema por el caos gobernante de la UCD en general, y de Suárez en particular. Y sin embargo, los rumores de golpe eran insistentes. Una vez se dijo que un florón de generales se reunía en secreto y clandestinamente para preparar una declaración o pronunciamiento por el que urgirían al rey a que se hiciera con el control pleno de la situación, y se situaron las reuniones en Játiva (Valencia), de acuerdo con fuentes «seguras»: la realidad era que dichos encuentros supuestamente «conspiranoicos» tenían lugar en Jávea (Alicante), donde un grupo de generales poseían casas de verano y se reunían periódicamente con sus familias en actos sociales.

Otra vez se situaría en la División Acorazada y la Brigada Paracaidista, para asegurar con toda «certeza» que ambas unidades conjuntamente se preparaban para el asalto del poder, y difundiendo, de forma reiterada y persistente, especulaciones falsas y gratuitas a cuenta de pequeñas unidades que regresaban a sus cuarteles tras haber salido de maniobras. O bien, en un documento «oficial y secreto» en el que se presentaba un ramillete de golpes de Estado —civiles y militares— para que cada cual escogiera el suyo a su gusto. Me refiero al documento «Panorámica de las operaciones en marcha», puesto reservadamente en circulación a mediados de noviembre de 1980 desde el CESID (aunque un singular general asegure ser su redactor, lo que tampoco invalidaría la utilidad que buscaba el servicio de inteligencia con dicho documento) entre los sectores del poder político y de la nomenclatura del sistema. En el citado documento se desplegaba una panoplia de agitaciones conspirativas civiles que daba un paseo por casi todos los grupos políticos y por significados líderes. En este caso, se podría cerrar el capítulo «civil» con el titular que una sagaz y veterana periodista dio un día a su columna de opinión en el diario ABC: «Todos estamos conspirando».

En la vertiente militar, el documento analizaba una serie de supuestos preparativos de golpes a cargo de generales, coroneles —los técnicos— y espontáneos. No citaba nombre alguno, pero era fácil deducir la figura del teniente coronel Tejero en el golpe de los espontáneos. Lo que era totalmente cierto. No así las presuntas comisiones golpistas de coroneles y de generales, que eran literal y sencillamente inexistentes. Una pura invención. El mismo comandante Ricardo Pardo Zancada, condenado a 12 años de prisión por su iniciativa y su gesto de última hora de presentarse en el Congreso el 23-F, cuando ya el rey Juan Carlos había dado la orden de abortar la operación, lo confirmaría en su libro
23-F, la pieza que falta
, una de las mejores obras escritas sobre el estado del Ejército y su reacción ante el golpe. Pardo tenía un excelente conocimiento de lo que se estaba cociendo internamente en el seno de las fuerzas armadas, y su testimonio sería claro y contundente al afirmar que no existían, en grado alguno, reuniones y movimientos conspirativos de generales. Mientras en el nivel de los coroneles, singularmente los de Estado Mayor, como era el caso de su jefe directo en la Acorazada, José San Martín, habían iniciado en el otoño de 1980 unas pequeñas conversaciones de no más de dos o tres coroneles, que el 23-F no habían alcanzado ningún nivel ni desarrollo conspirativo y ni mucho menos operativo.

Alfonso Armada también coincidiría con Pardo y sería mucho más preciso al afirmar que él jamás tuvo conocimiento de reuniones conspirativas de generales y mucho menos de preparativos de golpe. Sin embargo, los rumores insistentes de golpe serían muy útiles para que el CESID pudiera articular y desarrollar su operación especial. Con la difusión interesada de tales especies, se metía el miedo en el cuerpo a la clase política y a los nacionalistas, a fin de que aceptaran sin resistencia y de buena gana el gobierno de concentración como la mejor de las soluciones posibles. Fórmula que estaba perfectamente descrita en la «operación mixta cívico militar» del documento ya citado, y que analizaré en el capítulo X.

Al rey, lo que le interesaba por encima de todo era tener cerca al Ejército. Sabía que ante cualquier giro o complicación política, era su paraguas de protección, su más firme bastón de apoyo y su último recurso para mantener el equilibrio de la corona y de su propia persona. De ahí que buscara siempre el contacto directo con sus soldados para conservar viva su lealtad. Y refrendarla. Los necesitaba por encima de todo y los animaba y jaleaba para que se mantuvieran atentos y vigilantes. En diciembre de 1979, recibió en audiencia en Zarzuela a los jefes de la División Acorazada, quienes le iban a imponer el nuevo modelo de gorra carrista. El discurso de Torres Rojas fue incendiario, pero declamado en tono de oración. El jefe de la Acorazada habló del terrorismo, de la alevosa traición que por los cobardes atentados sufrían muchos españoles y compañeros de armas, y de lo dispuesta que estaba toda la división a regar con su sangre el mantenimiento de la unidad de España, su independencia y el orden constitucional. Terminado el acto y roto el protocolo, el rey fue a abrazar a Torres Rojas y a todo el grupo de jefes y mandos que se habían arremolinado, les dijo en su tono habitual, locuaz y espontáneo: «Sí, pero tenéis que salir con el cuchillo entre los dientes». Un mes después, Torres Rojas sería cesado por Mellado y Sahagún al hacerse pública la patraña inventada de la trama golpista de la Acorazada y los paracaidistas.

En los primeros días de mayo de 1980, el rey concedió una audiencia a Milans del Bosch. El capitán general de Valencia se quejaba de que otros muchos jefes menos antiguos habían sido ya recibidos y él seguía a la espera. El anuncio de la audiencia llegó al gobierno, que mostraría su inquietud y preocupación. Todavía estaban calientes los rescoldos de las declaraciones de Milans en
ABC
de finales de septiembre de 1979, que habían erizado la espalda del gobierno. Rodríguez Sahagún solicitó a Zarzuela que le informara del resultado de la entrevista. En la audiencia, de más de una hora de duración, Milans transmitiría al rey su enorme preocupación por el grave deterioro de la situación nacional. El gobierno llevaba a la quiebra a España, mostrándose muy duro contra el peligro nacionalista, las autonomías y la debilidad de Suárez para contener la inflación y el paro. La falta de autoridad y la pusilanimidad gubernamental en todos los asuntos eran pavorosas.

Milans presentó al rey un panorama deprimente, pero inferior a la crítica abierta que desde todos los ámbitos políticos cercaba ya a Suárez y a su gobierno. Le aseguró al monarca que tanto el Ejército como él mismo, estarían siempre a las órdenes del rey para garantizar la unidad de España y la permanencia de la corona. Y el rey, corroborando todo lo que había oído, le afirmaría en tono enérgico que él también estaba muy preocupado. Criticó duramente al presidente, porque éste ya no escuchaba a nadie. Se había distanciado de Zarzuela, encerrándose en Moncloa, sin querer presentar la dimisión. Concluida la audiencia, Rodríguez Sahagún le preguntó a Sabino cómo había ido la conversación y el secretario transmitió al rey el deseo del ministro de Defensa. «¿Que qué me ha planteado Milans? Querrás decir que qué es lo que le he dicho yo. Imagínate cómo se habrá marchado de contento, que me he adelantado yo a decirle todo lo que él tenía pensado decirme. Así que ha salido satisfechísimo.»
[19]

A mediados de noviembre de 1980, don Juan Carlos recibió en audiencia privada a Jesús González del Yerro. El capitán general de Canarias y jefe del Mando Unificado del archipiélago era, junto a Milans del Bosch, el general más carismático del Ejército. El rey, en tan difíciles momentos, le transmitió sus preocupaciones y su deseo de buscar una salida con un nuevo gobierno, porque con Suárez ya no se podía seguir adelante. González del Yerro le señaló que desde Canarias observaba un enorme pesimismo y un gravísimo deterioro político. El cuadro era ya ritual y general: más de lo mismo; el ataque terrorista, el riesgo de disgregación de la patria y lo mal que marchaba la economía. Lo que hacía imprescindible un cambio urgente. Y para ello, el capitán general de Canarias estaba, como todos los demás, a las órdenes de su majestad.

Del Yerro ya había desempeñado cargos políticos durante el franquismo. El monarca le animó a seguir vigilante y atento, porque «ante los acontecimientos futuros que se esperan no se puede bajar la guardia». Don Juan Carlos también contaba con él. Precisamente, desde hacía un tiempo, el capitán general venía promoviendo homenajes a la bandera y a las fuerzas armadas por todas las poblaciones del archipiélago. Para González del Yerro estaba llegando el momento de pedir a las poblaciones peninsulares que «rompan su inhibición suicida, que manifiesten con claridad su fe en España… ante el resultado nefasto de taifas y divisiones». El capitán general de Canarias sería el único que se desmarcaría de la operación del 23-F porque el elegido había sido el general Armada y no él.

VI.
LA LEGALIZACIÓN DEL PARTIDO COMUNISTA: EL MOMENTO MÁS CRÍTICO DE LA TRANSICIÓN

En la tarde y la noche del 23-F, el rey Juan Carlos sabía bien que su estabilidad se basaba fundamentalmente en que el Ejército cerrara filas en torno a él y a la monarquía. Eso fue algo que iría constatando a lo largo del tiempo. Antes de su coronación, logró frenar el intento de su padre, el infante don Juan, de lanzar un tercer manifiesto, que en aquella ocasión iba dirigido contra él. El padre contra el hijo. Para ello, envió a París una comisión militar encabezada por el general Díez Alegría, que convenció a don Juan con el argumento de que el Ejército apoyaba y respaldaba plenamente a su hijo en el restablecimiento de la monarquía. También lo pudo comprobar durante todo el proceso de la transición y, muy especialmente, a lo largo de la jornada del 23-F. La corona se la había dado Franco, pero su afianzamiento en el trono había sido cosa de las fuerzas armadas. De ahí que le insistiera a Suárez en que debía ganarse a los militares en el proceso de reformas. Y el presidente, muy hábil, se los ganó durante siete meses.

Other books

To Be Free by Marie-Ange Langlois
In Too Deep by Sharon Mignerey
The Ambitious Orphan by Amelia Price
Redeem Me by Eliza Freed
Our Lady of the Forest by David Guterson
Charming by Krystal Wade
Smuggler's Lair by Virginia Henley