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Authors: Jesús Palacios

Tags: #Historico, Política

23-F, El Rey y su secreto (21 page)

Sabemos que antes del 23-F, Armada se entrevistó con el embajador americano Todman. También sabemos que Cortina se vio igualmente con el embajador y con los responsables de la antena de la CIA y de otros servicios de inteligencia norteamericanos en España. Eso lo sabemos bien, como asimismo conocemos con cierto detalle el despliegue y las instrucciones que el Pentágono y la Secretaría de Estado cursaron a sus unidades militares en las bases españolas y a algunos diplomáticos de la legación en Madrid, para que se mantuvieran alerta ante los acontecimientos que se iban a desarrollar en España el 23 de febrero de 1981.

La administración Reagan urgía a que España se incorporara activamente a la defensa atlántica y del Mediterráneo, y había dado su beneplácito a una operación que modificaría sustancialmente la política exterior tercermundista auspiciada hasta entonces por Suárez. Sus guiños de acercamiento a Castro y el abrazo a Arafat, simbolizaban lo contrario del objetivo estratégico de los Estados Unidos, que no era otro que la caída del bloque soviético en Centroeuropa y la desaparición de la Rusia soviética. Lo que finalmente se conseguiría al final de los años ochenta.

Acabamos de analizar cómo diferentes administraciones norteamericanas tutelaron a don Juan Carlos en el tránsito hacia la democracia. Hemos visto que el rey no daba un paso importante sin tener previamente la aprobación y el apoyo de los Estados Unidos. Con tales precedentes, y ante una operación de un calado tan transcendental como la del 23 de febrero de 1981, que pretendía abrir un nuevo consenso y un pacto constitucional, ¿hubiera sido extraño que el rey personalmente consultara con Washington? ¿Que una vez más utilizara para ello a su embajador personal Manolo Prado? Hasta hoy, no se conoce el dato que lo constate. Quizá tengamos que esperar hasta que se abra la documentación oficial y reservada norteamericana de aquella época. Lo que sí es cierto y constatable es que el 23-F, Prado estuvo precisamente en Zarzuela desde primera hora de la tarde. ¿Casualmente? No. Según el rey, para tratar un asunto del Instituto de Cooperación Iberoamericana, que el embajador real presidía…

VIII.
LA POLÍTICA AUTONÓMICA DE SUÁREZ ES SUICIDA

¿Por qué el 23-F? ¿Cuáles fueron las razones que decidieron su puesta en marcha? ¿Por qué el rey Juan Carlos consintió que se llevara adelante? ¿Por qué dio luz verde a la operación montada desde el CESID? «¡A mí dádmelo hecho!», les decía a los responsables del Servicio de Inteligencia, a Cortina, a Armada a… «¡A mí dádmelo hecho!», repetía en cada ocasión en su círculo más cerrado de colaboradores de Zarzuela. Sí, las causas del 23-F fueron varias. ¿Hubo alguna por encima de las demás? No. A mi juicio, hubo varios elementos que sumados dieron un todo, y todos en su conjunto, determinaron que se ejecutara la operación. ¿Y cuál fue esa suma de motivos? Desde mi punto de vista, los siguientes:

  1. El término «nacionalidades» y el título octavo de la Constitución.
  2. El proceso autonómico y el desarrollo de las autonomías.
  3. La brutalidad de las acciones terroristas de ETA, que estaba conduciendo hacia un proceso neorrevolucionario al País Vasco. Y el secuestro de la democracia.
  4. La imperiosa necesidad de frenar la alocada espiral secesionista de los nacionalismos vasco y catalán
  5. Las crisis gubernamentales y la pérdida de liderazgo de Adolfo Suárez.
  6. La descomposición interna o la destrucción absoluta de la UCD
  7. La ansiedad del PSOE por querer llegar al poder cuanto antes, buscando un atajo, sin importarle nada si ese atajo era constitucional o no, en coherencia con sus antecedentes históricos de partido golpista o proclive al golpismo en anteriores procesos revolucionarios.
  8. La gravísima crisis del sistema y de las instituciones en general.
  9. La alarma del rey porque la crisis del sistema pudiera arrastrar también a la corona.
  10. El deseo de regenerar el sistema democrático mediante un nuevo pacto de transición y una nueva concordia constitucional, para reformar profundamente la Constitución.

«La política autonómica de Suárez es suicida.» Eso llegó a decir el rey antes del 23-F. Frase que volvería a repetir después. Varias veces. Pero toda vez que su desenganche del presidente fuera ya manifiesto. Nunca antes. Antes, estuvo con él apoyándolo en la travesía del desarrollo autonómico. Aquella fórmula sin precedentes,
sui generis
y sin homologación alguna en el derecho comparado. Pero en la cabecera del gobierno había un presidente tan aventurero y tan frívolo como ignorante, capaz de sacarse de la chistera el concepto mágico «café para todos», un engendro de originalidad para construir un estado jurídico-político que hasta ese momento no tenía circulación internacional alguna ni se sabía a ciencia cierta en qué consistía. Así pues, en la Constitución se consagraría el término «nacionalidades» y las autonomías.

La construcción de la España autonómica, que también para el rey fue entonces una genialidad, sin reparar en que reconocer expresamente la existencia de «nacionalidades» y de autonomías dentro de España, podía despertar ansias separatistas y contaminar a otras regiones del veneno identitario de lo propio y excluyente de los nacionalismos. Y poner en riesgo en el futuro la unidad nacional. Pero eso no pareció en aquel instante importar demasiado. Y sin embargo, la tijera para cortar y desvertebrar España estaba sobre la mesa. Y no sólo para eso, sino para acometer en un futuro inmediato su absoluta deconstrucción nacional.

Al monarca intentaron hacérselo ver en Zarzuela sus más directos colaboradores, cuando en un momento de alborozo, posiblemente contagiado del ilusionismo suarista, aseguró que el presidente había dado con el desatascador para calzar el concepto «nacionalidades» en el artículo segundo del texto constitucional. «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.» Entonces, la fiesta era con barra libre y el rey dio su visto bueno para que aquello tirara para adelante. «Lo que importa —enfatizaba el monarca— es que la constitución se ponga en marcha. No podemos estar quietos y parados. Y en el supuesto de que tal riesgo se diera, siempre estaría la corona como símbolo de la integración y de la unidad de los españoles.»

Lo que le preocupaba sobremanera a don Juan Carlos era que se abriera un debate sobre la forma de gobierno, monárquica o republicana y que, en el nuevo marco de juego, la izquierda, que emergía de la clandestinidad y del exilio, se empecinara en llevar adelante un referéndum sobre monarquía o república. Para el rey, entonces bisoño y voluntarioso —de «ingenuo» lo había calificado Kissinger—, quizá fuera eso lo único que de verdad le angustiara en los primeros pasos de la transición. Aquello, y desprenderse cuanto antes del plomo franquista que llevaba bajo las alas. De ahí que hiciera tanto hincapié en el pacto con Carrillo, que venía del régimen republicano, y en su deseo de atraerse a los nuevos y jóvenes líderes del socialismo renovado, para que aceptaran la corona como marco de convivencia y de desarrollo político. La izquierda se traía en la mochila de las tópicas reivindicaciones, la consulta y el referéndum, y sobre eso no podía haber discusión alguna. Aunque le hubiera gustado barrer aquel régimen y hacer la ruptura total, no tenía la fuerza suficiente ni contaba con apoyo social para derribarlo. Era débil, y la corona contaba con el decidido apoyo y la unidad férrea de las fuerzas armadas.

Pero la izquierda también se traía en la mochila la España federal, el derecho a la autodeterminación de los pueblos, la amnistía… Y en el magma del exilio había hecho igualmente suyas las reivindicaciones nacionalistas de vascos y catalanes; «estatuto» y «autonomía». Cuestiones sobre las que sí que se podría ceder y pactar lo que fuera. Pues para frenar cualquier desmadre estaría siempre la corona como símbolo de la integración y de la unidad de los españoles. Al menos, ése era el pensamiento voluntarioso que anidaba en don Juan Carlos por entonces. De esa manera, empezaría la historia interminable, la historia inacabada y sin fin, que aún hoy día continúa con mayor efervescencia. Aquél sería el gran pecado original de la transición.

En el solemne discurso de apertura de la primera legislatura de la democracia, tras las elecciones de junio del 77, don Juan Carlos se dirigió a la Cámara (donde la izquierda le había recibido sentada y sin aplaudirle) demandando una nueva constitución, deseada por la corona. Al terminar su discurso, la izquierda le aplaudió puesta en pie. Al pacto constitucional se dedicaría una comisión de diputados a lo largo de 18 meses. La Constitución del 78 será la carta magna de elaboración más larga de nuestra historia democrática. Una constitución consensuada por todos los partidos, en la que todos cederán algo, no gustará totalmente a nadie, pero tampoco disgustará del todo a nadie. No obstante, su talón de Aquiles estará en el artículo segundo, al introducir el término «nacionalidades» como equiparable al de nación, y en el título octavo, sobre la configuración territorial de España y su desarrollo autonómico. Por muchos subterfugios y sofismas con que se pretendiera adornar el asunto, la palabra «nacionalidad» es correlativa a nación, con lo que implícitamente se definía a España como una nación de naciones. Se mire como se mire.

Jamás antes se había plasmado semejante disparate y barbaridad histórica. Ni siquiera con la Segunda República, en la que se produjo la eclosión del movimiento autonomista. Primero, con el restablecimiento de la Generalidad en abril del 31, y unos días después, nombrando Macià su primer gobierno. Después vendría la promulgación del Estatuto de Cataluña de septiembre de 1932, que en su artículo primero decía que «Cataluña se constituye en región autónoma dentro del estado español». Nada de nacionalidad. Tampoco estaba incluido en la Constitución republicana de 1931. Lo único que se había introducido en ella era el término «región». Lo expresaba así en su artículo primero: «La República constituye un Estado integral compatible con la autonomía de los municipios y las regiones». Por lo que se alejaba también deliberadamente de ir hacia una «república federal». La República quiso mecer en un bálsamo a la burguesía y las instituciones catalanas. Y aún así, la Generalidad se rebelaría contra ella proclamando en octubre del 34 el «Estat catalá dentro de la república federal española». Sus progresivos desmanes y estragos llevarían al mismo Azaña a confesar su absoluta decepción con la Generalidad en su
Cuaderno de la Pobleta
en 1937, en plena Guerra Civil: «Empiezo por lo de Barcelona, muy grave,… Hay para escribir un libro con el espectáculo que ofrece Cataluña, en plena disolución. Ahí no queda nada: Gobierno, partidos, autoridades, servicios públicos, fuerza armada, nada existe… Histeria revolucionaria, que pasa de las palabras a los hechos para asesinar y robar; ineptitud de los gobernantes, inmoralidad, cobardía, ladridos y pistoletazos de una sindical contra otra… Debajo de todo eso, la gente común, el vecindario pacífico, suspirando por un general que mande, y se lleve la autonomía, el orden público, LA FAI [Federación Anarquista Ibérica], en el mismo escobazo.»
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Igualmente, en ninguna de las siete constituciones que estuvieron vigentes durante el siglo XIX (Constitución de Bayona de 1808, Constitución de Cádiz de 1812, Estatuto Real de 1834, Constitución de 1837, Constitución de 1845, Constitución de 1869 y Constitución de 1876) aparece la palabra «nacionalidad». Ni tampoco la palabra «región». El proyecto de constitución federal de 1873, que no llegaría a aprobarse, si bien declaraba que la nación española la componían 17 estados (incluyendo Cuba y Puerto Rico), no otorgaba a tales estados el carácter de nacionalidad, sino de región. Aquellos nuevos estados de la república eran los antiguos reinos de la monarquía.

Al inicio de la transición, había reivindicaciones sociales y políticas que atender, pero para los nacionalismos eran sobre todo territoriales. Las viejas y rancias pendencias enquistadas en el sectarismo histórico. España había superado para entonces muchos problemas; ya no tenía los religiosos ni los sociales, ni los de lucha de clases ni los étnicos, pero si los tenía de identidad como nación. Socialmente, hacía años que se había superado el concepto de las «dos Españas», tan sólo quedaba resolver la reconciliación en la clase política. Lo que se sellaría en el pacto constitucional. Por su lado, los nacionalistas vascos y catalanes soñaban además con recuperar lo que la Segunda República les había otorgado y la Guerra Civil y el franquismo les había negado.

Desde Cataluña, la presión la ejercía una burguesía lastimera y victimista, que en ocasiones depararía comportamientos absolutamente miserables; además de pequeños grupos herederos del anarcosindicalismo, la Esquerra y el Partido Comunista catalán. Sus balbuceos terroristas se irían acomodando a la mesa de negociación hasta desaparecer. No ocurriría así en el País Vasco. El rancio nacionalismo vizcaitarra de Sabino Arana se nutría de conceptos más primarios, lo que haría que a mediados de los años sesenta unos cuantos jóvenes burgueses eligieran la estrategia del tiro en la nuca y la goma dos, revistiendo su repugnante terrorismo de ideología reivindicativa territorial de extrema izquierda.

En el recuerdo histórico, el mayor mérito que se debe sumar al impulso nacionalista catalán en su derecho a decidir y en la búsqueda de su identidad como nación, sería el protagonizado en 1640 por la oligarquía catalanista. En tiempos del Austria Felipe IV, aquella oligarquía se negaba a contribuir a la Unión de Armas propuesta por el Conde Duque de Olivares para la causa de la Guerra de los Treinta Años. Y de una revuelta inicial de campesinos y segadores gerundenses, jaleada por varios prelados catalanes, y dirigida también contra la nobleza señorial catalana, se pasó a proclamar la secesión de Cataluña, echándose la Generalidad en brazos del absolutismo francés de Luis XIII, quien fue proclamado Conde de Barcelona y, de hecho, soberano de Cataluña.

La consecuencia nefasta para Cataluña y España, después de una guerra de doce años y luego de la derrota del ejército franco-catalán en 1652, sería la pérdida definitiva del condado del Rosellón y la mitad del de la Cerdaña, que pasaron a la plena soberanía de Francia, ya bajo el reinado de Luis XIV, por la Paz de los Pirineos de 1659. En cualquier libro de historia, este pasaje se estudiaría y analizaría como la defección y la traición más aberrante de aquella oligarquía catalana, no sólo contra el resto de España, sino contra la entraña misma del alma de Cataluña. Pero como la historia de España es la más singular de todas, este episodio se resuelve siempre demagógicamente, afirmando que fue por causa de la afrenta y la provocación mesetaria castellana.

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