A través del espejo y lo que Alicia encontró allí (2 page)

—¿Te gustaría vivir en la casa del espejo, gatito? Me pregunto si te darían leche allí; pero a lo mejor la leche del espejo no es buena para beber... pero ¡ay, gatito, ahí está ya el corredor! Apenas si puede verse un poquito del corredor de la casa del espejo, si se deja la puerta de nuestro salón abierta de par en par: y por lo que se alcanza a ver desde aquí se parece mucho al nuestro sólo que, ya se sabe, puede que sea muy diferente más allá. ¡Ay, gatito, qué bonito sería si pudiéramos penetrar en la casa del espejo! ¡Estoy segura que ha de tener la mar de cosas bellas! Juguemos a que existe alguna manera de atravesar el espejo; juguemos a que el cristal se hace blando como si fuera una gasa de forma que pudiéramos pasar a través. ¡¿Pero, cómo?! ¡¡Si parece que se está empañando ahora mismo y convirtiéndose en una especie de niebla!! ¡Apuesto a que ahora me sería muy fácil pasar a través!

Mientras decía esto, Alicia se encontró con que estaba encaramada sobre la repisa de la chimenea, aunque no podía acordarse de cómo había llegado hasta ahí. Y en efecto, el cristal del espejo se estaba disolviendo, deshaciéndose entre las manos de Alicia, como si fuera una bruma plateada y brillante.

Un instante más y Alicia había pasado a través del cristal y saltaba con ligereza dentro del cuarto del espejo. Lo primero que hizo fue ver si había un fuego encendido en su chimenea y con gran satisfacción comprobó que, efectivamente, había allí uno, ardiendo tan brillantemente como el que había dejado tras de sí.

«De forma que estaré aquí tan calentita como en el otro cuarto —pensó Alicia— más caliente aún, en realidad, porque aquí no habrá quien me regañe por acercarme demasiado al fuego. ¡Ay, qué gracioso va a ser cuando me vean a través del espejo y no puedan alcanzarme!»

Entonces empezó a mirar atentamente a su alrededor y se percató de que todo lo que podía verse desde el antiguo salón era bastante corriente y de poco interés, pero que todo lo demás era sumamente distinto. Así, por ejemplo, los cuadros que estaban a uno y otro lado de la chimenea parecían estar llenos de vida y el mismo reloj que estaba sobre la repisa (precisamente aquel al que en el espejo sólo se le puede ver la parte de atrás) tenía en la esfera la cara de un viejecillo que la miraba sonriendo con picardía.

«Este salón no lo tienen tan bien arreglado como el otro» —pensó Alicia, al ver que varias piezas del ajedrez yacían desperdigadas entre las cenizas del hogar; pero al momento siguiente, y con un «¡ah!» de sorpresa, Alicia se agachó y a cuatro patas se puso a contemplarlas: ¡las piezas del ajedrez se estaban paseando por ahí de dos en dos!

—Ahí están el Rey rojo y la Reina roja —dijo Alicia muy bajito por miedo de asustarlos, —y allá están el Rey blanco y la Reina blanca sentados sobre el borde de la pala de la chimenea... y por ahí van dos torres caminando del brazo... No creo que me puedan oír continuó Alicia—y estoy casi segura de que no me pueden ver. Siento como si en cierto modo me estuviera volviendo invisible.

En ese momento algo que estaba sobre la mesa detrás de Alicia empezó a dar unos agudos chillidos; Alicia volvió la cabeza justo a tiempo para ver como uno de los peones blancos rodaba sobre la tapa e iniciaba una notable pataleta. Lo observó con gran curiosidad para ver qué iba a suceder luego.

—¡Es la voz de mi niña! —gritó la Reina blanca, mientras se abalanzaba hacia donde estaba su criatura, dándole al Rey un empellón tan violento que lo lanzó rodando por entre las cenizas—. ¡Mi precioso lirio! ¡Mi imperial minina! —y empezó a trepar como podía por el guardafuegos de la chimenea.

—¡Necedades imperiales! —bufó el Rey, frotándose la nariz que se había herido al caer y, desde luego, tenía derecho a estar algo irritado con la Reina pues estaba cubierto de cenizas de pies a cabeza.

Alicia estaba muy ansiosa por ser de alguna utilidad y como veía que a la pobre pequeña que llamaban Lirio estaba a punto de darle un ataque a fuerza de vociferar, se apresuró a auxiliar a la Reina; cogiéndola con la mano y levantándola por los aires la situó sobre la mesa al lado de su ruidosa hijita.

La Reina se quedó pasmada del susto: la súbita trayectoria por los aires la había dejado sin aliento y durante uno o dos minutos no pudo hacer otra cosa que abrazar silenciosamente a su pequeño Lirio. Tan pronto hubo recobrado el habla le gritó al Rey, que seguía sentado, muy enfurruñado, entre las cenizas:

—¡Cuidado con el volcán!

—¿Qué volcán?— preguntó el Rey mirando con ansiedad hacia el fuego de la chimenea, como si pensara que aquel fuese el lugar más indicado para encontrar uno.

—Me... lanzó... por... los aires —jadeó la Reina, que aún no había recobrado del todo el aliento.

—Procura subir aquí arriba... por el camino de costumbre... ten cuidado... ¡No dejes que una explosión te haga volar por los aires!

Alicia observó al Rey blanco mientras este trepaba trabajosamente de barra en barra por el guardafuegos, hasta que por fin le dijo:

—¡Hombre! A ese paso vas a tardar horas y horas en llegar encima de la mesa. ¿No sería mejor que te ayudase un poco?

Pero el Rey siguió adelante sin prestarle la menor atención. Era evidente que no podía ni oírla ni verla.

Así pues, Alicia lo cogió muy delicadamente y lo levantó por el aire llevándolo hacia la mesa mucho más despacio de lo que había hecho con la Reina, para no sobresaltarlo; pero antes de depositarlo en ella quiso aprovechar para limpiarlo un poco pues estaba realmente cubierto de cenizas.

Más tarde Alicia diría que nunca en toda su vida había visto una cara como la que puso el Rey entonces, cuando se encontró suspendido en el aire por una mano invisible que además le estaba quitando el polvo. Estaba demasiado atónito para emitir sonido alguno, pero se le desorbitaban los ojos y se le iban poniendo cada vez más redondos mientras la boca se le abría más y más; a Alicia empezó a temblarle la mano de la risa que le estaba entrando de verlo así y estuvo a punto de dejarlo caer al suelo.

—¡Ay, por Dios, no pongas esa cara, amigo! —exclamó olvidándose por completo de que el Rey no podía oírla.

—¡Me estás haciendo reír de tal manera que apenas si puedo sostenerte con la mano! ¡Y no abras tanto la boca que se te va a llenar de cenizas!... ¡Vaya! Ya parece que está bastante limpio —añadió mientras le alisaba los cabellos y lo depositaba al lado de la Reina.

El Rey se dejó caer inmediatamente de espaldas y se quedó tan quieto como pudo; Alicia se alarmó entonces un poco al ver las consecuencias de lo que había hecho y se puso a dar vueltas por el cuarto para ver si encontraba un poco de agua para rociársela. Lo único que pudo encontrar, sin embargo, fue una botella de tinta y cuando volvió con ella a donde estaba el Rey se encontró con que ya se había recobrado y estaba hablando con la Reina; ambos susurraban atemorizados y tan quedamente que Alicia apenas si pudo oír lo que se decían.

El Rey estaba entonces diciéndole a la Reina:

—¡Te aseguro, querida, que se me helaron hasta las puntas de los bigotes!

A lo que la Reina le replicó:

—¡Pero si no tienes ningún bigote!

—¡No me olvidaré jamás, jamás —continuó el Rey— del horror de aquel momento espantoso!

—Ya verás como sí lo olvidas —convino la Reina— si no redactas pronto un memorandum del suceso.

Alicia observó con mucho interés cómo el Rey sacaba un enorme cuaderno de notas del bolsillo y empezaba a escribir en él. Se le ocurrió entonces una idea irresistible y cediendo a la tentación se hizo con el extremo del lápiz, que se extendía bastante más allá por encima del hombro del Rey, y empezó a obligarle a escribir lo que ella quería.

El pobre Rey, poniendo cara de considerable desconcierto y contrariedad, intentó luchar con el lápiz durante algún tiempo sin decir nada; pero Alicia era demasiado fuerte para él y al final jadeó:

—¡Querida! Me parece que no voy a tener más remedio que conseguir un lápiz menos grueso. No acabo de arreglármelas con este, que se pone a escribir toda clase de cosas que no responden a mi intención...

—¿Qué clase de cosas! —interrumpió la Reina, examinando por encima el cuaderno (en el que Alicia había anotado el caballo blanco se está deslizando por el hierro de la chimenea. Su equilibrio deja mucho que desear)—. ¡Eso no responde en absoluto a tus sentimientos!

Un libro yacía sobre la mesa, cerca de donde estaba Alicia, y mientras ésta seguía observando de cerca al Rey (pues aún estaba un poco preocupada por él y tenía la tinta bien a mano para echársela encima caso de que volviera a darle otro soponcio) comenzó a hojearlo para ver si encontraba algún párrafo que pudiera leer, —...pues en realidad parece estar escrito en un idioma que no conozco—se dijo a sí misma.

Y en efecto, decía así:

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