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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Clemencia (4 page)

¡Blasfemia! diría cualquiera que me oyese hablar así. En efecto, blasfemia me parece también a mí cuando me pongo a reflexionar en que la civilización es la propaganda de todo lo bello y de todo lo bueno, y no puede de ningún modo reputarse tal, esa infame codicia que mata las más santas aspiraciones del alma.

Yo creo que esta especie de ateísmo que se burla de los sentimientos, y que no hace caso sino del estúpido goce material, no es más que el retroceso que toma una nueva forma, y que se envuelve y se mezcla entre las galas del progreso para emponzoñarle y destruirle, como un insecto que logra esconderse en el cáliz de una flor pomposa y perfumada para roerla y secarla.

Sea como fuere, nosotros advertimos, y esto es muy perceptible, que a medida que nuestro pueblo va contagiándose con las costumbres extranjeras, el culto del sentimiento disminuye, la adoración del interés aumenta, y los grandes rasgos del corazón, que en otro tiempo eran frecuentes, hoy parecen prodigiosos cuando los vemos una que otra vez.

Cuando el mundo esta así, la poesía es imposible, la novela es difícil, y sólo hay lugar para los cuentos de cocotas que hoy hacen la reputación de los escritores franceses, o para las sangrientas sátiras que, no por disfrazarse con la elegancia moderna, son menos terribles en la boca de los juvenales del siglo XIX.

Leandro y Hero, Romeo y Julieta, Isabel Segura y Diego Marsilla, hoy serían dos tipos increíbles.

Por eso amo a Guadalajara; allí todavía el amor tiene un santuario y adoradores fieles; allí se sabe amar; allí la civilización ha entrado, pero sin sus falaces arreos de codicia y de egoísmo. Algunas excepciones habrá, pero la mayoría de las mujeres permanece fiel a las leyes del corazón.

Y esto que digo de Guadalajara, debe considerarse dicho de todo el Estado de Jalisco. Sí, señores; aquella es una tierra en que la naturaleza se ostenta pródiga en las bellezas físicas y en las bellezas morales.

A veces han pasado sobre ella los huracanes de la guerra, dejándola asolada, o ha corroído sus entrañas el crimen. Pero la savia poderosa de su vida se ha sobrepuesto a estas crisis pasajeras, y Jalisco se ha alzado de su abatimiento más lozano, más pomposo, más bello que nunca.

Su pueblo será grande cuando sus hijos, olvidando sus rencillas domésticas, comprendan que es en la unión donde encontrarán el secreto para hacer que vuelva su país a su preponderancia anterior; porque ustedes no ignoran, y nadie ignora en México, lo que ha pesado Jalisco en los destinos de la patria.

VIII. La prima

He disertado, tal vez con gran pesar de ustedes, pero creí necesarias las observaciones que acabo de hacer, para que sea conocido el teatro en que van a representar mis personajes. Ahora vuelvo a la novela, que hace tiempo que la escena está sola y que no hago más que poner decoraciones.

He dicho que Guadalajara, cuando llegamos, estaba llena de animación y de ruido. Había en ella, no ese aspecto sombrío y severo de una plaza que está próxima a defenderse, sino la alegría aturdidora de una ciudad que, no teniendo duda acerca de la suerte que le espera, quiere al menos ahogar en la fiesta sus inquietudes y su desesperación.

Mañana caería en las garras del extranjero, y la familia liberal jalisciense, que lo sabía, procuraba gozar los últimos instantes, y darse, en medio de la locura del festín, los últimos adioses. Eran las postreras alegrías del hogar.

De modo que si Guadalajara ocultaba en su seno todas las palpitaciones de la zozobra y el temor, hacía esfuerzos para disimularlas con su semblante risueño, con sus gritos de entusiasmo y con su indolente amor al placer.

El general Arteaga, gobernador entonces de Jalisco, había reunido en la ciudad numerosas tropas de disciplina con empeño, esperando, como era de suponerse, que bien pronto tendría que hacer frente a las legiones extranjeras.

Nuestra llegada aumentó la animación; éramos mexicanos y jóvenes, es decir, gente alegre, bulliciosa y amante de divertirse hasta en vísperas de morir. Nuestros oficiales eran todos bien educados, elegantes y amables. Nuestro cuerpo de caballería, y digo
nuestro
, porque ya me consideraba perteneciente a él, era en este particular privilegiado.

El coronel era el tipo más acabado del
gentleman
. Había querido que sus oficiales fuesen semejantes a él, y había logrado reunir en su cuerpo una pléyade verdaderamente escogida de
dandys
.

El único con quien estaba descontento era Valle, y eso no porque careciera de modales finos, sino porque, como lo he dicho, no era comunicativo ni galante, ni gustaba de la francachela. Parecía el mal pariente de aquella familia militar; y como su conducta, su observancia rigurosa de las leyes del ejército, y su exactitud, eran un reproche constante para el coronel, que solía relajar la disciplina, éste deseaba con toda su alma desembarazarse de tan incómodo subalterno.

He dicho antes que Valle prometió a su amigo Flores llevarle a casa de su prima.

El
don Juan
, a quien pareció seductora la promesa, deseoso como estaba de conocer a las beldades de Jalisco, para quienes esperaba ser tan simpático como siempre, no perdió oportunidad de recordar a Valle su oferta; y al día siguiente, después de terminadas las ocupaciones militares del cuartel, los dos jóvenes se dirigieron a la plaza principal a practicar un reconocimiento, presumiendo, como era natural, que allí habría bellezas que contemplar y amigos que les sirvieran de cicerones.

Era domingo, y la mañana estaba hermosísima; pero en la plaza, cuyo cuadro está embellecido con una hilera de naranjos, no encontraron nada de particular, pues la reunión más notable se hallaba en el atrio de la Catedral, en la que se celebraba la misa de doce. Este atrio se halla limitado por una soberbia y magnífica reja de hierro.

Nuestros oficiales, llamando la atención por su elegante uniforme, y particularmente Flores por su gallardo continente, atravesaron la puerta de la reja y penetraron al interior del templo, cuya magnificencia omito describir para no parecer fastidioso. Sólo diré a ustedes que los jaliscienses se enorgullecen de poseer tan suntuoso edificio, obra del arquitecto Martín Casillas, el maestro más insigne que había en aquellos tiempos, según ellos dicen.

Cuando los oficiales entraron, la misa estaba concluyéndose, y mientras que Valle, más artista y más observador, examinaba la fábrica del templo, la forma y riqueza de los altares, y se fijaba con curiosidad en los sombreros viejos de los obispos difuntos, que están pendientes de un hilo arriba de cada uno de los altares, y acerca de los cuales se cuentan muchas candorosas tradiciones que el joven recordaba sonriendo, Flores, más inclinado a contemplar las bellezas humanas que las bellezas arquitectónicas y las antigüedades, recorría con admiración los diversos grupos de encantadoras hijas de Guadalajara, que llenaban las naves de la Catedral y en derredor del altar en que se celebraba el Oficio Divino.

— Hombre, Valle, deje usted de contemplar santos como un bobo y mire los primores que hay aquí. ¡Canario! qué muchachas tan deliciosas tiene Guadalajara.

Valle miró y quedo asombrado. En efecto, había allí un centenar de mujeres hermosas, hermosísimas, como las sueñan los poetas, como las pintan los enamorados.

Las naves resplandecían más que con el fulgor de los blandones y con los rayos de luz que penetraban por las ventanas, con el brillo de tantos ojos negros que parecían encendidos, no por el tibio fuego de la piedad, sino por la hoguera abrasadora del amor y del deseo.

La misa había concluido; los oficiales vinieron a situarse en la puerta principal, y allí pasaron revista a todas las bellezas que acababan de ver en conjunto y de prisa.

Todas ellas se fijaban en los dos jóvenes, y con especialidad en Flores, que estaba soberbio de belleza, de elegancia, y que tenía en su semblante y en su apostura ese
no sé qué
poderoso e irresistible que atrae infaliblemente las miradas y el corazón de las mujeres.

De repente se acercaron a ellos dos jóvenes gallardas y majestuosas como dos reinas. Una de ellas tenía cubierto el semblante con un espeso velo. La otra era hermosa como un ángel. Rubia, de grandes ojos azules, de tez blanca y sonrosada, y alta y esbelta como un junco, esta joven era una aparición celestial.

Valle, al verla, se ruborizó cuanto era posible en su semblante pálido. Ella le dirigió una mirada y le saludó sonriendo ligeramente; pero al fijarse después en Flores se detuvo un instante lo mismo que su compañera, como fascinada por la mirada audaz del bello seductor que estaba acostumbrado a imponer desde el primer instante, sobre las mujeres que veía, el despotismo de su influencia terrible.

Después de esta detención momentánea las dos damas salieron del templo con cierta precipitación, atravesando el atrio entre una doble hilera de leones de Guadalajara, que se inclinaron respetuosamente para saludarlas. En este momento Valle murmuró al oído de Enrique estas dos palabras:

— ¡Mi prima!

Enrique sonrió y se contentó con decir entre dientes:

— ¡Deliciosa!

La rubia, al través de las rejas del atrio aun volvió una vez el semblante y, sin hacer caso de los pisaverdes cuyos ojos la seguían, dirigió una última mirada al gallardo compañero de su primo.

— Entiendo —dijo Flores a éste— que tendrá usted el buen gusto de seguir a su linda prima; y yo creo que es de mi deber acompañarle.

— Bueno —contestó Valle un poco contrariado— no sé si se dirigirá a su casa y si podrá recibirnos a esta hora; pero vamos, y ella dirá.

— Querido —replicó Enrique— estoy seguro de que una mujer linda y de buen sentido tendrá mucho placer en recibir a cualquier hora a dos muchachos de México como nosotros.

Diciendo esto siguieron a las encantadoras criaturas que, atravesando la plaza y algunas calles y encontrando en su camino unas miradas de amor y saludos cariñosos se dirigieron a la calle del Carmen, deteniéndose a la entrada de una casita linda y alegre como una jaula de canarios. Allí, después de volver todavía el rostro para cerciorarse si eran seguidas, viendo a los oficiales que venían en pos de ellas a pasos rápidos, haciendo sonar en las baldosas sus acicates de oro, entraron y se dirigieron inmediatamente a la sala de recibir.

IX. La presentación

Los dos jóvenes atravesaron alegremente los umbrales de la linda casita, luego un pequeño patio que parecía una gruta de verdura y de flores con un risueño surtidor de mármol y bajo una cortina de enredaderas penetraron en el corredor y se detuvieron en la puerta de la antesala.

Ya los esperaban. La hermosa rubia se adelantó hacia ellos y les dijo con la más dulce de las voces humanas:

— Pasen ustedes.

Y los introdujo en el pequeño y fresco salón, en donde se hallaban reclinadas en un sofá una señora de cuarenta años y la joven que antes se cubría el rostro con un velo, y que mostraba ahora el más lindo semblante que hubiera podido soñar un poeta musulmán.

Era blanca, de ojos y cabellos negros y labios de mirto. Los jóvenes quedaron deslumbrados.

— Querida tía —dijo Valle a la señora mayor— tengo la honra de presentar a usted a mi buen amigo Enrique Flores, comandante como yo en el ejército.

Flores se inclinó graciosamente y murmuró las palabras de cortesía sacramentales.

Después Valle le presentó a su prima Isabel, que se ruborizó notablemente al encontrarse frente a frente del hermoso oficial.

— Ahora como compensación —dijo la señora— por el gusto que nos ha dado usted, presentándonos a su amigo, le presentaré a mi vez a la mejor amiga de Isabel y una de las señoritas más distinguidas de Guadalajara. Querida Clemencia, mi sobrino Valle y su amigo.

Los dos se inclinaron respetuosamente.

Valle sintió, al encontrarse con la mirada de Clemencia, que se le oprimía el corazón. Evidentemente en los ojos negros y lánguidos de aquella hermosura terrible había algo más que el brillo de la languidez. Había un agüero, quién sabe si feliz o desgraciado; ya sea que tengamos todos una sibila en el alma que nos hace presentir la influencia que ejercerá en nuestro destino la persona a quien vemos por primera vez, o sea que Valle, poco acostumbrado a acercarse a las mujeres bellas, se encontrase turbado y confuso, el hecho es que se estremeció visiblemente y que tuvo una sensación de miedo y de dolor.

— ¿Se pone usted malo, hijo mío? —preguntó la señora con interés a su sobrino.

— No, tía, no tengo nada.

— Está usted muy pálido.

— Fernando tiene una apariencia enfermiza —dijo Flores— pero con ese cuerpo delicado que ustedes ven, disfruta de una salud robusta. Fue herido hace poco; pero eso pasó ya, quizá le ponga de este modo la agitación del momento, el clima nuevo para nosotros o, más bien, la timidez de su carácter, porque Valle es tímido de una manera rara.

— ¿Tímido? —replicó la señora— pues será una excepción de su familia. Su padre y primo mío y sus hermanos no pecan por encogimiento. Al contrario, son la personificación de la alegría y la franqueza. ¿Y por qué razón —añadió preguntando a Valle— se ha dado la circunstancia de que cuando he estado en México y aun en Veracruz no he visto a usted jamás en su casa? Siempre me decían que estaba usted ausente.

— Señora, desde muy pequeño —contestó Valle— me alejé del lado de mi familia para estudiar; después entré a servir en el ejército; apenas conozco a mis hermanos, y por muy poco tiempo he permanecido bajo el techo paterno.

— ¡Qué triste es eso! Pero ni aun en las reuniones íntimas, en aquellas en que no hay costumbres de que falten los hijos, como por ejemplo, en los días del papá o de la mamá, he visto a usted en su compañía. Y los otros hermanos habían venido, unos desde Veracruz y otros desde el extranjero a ocupar su puesto en el banquete de la familia; sólo usted faltaba siempre.

— Estaba yo enfermo unas veces, otras llegaba algunos días después, por motivos independientes de mi voluntad; pero no había otra causa...

Esta conversación hacía mal a Valle, y era perceptible que deseaba no se continuase. La señora lo comprendió así y se volvió para hablar con Flores.

El galante oficial que primero había observado rápidamente y a fuer de hombre conocedor a las dos bellas jóvenes, pasaba de una a otra alternativamente los ojos, como en un estudio comparativo, y había acabado por comprender que las dos rivalizaban en hermosura y encantos.

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