Read 23-F, El Rey y su secreto Online

Authors: Jesús Palacios

Tags: #Historico, Política

23-F, El Rey y su secreto (23 page)

Las concesiones de Suárez llegarían hasta el extremo de otorgar el indulto a los etarras que habían sido juzgados y condenados en el conocido proceso de Burgos de diciembre de 1970. Entre los terroristas condenados estaban los miembros del comando que había causado las primeras víctimas. Cuando el gabinete estudiaba las medidas de gracia, Suárez recibió la noticia del secuestro del industrial Javier de Ibarra, lo que le hizo exclamar: «¡No puede ser ETA!», llevándose las manos a la cabeza. Al presidente le habían garantizado que sus acuerdos circunstanciales con la organización terrorista le darían un margen de tranquilidad hasta las elecciones. Pese a tan «inoportuno contratiempo», el gobierno acordó las medidas de indulto, pasando por encima de las protestas de los ministros militares. En la jornada de reflexión del 14 de junio de 1977, se vaciaron las cárceles de terroristas. Una semana después de los primeros comicios, aparecería asesinado de un tiro en la nuca el industrial secuestrado. Javier de Ibarra y Bergé había sido alcalde de Bilbao y era cercano al PNV.

En octubre de 1977, todos los diputados, excepto dos, aprobaron la ley de amnistía. Era el colofón a las amnistías e indultos precedentes. Todos los terroristas de ETA, incluso los que habían participado en asesinatos, se beneficiarían de ella. En la explicación de motivos se afirmaba que aquellas muertes, atentados con bombas y secuestros, se habían llevado a cabo por razones políticas. Y la amnistía era política. A los terroristas de ETA se los distinguía con el «honor» de haber sido luchadores contra la dictadura franquista y por la libertad. El tiempo se encargaría de poner aquella gruesa estulticia en su sitio. ETA no luchaba contra un régimen autoritario sino contra España, o contra todo lo que estuviera teñido de españolidad, según el concepto ideológico de unos seres tan primarios y reduccionistas, trufados con el romanticismo pueril de Sabino Arana. Entre otros, fueron puestos en libertad los miembros del comando Txikia, que había asesinado al almirante Carrero, sin siquiera haber sido juzgados. Tal era el precio de las conversaciones secretas entre ETA y el gobierno que, en breve, fracasarían sin acuerdo alguno. Naturalmente, al igual que todas las negociaciones, conversaciones y contactos que todos los gobiernos han venido manteniendo con la banda terrorista a los largo de los años. Tan sólo un mes después de la amnistía ETA asesinaría al comandante Joaquín Imaz, jefe de la policía armada de Pamplona.

Julio de 1978 fue un mes lleno de agitación terrorista, preludio de negros presagios. Coincidiendo con la convocatoria del pleno que aprobaría el proyecto de constitución, un comando terrorista descerrajaba varios tiros sobre el general de brigada Manuel Sánchez Ramos y su ayudante, el teniente coronel José Pérez Rodríguez, en una barriada militar madrileña. Ambos fallecerían al instante en el interior de su coche oficial. ETA inauguraba así una nueva táctica de terror. Hasta entonces, el objetivo prioritario de sus acciones terroristas estaba en descargarlo sobre miembros de la Guardia Civil y la policía armada; además de empresarios, obreros, trabajadores… Desde ese momento, se iban a sumar dramáticamente altos oficiales de los ejércitos. Gutiérez Mellado acudiría al Congreso al día siguiente de los asesinatos vestido de uniforme y con una sentida declaración: «Estos criminales atentados pretenden romper España, quebrantar nuestra moral, lograr que el gobierno y las fuerzas políticas pierdan los nervios, que las fuerzas de orden público se sientan intranquilas y que las fuerzas armadas duden.» En el funeral celebrado en el Cuartel General del Ejército, el vicepresidente sería despedido por sus colegas de armas con gritos sonoros de «Guti: ¡traidor! ¡Espía! ¡Masonazo!».

Sin embargo, para el gobierno, los muertos en atentados eran una carga incómoda y molesta que era conveniente ocultar, enterrándolos casi subrepticiamente, o con esquelas de despedida y recuerdo en los periódicos de «… falleció víctima de accidente terrorista». Por el contrario, la organización terrorista, comprobando los altos rendimientos políticos que le daban los muertos al nacionalismo independentista, elevaba su objetivo hacia el corazón de las fuerzas armadas. El 3 de enero de 1979 caería abatido a tiros a la puerta de su casa el general de división Constantino Ortín Gil, gobernador militar de Madrid. El asesinato conmocionó por su relevancia al gobierno y a la sociedad. En el Ejército, el impacto fue de muy alta crispación y rabia desbordada, que se volvería contra una política gubernamental tan contemporizadora en materia antiterrorista.

Al funeral en el Cuartel General del Ejército únicamente acudió dando la cara el vicepresidente para la Defensa, Gutiérrez Mellado. Doña Sofía reprocharía en Zarzuela que no entendía por qué razón no asistía el ejecutivo en pleno: «forma parte de sus obligaciones y resulta vergonzoso», comentaría. Pero también los reyes tardarían bastante tiempo en acudir a los funerales y entierros de las víctimas del terrorismo. Las instrucciones al término de las honras fúnebres, eran las de introducir de inmediato el féretro en un furgón estacionado en una puerta lateral y trasladarlo a toda velocidad al cementerio. Fue entonces cuando muchos jefes y oficiales estallaron de ira reclamando que se colocara la bandera sobre el ataúd. Cuando otros jefes militares que acompañaban a Mellado replicaron que «¿por qué con bandera?», se viviría uno de los actos más bochornosos que se recuerdan de la transición.

Generales, jefes y oficiales se lanzaron a arrebatar el cadáver a quienes lo llevaban con paso rápido al coche fúnebre, mientras el vicepresidente, su séquito de ayudantes y otros jefes, trataban de impedirlo. El espectáculo de indisciplina sería memorable. Gutiérrez Mellado fue zarandeado y empujado, y tachado de «¡masón!, ¡traidor! e ¡hijo de puta!», mientras alguno de sus ayudantes se enzarzaba a golpes con otros jefes militares. Finalmente, el féretro del general Ortín, con bandera, fue sacado por la puerta principal del Cuartel General, portado a hombros de unos mandos del ejército irascibles, entre un coro de gritos de «¡gobierno dimisión!, ¡ETA asesina! y ¡gobierno culpable!». En la calle, unos centenares de civiles, familiares de militares y de extracción ultra, aprovecharon para jalear a la comitiva con estruendosos gritos de «¡Ejército al poder!».

Para el general José Vega, tan insólito acto de indisciplina se explicaba por «un estado de irritación que evidentemente existe por esa ofensiva terrorista que estamos sufriendo». Por su parte, el vicepresidente Mellado, muy indignado por dicho acto de indisciplina masivo, ordenó al director del CESID, José María Bourgón, que le facilitara la identidad de los militares que habían participado en los incidentes para tomar medidas contra ellos. Varios agentes del servicio de inteligencia habían hecho fotos y hubiera resultado muy sencilla su identificación; además de los centenares de fotografías que habían tomado los enviados gráficos al funeral. Sin embargo, Bourgón desoyó la orden de Mellado, contestándole que «yo no soy ningún chivato de compañeros». Aquélla sería la gota que colmaría el vaso de una relación personal que se había ido deteriorando desde que el vicepresidente había puesto a Bourgón al frente del CESID, y que significaría su cese en el mismo. Pero lo curioso fue que Javier Calderón, el amigo de toda confianza del vicepresidente y verdadero hombre fuerte del CESID, tampoco denunciaría ni enviaría las fotografías de quienes habían tomado parte activa en tan sonados incidentes. En la Pascua Militar, el rey zanjaría el asunto con una llamada de atención a sus soldados al recordarles que «los peligros de la indisciplina son mayores que los del error.»

En 1979, ETA continuaría con su progresión sangrienta: 35 muertos en los tres primeros meses. El 25 de mayo, dos pistoleros de ETA ametrallaban en Madrid el coche en el que viaja el teniente general Luis Gómez Hortigüela, sus ayudantes, coroneles Agustín Laso Corral y Jesús Ábalos Jiménez, y el conductor Luis Gómez Borrero. Tras los disparos, los terroristas arrojaron una granada al interior del vehículo. Sus cuatro ocupantes fueron asesinados. Al día siguiente, una bomba destrozaba la popular cafetería California 47, situada en la calle Goya de Madrid. La deflagración causó 9 muertos y 62 heridos. La autoría de dicho atentado fue de los GRAPO. El 7 de junio, caería abatido en Tolosa (Guipúzcoa) el comandante de infantería Andrés Varela Rúa; a primeros de julio, Gabriel Cisneros Laborda, diputado centrista, sería ametrallado por un comando etarra a la puerta de su domicilio al resistirse a ser secuestrado, resultando gravemente herido. Uno de los miembros de aquel comando fue Arnaldo Otegui, reconocido años después como «un hombre de paz» por el presidente socialista Rodríguez Zapatero. Con semejante cosecha terrorista se pronunciaría oportunamente Xavier Arzalluz, el santón más cualificado por entonces del nacionalismo vasco, para animar al gobierno a negociar con los terroristas, porque «los de ETA son gente de palabra».

Con el inicio de la temporada turística, ETA colocó varias bombas en localidades de la Costa del Sol y de Levante, así como en el aeropuerto de Barajas y en las estaciones madrileñas de Chamartín y Atocha, con un balance de cinco muertos y un centenar de heridos. El 12 de julio, un pavoroso incendio destruyó el hotel Corona de Aragón, Zaragoza. Balance: 80 muertos y 130 heridos. El hotel estaba en su mayor parte ocupado por militares con sus familias, entre otros, por varios miembros de la familia Franco; Carmen Polo, su viuda, Carmen Franco, su hija, el marqués de Villaverde y varios de sus hijos y amigos. Todos tenían previsto acudir a la entrega de despachos de los nuevos alféreces en la Academia General Militar.

El delegado gubernamental en la capital maña, Francisco Laína, el mismo personaje que la noche del 23-F quiso meter a los GEO en el Congreso, se lanzó a dar una versión oficial antes incluso de que los técnicos dictaminaran las causas del incendio: el foco inicial se había encontrado en el aceite hirviendo que saltara de la sartén en que se estaban friendo los churros para el desayuno. La autoría del incendio fue obra de ETA. Y por lo tanto, un atentado. La banda terrorista lo reivindicaría por tres medios diferentes. Y con el tiempo se abrirían paso los dictámenes periciales que constataron la presencia de sustancias químicas que fueron colocadas en diferentes lugares para propagar rápidamente el incendio. Pero el gobierno impuso la increíble versión de la freidora de churros, ante el temor a las consecuencias que se podrían haber derivado de haber aceptado la autoría de ETA. Bastantes años después, el gobierno español presidido por José María Aznar, reconocería como víctimas de atentado terrorista a los muertos y heridos en el incendio.

El año 1979 se cerró con el secuestro del diputado centrista Javier Rupérez. Al comando de ETA (p.m.) integrado, entre otros, por una joven que se acercó a él y pudo ganarse su confianza, le resultó relativamente sencillo secuestrarlo a mediados de noviembre. El secuestro tuvo un gran impacto nacional e internacional. Y la negociación para su liberación entre el gobierno y la banda terrorista fue ardua y complicada, llegando incluso a intervenir públicamente el Papa Juan Pablo II pidiendo su liberación. Finalmente, el gobierno cedió al chantaje terrorista y Rupérez fue liberado a mediados de diciembre. Su patético rostro al llegar al palacio de la Moncloa era fiel reflejo del drama personal y de los días de horror padecidos.

1980 sería igualmente un año brutal de atentados terroristas. El 2 de septiembre era asesinado en Barcelona el general de brigada Enrique Briz Armengol y gravemente heridos los soldados Marcos Vidal Pinar y Luis Arnau Gabi, ambos de 19 años. En esta ocasión fueron los GRAPO quienes reivindicaron el atentado. Unos días después, fue abatido el capitán de la policía nacional Basilio Altuna de un tiro en la sien en la localidad alavesa de Erenchun. ETA (p.m.) asumiría su autoría. Noviembre de ese mismo año de 1980 sería espeluznante: 38 atentados, 17 asesinatos, 46 heridos, 150 detenidos, dos asaltos a cuarteles, 25 explosiones en edificios, vehículos y mobiliario urbano, 11 alijos de armas descubiertos, ocho comandos desarticulados…

El viernes 31 de octubre, ETA mató a bocajarro a Juan de Dios Doval cuando se dirigía a la facultad de Derecho de la Universidad de San Sebastián. Doval era miembro de la ejecutiva centrista de Guipúzcoa. Su asesinato se sumaría al que el 30 de septiembre le había costado la vida en Vitoria a José Ignacio Ustarán, miembro del comité ejecutivo de la UCD de Álava, y al que el 23 de octubre acabó con la vida de Jaime Arrese, también de la ejecutiva centrista de Guipúzcoa. Adolfo Suárez no acudió a ninguno de los funerales y entierros de sus correligionarios caídos. Ante las fuertes críticas desatadas, a la portavoz gubernamental, Rosa Posada, no se le ocurriría nada mejor que declarar oficialmente que «el presidente del gobierno no puede acudir a los entierros porque está ocupado en asuntos más importantes».

La citada declaración no se puede contemplar, ayer, hoy y siempre, más que desde la ignominia ante el horror, y que a modo de réplica se puede recordar la digna postura de la ex juez iraní Shirin Ebadi, Premio Nobel de la Paz y activa defensora de los derechos humanos, quien ha afirmado que «un gobierno que teme a los muertos no puede ser fuerte». Y ésa era precisamente la situación en la que fueron cayendo todos los gobiernos de Suárez. Entonces ETA, que asesinaba una media de más de cien españoles al año, arrastraba al País Vasco hacia un proceso neorrevolucionario para alcanzar el objetivo de su independencia, con el beneplácito y la satisfacción del nacionalismo vasco. Y también del catalán. Tan pío y conservador siempre. Al escoger ETA como objetivo a los dirigentes centristas del País Vasco, numerosos militantes se vieron forzados a exilarse. El escritor y ensayista vasco Iñaki Ezquerra, quien también se ha visto forzado de alguna forma al «exilio interior», estima en su obra
Exiliados en democracia
, que como consecuencia del acoso terrorista de aquellos años, ETA obligó a un exilio interior hacia otros lugares de España a unos 200.000 vascos.

También a finales de octubre caería asesinado el abogado donostiarra José María Pérez López. El 3 de noviembre, serían cuatro guardias civiles, un paisano y cinco heridos graves, los que resultaron «cazados» en el bar Haizea de Zarauz; el jueves 6, caerían en Eibar (Guipúzcoa), un policía nacional y un amigo suyo, peluquero de profesión, y otro policía nacional en Baracaldo (Vizcaya); el viernes 14, fue abatido en Santurce (Vizcaya), Vicente Zorita, militante de Alianza Popular. El ensañamiento de los pistoleros con este último fue especialmente aberrante. El comando etarra lo sacó de su casa a punta de pistola. Tras amordazarlo, le dispararon un tiro en la nuca. Cuando la policía lo encontró y le retiró el esparadrapo que le sellaba la boca, salió una pequeña bandera española de su interior. El jueves 13 de noviembre, dos guardias civiles resultarían gravemente heridos en la localidad guipuzcoana de Lezo; el domingo 16, un comando de diez etarras asaltó el Batallón de Cazadores de Montaña Cataluña IV de Berga (Lérida), para apoderarse de armas y explosivos. Inicialmente, el comando consiguió reducir a tres soldados, pero al sonar la alarma se dieron a la fuga. A los pocos días, sus miembros fueron detenidos y el comando desarticulado. Contaba con el apoyo de un grupo separatista catalán.

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