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Authors: Jesús Palacios

Tags: #Historico, Política

23-F, El Rey y su secreto (24 page)

Otro comando de cuatro terroristas, tres hombres y una mujer, asaltó la Jefatura del Sector Aéreo de San Sebastián, apoderándose de diverso armamento. En su huida, hirieron de gravedad al coronel Ramón Gómez Arnáldez, director del aeropuerto de Fuenterrabía, quien se enfrentó a tiros con los terroristas. Pese a ello, el gobierno lo cesaría de inmediato del mando de la Jefatura del Sector Aéreo de Vascongadas. El coronel había advertido a sus jefes en dos ocasiones, y por escrito, del riesgo de un asalto terrorista. El lunes 17, ETA mató al guardia civil Juan García León en Eibar; el miércoles 19 los Grapo asesinaron en Zaragoza al coronel del Ejército del Aire Luis Constante Acín; el viernes fue asesinado otro guardia civil en Tolosa y el jueves 27 de noviembre ETA mató al jefe de la Policía Municipal de San Sebastián, Miguel Garciarena Baraibar, teniente coronel en la reserva.

Ante tal cuadro de horror y muerte, los responsables políticos gubernamentales se perdían en cada ocasión en el consabido ritual de «enérgica condena» y de «exigimos a ETA», que no servía siquiera para tranquilizar sus propias conciencias pusilánimes y cobardes. El ministro del Interior, Juan José Rosón, era uno de los obligados a hacer el correspondiente ritual de condenar sin paliativos tanto aluvión de muerte y violencia. A cada atentado, y siempre con «enérgica firmeza», aseguraba que «ETA está cada día más contra las cuerdas. Estamos ante una ofensiva general de ETA que es un gesto de desesperación». Por su parte, Jesús María Viana, presidente de la UCD vasca, afirmaba que «unidos todos los partidos, vamos a aislar a ETA». Todo esto se decía en 1980. A la postre, no eran más que infames recursos dialécticos persistentes a los que con toda tenacidad se han ido acogiendo los diferentes responsables políticos de cada etapa y en cada momento a lo largo de todos estos años.

El mismo Viana reconocía en octubre de 1980 que «aquí [en el País Vasco] no somos libres, vivimos coaccionados por el terror. Falta la más mínima libertad. Lo que está logrando ETA es matar al pueblo. Va a por todas. Los terroristas quieren calcinar esta tierra. Nos vemos más en los funerales que en las reuniones de partido». El socialista Víctor Manuel Arbeloa, presidente del Parlamento Foral de Navarra, expresaba en un telegrama dirigido a la UCD guipuzcoana, tras un atentado, que «me veo obligado a decir bien alto que basta de funerales, de flores y de discursos; que en Euskadi, por culpa de unos y de otros, ya no se puede vivir, sólo se puede matar impunemente; que esto es un continuo día de difuntos».

Las diferentes reacciones en la oposición ante tanta violencia y muerte y, especialmente, ante un comportamiento tan miserable por parte del gobierno, iba creciendo de intensidad. Así, Manuel Fraga reiteraba en una entrevista lo que repetía asiduamente en sus famosas
queimadas
con periodistas: «Si valen las metralletas, ¿por qué no van a valer los cañones?… si sigue el estado de deterioro». El secretario general de los socialistas vascos, Txiki Benegas, quien ya había modificado su anterior posición de acercamiento y comprensión al mundo nacionalista y etarra, se mostraba dispuesto a hacer la guerra al entorno político de ETA: «Si Herri Batasuna quiere la guerra, la tendrá a todos los niveles. Estamos en un momento en el que está faltando libertad para poder expresarse libremente». El propio ministro de la Presidencia, Rafael Arias Salgado, lo reconocía también expresamente: «Lo del País Vasco es una guerra a medio plazo y yo no conozco ninguna que se pueda ganar en veinticuatro horas».

Por su lado, el
lehendakari
Carlos Garaicoechea, que era quien mejor recogía la cosecha de tanta muerte («ellos mueven el árbol [ETA] y nosotros recogemos las nueces», en expresión encanallada de Javier Arzalluz), coincidiría también con esos análisis: «Hay una situación de guerra civil que puede explotar en cualquier momento». Julio Jáuregui, senador del PNV, iba un poco más lejos: «En el País Vasco hay una guerra revolucionaria marxista-leninista. Es una guerra clandestina que sólo podrá ser combatida con otra guerra clandestina dirigida por el Estado desde el Estado». El senador fallecería pocos meses después, pero sus palabras serían aplicadas a rajatabla por los gobiernos socialistas de Felipe González en la guerra sucia de los GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación). Pero quien mejor expresara el momento sería Javier Arzalluz, quien al menos sí que sabía lo que quería: «Antes de hablar de paz, hay que terminar la guerra pendiente. Tienen que restituirnos antes los conciertos que nos quitaron». Para ello se mostraba «partidario del diálogo con ETA o con cualquier organización que protagonice el terrorismo». Para el presidente del PNV «no se puede tratar a ETA como a una cuadrilla de asesinos».

Aquellos fueron años de tremenda indignidad gubernamental. En todos o casi todos los aspectos, y especialmente en lo concerniente al terrorismo de ETA. Las cifras fueron estremecedoras y hablaban por sí solas. El balance de víctimas en 1976 fue de 33 muertos, la mayoría a manos de ETA y GRAPO. En 1978, el terrorismo causó 113 muertos y 356 heridos, en atentados perpetrados mayoritariamente por ETA. 1979 se cerraría con un balance de 247 asesinados, 784 heridos y más de 600 atentados terroristas, la mayor parte obra de ETA. Entre las víctimas de ese año estaban los 80 muertos y los más de cien heridos del incendio del Hotel Corona de Aragón, cuya autoría sería reivindicada por ETA. 1980 sería un «maldito año bisiesto», que además de suponer una tremenda agonía política para Suárez, arrojaría en la brutalidad terrorista el balance salvaje de 132 muertos, 432 heridos, más de 480 atentados, más de 2.000 detenidos, 200 explosiones, 57 artefactos desactivados… «hazañas» que en su gran mayoría recaerían en los terroristas de ETA.

En noviembre de 1983, Felipe González, ya en el poder, sería mucho más contundente que Suárez en su análisis del terrorismo etarra, al plantear una serie de medidas antiterroristas, legales, en el Congreso: «La incomprensión de ETA hacia las medidas políticas que, con carácter pacificador, ha venido aprobando el Parlamento desde 1977… A la amnistía generosa se respondió con el asesinato y con la muerte; a la Constitución se respondió con el asesinato y con la muerte; a los estatutos de autonomía se respondió con los asesinatos, la extorsión y la violencia; a la supresión de la pena de muerte se respondió arrogándose las bandas terroristas de fanáticos el derecho a suprimir la vida de las personas».

Durante una de las conversaciones que mantuve con el coronel San Martín, éste se mostró convencido de que sin los «atentados tan brutales del terrorismo de ETA, no hubiera habido 23-F». Siempre creí que aquel juicio era demasiado absoluto para el todo. Sí es cierto que fue un factor muy importante a sumar. Pero hubo otros, tanto o más determinantes, como la descomposición de la UCD y las conspiraciones desde todos los frentes institucionales, políticos, empresariales, financieros, religiosos y periodísticos contra Suárez, el fenómeno disgregador autonómico, la insoportable presión de los nacionalismos… Pero con toda esa suma de elementos, la operación especial 23-F no se habría puesto en marcha jamás si el mando supremo no hubiera dado luz verde a la misma. Como factor de corrección. Como un nuevo pacto político. Y sin embargo, el ejército nunca conspiró pese a ser uno de los objetivos prioritarios del terrorismo de ETA, que entre 1976 y 1980 asesinaría a más de 500 personas y dejaría millares de víctimas.

X.
EL REY,
HARTO DE SUÁREZ.
LOS DEMÁS BUSCAN SU ASFIXIA

Una de las razones principales por las que se llevó a cabo la operación especial del 23-F, era que Adolfo Suárez había pasado de ser la solución a ser el problema en muy poco tiempo. No es que fuera un caso paralelo al del rey felón Fernando VII, que pasaría de ser el Deseado a ser coceado por los mismos que pocos años atrás habían suplicado por él con aquel rumboso y castizo «¡Vivan las caenas!». No, no se debería establecer comparación rigurosa alguna entre Fernando VII y Adolfo Suárez, porque el primero era un Borbón de la línea directa de los Borbones, y el segundo no era más que un pequeño burgués advenedizo pero ambicioso; un chusquero de la política, como decía de sí mismo, quizá con cierta ironía. Un hombre que en una línea de identidad absoluta con el nuevo Borbón recién instalado en la jefatura del Estado, había sido el instrumento, la solución, para poner en marcha el proceso de reformas políticas para pasar del régimen autoritario a la democracia. Suárez pasó de ser el protagonista del consenso, el pacto constitucional y la concordia, a ser el artífice del desencanto; y del desencanto, a la rebelión interna de los suyos, a la crítica abierta del resto de partidos, instituciones y grupos profesionales; y de la rebelión interna de los propios, a ser objeto de la presión y la conspiración más activa para echarlo del poder, desde el rey abajo, todos, porque se había convertido en el problema, en un apestado.

La buena relación de afinidad e identidad entre el rey y Suárez se mantuvo hasta poco después de las elecciones de marzo del 79, como ya he dicho. Tras aquellos comicios, que UCD volvió a ganar por mayoría simple, el PSOE dio por resuelta la etapa del consenso, pasando a hacer una oposición muy dura, personalizándola en el presidente. La noche electoral del 3 de marzo, a Felipe González le cayeron lágrimas de irritación y rabia, por el sentimiento de que Suárez había hecho juego sucio los últimos días de campaña. Pero lo más grave sería la grieta permanente que abrió con los jefes de filas del conglomerado de la UCD.

Suárez hizo más personal su tercer gobierno, castigando a los barones de la UCD, a los que dejó fuera. Aquello, lejos de apaciguar las aguas del partido, que en realidad nunca había dejado de ser un engendro artificial, iniciaría en los jefes de filas —de sí mismos, en realidad— una campaña de acoso y derribo contra su jefe, el presidente. Adolfo, que creía tener el control total del partido después del primer congreso de UCD, se blindaba en la Moncloa con un grupo de leales —los
fontaneros
— que serían los encargados de verse las caras con los demás. Como primer gesto de alejamiento y de rechazo a las normas y prácticas democráticas, Suárez se negaría a que hubiera debate en la sesión de investidura. El nuevo presidente del Congreso, Landelino Lavilla, se mostró escandalizado y trató de convencerlo de que presentara sus proyectos de gobierno, ideas y objetivos para la legislatura. No lo consiguió, y su cerrada negativa sería recibida con un fenomenal pateo del abanico de la izquierda. A Adolfo Suárez, el marco parlamentario ya no le servía como foro de debate y de discusión. Le producía un especial sarpullido y le daba repelús. Prefería las distancias cortas, el bis a bis, con el que se sentía más firme y seguro, pero que sin duda alguna no era tan democrático. De esta forma, optó por aislarse —
bunquerizarse
— en la Moncloa, dejando que fuese su vicepresidente Fernando Abril quien se batiera en el fuego cruzado. Pero lo cierto fue que sus gestos presidencialistas y distantes le irían generando una creciente desconfianza y un cada día mayor desprestigio, hasta dejar de ser fiable.

Aquella falta de respeto de Suárez a las normas y usos democráticos, le pasarían factura en breve. El 20 de mayo de 1980, el presidente decidió comparecer en el Congreso con un discurso elaborado por su equipo de
fontaneros
de la Moncloa. Con ello, pretendía mitigar sus notorias ausencias parlamentarias y ofrecer, a modo de excusa, una nueva ordenación autonómica, atajar el paro, la crisis económica y la sempiterna condena política que «exigiría» a los terroristas etarras que dejasen de matar. Pero lo que Suárez no sospechaba en absoluto era el golpe de descrédito que al día siguiente le daría por sorpresa Felipe González. El líder de la oposición, lejos de replicar el discurso de Suárez, anunció una moción de censura que cayó como una losa en el área gubernamental: «El presidente Suárez y su gobierno han incumplido reiteradamente compromisos programáticos contraídos ante el conjunto de los ciudadanos, acuerdos con otras fuerzas políticas y, asimismo, otros contraídos con las Cortes generales… El gobierno ha hecho gala de desprecio a las reglas del juego propias de la democracia parlamentaria que consagra la Constitución, llegándose a afirmar que un debate parlamentario constituye una trampa y que una interpelación por la libertad de expresión es una provocación».

Suárez se quedó atónito por el mazazo recibido, sin poder dar crédito a lo que estaba oyendo, e inmóvil de espanto, se mantuvo clavado en su escaño. Sin reacción alguna. En su lugar salió el vicepresidente Fernando Abril, el gran escudero presidencial, quien cogido también
in albis
, intentó balbucear una réplica aturullada y embarullada que se perdería en el limbo del diálogo Norte-Sur, que, por supuesto, nadie entendió. El Partido Socialista sabía de antemano que su iniciativa no triunfaría. Su objetivo era clavar un rejón de muerte en el corazón del suarismo. Que el presidente se hundiera en el abismo ante sus propios correligionarios, que dejase de ser fiable para las familias centristas y cayera en el descrédito entre las instituciones del Estado, los círculos fácticos y a los ojos del monarca. Y eso sí lo conseguiría. «El debate de la moción de censura —recordaría posteriormente Pablo Castellano— fue realmente elocuente en su significado. Romper la UCD y formar con parte de ella un nuevo gobierno de coalición con González a la cabeza… La moción de censura fue una bomba de efecto retardado que al final dio su fruto al dejar aislado al propio Suárez con respecto a sus familias y baronías.»
[37]

Alfonso Guerra, ácido y de lengua de serpiente, se ensañaría con dureza con unas frases catilinarias: «Suárez no soporta más democracia; la democracia no soporta más a Suárez»… «La mitad de los diputados de UCD se entusiasman cuando oyen en esta tribuna al señor Fraga. Y la otra mitad lo hace cuando quien habla es Felipe González.» «Los españoles vieron cómo Suárez caía de las vitrinas y se hacía pedazos en el suelo.» Suárez salvó la moción de censura, pero salió de aquel debate con el certificado de defunción a tiempo tasado. Desde entonces, todos estarían a una para derribarlo.

En un nuevo intento de propósito de enmienda, Suárez aseguró a don Juan Carlos que haría crisis en el verano, formando un gobierno fuerte y estable. El rey, que había seguido con mucha preocupación el debate de la moción de censura, estaba ya convencido de que el presidente no tendría vigor para acometer esa empresa. Hacía un tiempo que las relaciones entre ambos se basaban en el escepticismo, la desconfianza y el distanciamiento. Aquella química de identidad, sinergia de fusión, complicidad en la gestión y sintonía en un objetivo común, se había desvanecido.

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